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CAPÍTULO 1
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1. La fe no es ciega. Ni sorda. Ni muda

Cuando me puse de pie en el púlpito en mi despedida antes de partir a la misión, a la edad de diecinueve años, incluso después de escudriñar mucho en espíritu de oración, sentía que estaba atrapado en la diferencia entre saber y creer. No podía decir con sinceridad, “sé que el Evangelio es verdadero”. Sabía que algunas personas esperaban que pronunciara esas palabras. Pero, sinceramente, solo pude decir, “creo que el Evangelio es verdadero”. Entonces, al ver una planta en una maceta, dije que mi fe era como esa planta y que creía que crecería.

Luego, hacia el final de mi experiencia en la versión de una semana del Centro de Capacitación Misional de esa época, practicamos la primera charla misional con nuestros compañeros. Mientras enseñaba sobre la Apostasía, un misionero retornado que se encontraba supervisando se detuvo para escuchar. Me interrumpió y dijo, “Élder, aquí comparta su testimonio. Diga que sabe que la Iglesia verdadera debe tener doce apóstoles en la actualidad, como la Iglesia original de Cristo”. Dije amablemente que con mucho gusto se lo testificaría a un verdadero investigador, pero que en ese contexto de práctica, me parecía muy personal decir “sé” con respecto a ese punto. El misionero
insistió, “Doce apóstoles, Élder. Quiero escuchar su testimonio”. Sentí una pequeña punzada y dije en voz baja, “creo que en la actualidad la Iglesia de Cristo tiene quince apóstoles, no doce”. El misionero retornado jaló una silla y me preguntó, “¿Tenemos un pequeño problema aquí, Élder?”

Afortunadamente, nos interrumpieron. Pero, me angustiaba que mi nivel de fe, sincera y profunda como era, probablemente no fuera suficiente para un misionero. Pensé en todas esas noches antes de mi despedida, cuando usaba la llave del edificio que había recibido como organista asistente de estaca e ingresaba al tabernáculo de St. George aproximadamente a las 11 p.m. Ahí, tocaba el fino órgano de tubos del tabernáculo durante más o menos una hora a toda velocidad, cantando las canciones de Sión yo solo, con sólo la pequeña luz de la consola del órgano brillando en el viejo y sagrado edificio
pionero. A mí manera, estaba compartiendo mi testimonio, pero era un pequeño secreto entre el Señor y yo. Mi testimonio todavía seguía tomando forma. Debía “saber” algo, pero ¿qué?

Esos recuerdos regresaron cuando leí el relato de Richard Bushman sobre su segundo año en Harvard, en el que sus encuentros con el escepticismo irreligioso, hicieron que sintiera que estaba en un “territorio hostil”. Pronto, esta presión lo agotó, hasta que “el agnosticismo religioso pareció ser la única posición viable debido a lo que sabemos con certeza”. Bushman “no sabía que existía un Dios o que todas las cosas en que creían los Santos de los Últimos Días realmente sucedieron”. Sin embargo, aceptó un llamamiento misional. Pero, “si tenía dudas”, se cuestionó más tarde, “¿por qué fui?”1

Desde entonces, “llegó a creer que en realidad [su] problema no era la fe, sino encontrar las palabras exactas para expresar [su] fe”. Lo que le faltaba era el “lenguaje del mormonismo que tuviera sentido en el comedor [de Harvard]”. Ahora, él piensa que en realidad “creyó todo ese año—¿para qué más iría a la misión?—sin embargo, estaba mudo, no podía hablar.”

La fe no es muda. Desde aquel entonces, Bushman se ha pasado toda una vida aprendiendo a comunicar la religión “de una manera que pueda ser entendida” por una audiencia secular en lugar de forzarla a “aprender nuestro lenguaje con la finalidad de que nos entienda”. Entonces, lo que distingue su estilo de escribir sobre temas de la historia de la Iglesia, es su tono, su lenguaje y vocabulario. Al igual que se considera que las personas que no pueden distinguir los sonidos musicales no tienen “oído musical”, muchas personas en el mundo de hoy tienen dificultades para entender el lenguaje religioso. De ese modo, Bushman aprendió a escribir en un tono que el público secular pudiera escuchar. La fe no es sorda.

A los diecinueve años, al igual que Bushman, no encontraba las palabras para expresar mi fe adecuadamente, excepto en el órgano de tubos. Las diferencias entre saber, creer, dudar y cuestionarse no son insignificantes. Sino que, con frecuencia, son confusas, ya que nuestra experiencia es más amplia que nuestro vocabulario. Cuando nuestra fe, que alguna vez no tuvo problemas, de repente enfrenta dudas que nos dejan sin palabras, incluso temporalmente, nuestra fe puede parecer no solo ser ciega, sino muda. En ese momento, podríamos desear tener un libro llamado “Fe para principiantes”, es decir, para cuando nos sentimos sin palabras debido a nuestros dolores de crecimiento espiritual y nos preguntamos si algo está mal. ¿Eso también significaría que no tenemos
fe? Probablemente no, pero podríamos necesitar un vocabulario más completo. Un “crecimiento en la fe [también] puede considerarse como una mejora del lenguaje”2, La fe no es muda.

Entonces, al igual que con los escritos de Bushman sobre José Smith, mi parte de este libro resultó ser autobiográfica. Me he encontrado tratando de describir aquí mi búsqueda personal de una fe más “conocedora”, las preguntas que encontré y el vocabulario que aprendí al buscar respuestas a ellas, un paso a la vez.

Por ejemplo, con respecto a “saber”, el Élder Harold B. Lee de los Doce compartió un testimonio muy poderoso sobre el Salvador cuando visitó nuestra misión. Citó Doctrina y Convenios 46:13–14: “A algunos el Espíritu Santo da a saber que Jesucristo es el Hijo de Dios… a otros les es dado creer en las palabras de aquellos”. De pronto, mientras lo escuchaba, supe que él sabía, y creí en sus palabras. Ese fue solo un paso, pero fue real. ¿Creencia o conocimiento? Un poco de ambos. Más tarde, llegué a saber por mí mismo gradualmente.

Justo después de mi misión, una amiga cercana me preguntó qué fue lo más importante que aprendí ahí. Con la misma sinceridad que refrenó mis palabras en mi despedida, me descubrí diciendo que, de algún modo, ahora sabía que Dios era real, que Él me conocía y que tenía una relación personal con Él, una realidad que ha expandido y anclado mi alma desde entonces.

Después, escuché que alguien denominó a ese crucial y enternecedor tipo de relación con Dios como “la cercanía”. Cuando escuché sus palabras, supe a qué se refería y por qué aumentó su nivel de confianza en Él.

Con el paso del tiempo, descubrí que “creer” y “dudar” no son las únicas alternativas. Tampoco es suficiente decidir si uno es un “mormón conservador” o un “mormón liberal”, como se discute más adelante en este libro. Tales dicotomías opuestas no solo no nos ayudan; sino que, a menudo, interfieren con el crecimiento espiritual genuino.

Asimismo, pueden impedir que padres e hijos, o líderes y miembros de la Iglesia, se escuchen y comprendan. Con demasiada frecuencia, los jóvenes y otros miembros formulan preguntas sinceras, pero demasiado escépticas mientras que sus padres y líderes les dan respuestas sinceras, pero demasiado rígidas. Eso fue lo que sucedió en mi conversación con ese misionero retornado. Sería mucho mejor si pudiéramos salir de nuestros “límites” y, realmente, comunicarnos.

Cuando comencé mi misión, “mi problema no fue la fe, sino encontrar las palabras para expresar mi fe”. Con ese recuerdo en mente, nuestro propósito aquí es ofrecer palabras, historias y conceptos que, esperamos, describan un proceso de fe que conduzca a la confianza y la fe en el Señor y Su Iglesia.

Nuestros corazones están con aquellos cuya fe se ve perturbada por la información, las personas o las experiencias que parecen poner en duda sus creencias previas. En realidad, encontrar sorpresas e incertidumbre forma parte del proceso natural de crecimiento de la fe. Hemos pasado por muchas sorpresas de este tipo, nuestro lenguaje solo refleja nuestra experiencia. Lidiar con esa oposición es la única forma de desarrollar una madurez espiritual auténtica y comprobada. Es por eso que John Milton no podía “estimar una virtud enclaustrada”, una virtud que “nunca ve a su adversario”3.
La verdadera fe no es ciega, ni sorda, ni muda. Por el contrario, la verdadera fe ve y
vence a su adversario.

Notas
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