Como Santos de los Últimos Días, conmemoramos los sacrificios de los primeros pioneros. Asimismo, reconocemos que muchos pioneros modernos en todo el mundo también han edificado la Iglesia de Jesucristo en sus naciones o en sus familias.
Reconocemos a estos pioneros y recordamos a todos los que ayudaron a hacer de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días lo que es hoy.
Pensar de esta manera, personalmente, no siempre fue así. No me gustaba escuchar historias de pioneros cuando era niña.
Las historias de los miembros que cruzaron las llanuras, perdieron a sus hijos y luego recibieron grandes bendiciones parecían tener poco que ver conmigo, una joven afroamericana.
El Día de los Pioneros no era una fuente de inspiración, solo era un recordatorio de que mi familia no encajaba en la historia de la Iglesia.
Sin embargo, eso fue antes de saber que fui criada por una pionera, mi madre, Sareta Dobbs.
Siempre supe que mi mamá se había unido a la Iglesia “hace mucho tiempo”, pero creo que nunca lo asimilé.
Ella se bautizó antes de que fuera posible que entrara al templo o sirviera en una misión. Se unió a la Iglesia antes de que fuera considerada un espíritu “digno” de esas bendiciones.
Honestamente, si fuera por mi mamá, la historia nunca se contaría; ella no ve su vida como algo increíble o especial. Ella creyó en esto durante mucho tiempo por lo que recién en los últimos años me ha contado algunos de los detalles de sus notables decisiones.
Mi madre creció en la iglesia de su abuelo en Kansas durante la década de 1960 y siempre tuvo interés en las cosas espirituales. Fue su interés lo que la llevó a hacerle dos preguntas inquisitivas a un maestro de escuela dominical:
“¿Adónde van las personas cuando fallecen?”
“A ninguna parte, solo te mueres”.
“Bien, ¿de dónde venimos?”
“De ningún lado”.
Las respuestas no solo fueron insatisfactorias, sino que tampoco le parecían verdaderas. Sabía que la verdad estaba allá fuera, pero no sabía dónde encontrarla.
En 1975, después de algunos viajes, mi mamá llegó a California, donde estudió en un centro formativo superior del estado. Un día de otoño, una amiga ingresó a clases con un vestido y mi mamá, intrigada, le preguntó a su amiga cuál era la razón.
Resultó que su amiga era la líder de actividades de la Sociedad de Socorro y se estaba preparando para enseñarles a las hermanas cómo hacer un vestido. Mi mamá asistió a la reunión y poco después comenzó a reunirse con los misioneros.
Fue cuando los misioneros le enseñaron el plan de salvación, respondiendo a las dos preguntas que años antes le había hecho a su maestro de escuela dominical, que supo que había encontrado el Evangelio de la verdad que había estado buscando.
Mi mamá se convirtió oficialmente en miembro de la Iglesia en 1976 a la edad de 21 años y, al igual que otras personas de su edad, el deseo de servir en una misión se convirtió en un sentimiento persistente.
Cuando cumplió un año de miembro, mi mamá le expresó su deseo de servir en una misión a su obispo. Ella quería servir, pero sabía que no podía entrar al templo para recibir sus investiduras.
Eso no la desanimó. Ella todavía tenía la esperanza de poder servir porque había miembros de la Iglesia en otros países que tampoco habían entrado al templo y que estaban sirviendo en el campo misional. Aun así, su solicitud fue rechazada.
Al terminar sus estudios superiores, mi mamá regresó a Kansas, donde continuó asistiendo a la Iglesia. Su presencia como una mujer negra fue aceptada por algunos miembros mientras que para otros fue una gran incomodidad. Muchos la ignoraron e incluso no querían pasar por la misma acera o vereda que ella.
Ahora bien, aquí es donde mi madre y yo diferimos mucho. Yo hubiera tomado aquel trato y la falta de bondad de los miembros como una oportunidad para dejar rápidamente la Iglesia. No mi mamá, ella se mantuvo fiel.
Sabía lo que Dios sentía por ella y creía que un día la Iglesia permitiría que todos los hijos de Dios recibieran la plenitud del Evangelio. Así que se quedó y, con la impresión de ese sentimiento, se mudó a Utah.
No estaba segura de porqué estaba allí, había perdido la esperanza de servir en una misión.
Después de haber estado en Utah por una semana y media, un día al regresar a casa, la recibió en la puerta la familia que la acogía.
“¿Ya te enteraste?”, la hermana le preguntó emocionada.
“¿Me enteré de que?”
“¡El presidente Kimball ha anunciado que los hombres negros pueden tener el sacerdocio!”
Reservada como siempre, mi mamá tomó la noticia con calma y se preparó para asistir a una conferencia de estaca ese fin de semana. Después de la reunión, se acercó al élder Neal A. Maxwell, que presidía la conferencia, le estrechó la mano y le pidió una bendición.
Sin dudarlo, el élder Maxwell accedió a darle la bendición, cuyas palabras llevaron a que mi mamá creyera que finalmente había llegado el momento de salir a la misión.
Al llamar a su obispo para que pudieran reunirse y hablar sobre el tema, él le dijo: “Estaba a punto de llamarte y agendar una cita. El élder Maxwell me llamó y me dijo que necesitas servir en una misión”.
Para septiembre de 1978, mamá ingresó al CCM para aprender portugués y prepararse para servir en Río de Janeiro, Brasil. Mientras estaba en el CCM, se enteró por sus compañeras de la misión que el élder Bruce R. McConkie la había mencionado en un discurso del simposio del SEI titulado “Todos son iguales ante Dios”.
“Ya llamamos a nuestra primera hermana negra, asignada a la Misión Brasil Río de Janeiro. Esta raza y cultura ahora será una con nosotros al llevar las cargas del reino”, había expresado el élder McConkie.
Incluso después de escuchar todo esto, sabiendo que ella fue la primera mujer negra en recibir su llamamiento, le pregunté a mi madre: “¿Por qué te uniste a una Iglesia que claramente no te quería?”
La respuesta de mi madre ha sido siempre la misma: “Porque he encontrado la verdad”.
Mi mamá sirvió en su misión junto al élder Ulisses Soares y su futura esposa, la hermana Rosana Soares, quien sería una de sus compañeras.
Regresó a los Estados Unidos donde se casó, crió a tres hijos en el Evangelio, obtuvo múltiples títulos superiores y ha seguido siendo fiel.
Con frecuencia me siento frustrada por el racismo y el sexismo de ciertos miembros de la Iglesia y, a veces, honestamente, tengo ganas de dejarlo todo atrás, pero entonces recuerdo a mi mamá.
La imagino con el élder Maxwell. La imagino arrodillada en oración todos los días cuando era pequeña. La imagino manteniéndose firme, aun cuando los miembros de la Iglesia ni siquiera la miraban. Me imagino la alegría en su rostro cuando su nieto fue bautizado.
Entonces, decido quedarme.
Me quedo porque, como mi mamá, amo el Evangelio, amo a Jesucristo. Me quedo porque mi mamá me enseñó que la fe no solo es importante, es fundamental.
Me quedo por cada persona que siente o ha sentido que no encaja en la historia de la Iglesia.
Me quedo por cada persona que se siente invisible cuando escucha historias de pioneros que cruzaron las llanuras.
Me quedo porque fui criada por una pionera.
Fuente: LdsLiving