En el Libro de Mormón, en 3 Nefi, se describe a un Redentor cuyo corazón se compadece por nosotros.
“Pues percibo que deseáis que os muestre lo que he hecho por vuestros hermanos en Jerusalén, porque veo que vuestra fe es suficiente para que yo os sane.
Y sucedió que cuando hubo hablado así, toda la multitud, de común acuerdo, se acercó, con sus enfermos, y sus afligidos, y sus cojos, y sus ciegos, y sus mudos, y todos los que padecían cualquier aflicción; y los sanaba a todos, según se los llevaban.
Y todos ellos, tanto los que habían sido sanados, como los que estaban sanos, se postraron a sus pies y lo adoraron; y cuantos, por la multitud pudieron acercarse, le besaron los pies, al grado de que le bañaron los pies con sus lágrimas”. (3 Nefi 17: 8 – 10)
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Las lágrimas corren por mi rostro mientras leo ese pasaje y anhelo el día en el que yo también pueda besar Sus pies.
Asimismo, somos testigos de su preocupación por los niños durante Su visita a los nefitas. En este contexto, los ángeles se unen a Él para proteger y bendecir a estos seres preciosos mientras reciben Su amor puro:
“Y habló a la multitud, y les dijo: Mirad a vuestros pequeñitos.
Y he aquí, al levantar la vista para ver, dirigieron la mirada al cielo, y vieron abrirse los cielos, y vieron ángeles que descendían del cielo cual si fuera en medio de fuego; y bajaron y acercaron a aquellos pequeñitos, y fueron rodeados de fuego; y los ángeles les ministraron”. (3 Nefi 17: 23 – 24)
Quizás el mayor testimonio de Su amor en el relato de Su visita a los del Nuevo Mundo se refleja en Su disposición a suplicar al Padre en nombre del pueblo.
Después de haber realizado la obra que solo Él podía llevar a cabo para expiarnos y redimirnos en Getsemaní y en la cruz; tras haber resucitado para que volviéramos a la vida después de nuestro tiempo en la Tierra, Él suplicó al Padre por nosotros.
“Y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre alguno que pueda escribir, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos a Jesús hablar; y nadie puede conceptuar el gozo que llenó nuestras almas cuando lo oímos rogar por nosotros al Padre”. (3 Nefi 17: 17)
Asimismo, en nuestro tiempo, el Señor ha revelado Sus súplicas a Su Padre en nuestro favor:
“Escuchad al que es vuestro intercesor con el Padre, que aboga por vuestra causa ante él, diciendo: Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no pecó, en quien te complaciste; ve la sangre de tu Hijo que fue derramada, la sangre de aquel que diste para que tú mismo fueses glorificado; por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que vengan a mí y tengan vida sempiterna”. (DyC 45: 3 – 5)
¿Alguna vez has cerrado los ojos y has imaginado lo que se sentiría ver y escuchar a tu Salvador orar a Su Padre por ti?
Quizás, Él expresaría gratitud por el deseo de tu corazón de seguirlo, por los dones que posees, por tu bondad para con Sus hijos, por tu paciencia para soportar situaciones desafiantes, por aquellas cosas que solo Él y tú saben sobre ti.
Imagínate escuchar al Salvador suplicar para que tu fe se mantenga fuerte y continúe creciendo, para que tu capacidad de ser Sus manos en el mundo mejore, para que tu coraje no falle, para que tus desafíos y preocupaciones se conviertan en fuentes de fortaleza y para que tengas vida eterna a través de tu fe en Él.
¿Cómo se sentiría ver y escuchar al Salvador expresar Su amor por Su Padre y por ti?
Tras contemplar estas cosas, ¿hay algo que no le dirías? ¿Hay algo que Él pudiera pedirte y no quisieras ofrecer de todo corazón? ¿Conoces a alguien a quien no le gustaría experimentar este mismo milagro de amor? ¿Cómo esa experiencia cambiaría tu vida, tu enfoque, tu gratitud y tus oraciones?
Esta es una traducción del artículo que fue publicado originalmente en LDS Living con el título “What would it be like to hear the Savior pray for you? Tom Christofferson asks how the experience would change you”.