No encontraba trabajo, subieron mi escala de pago en la universidad y, en medio de un proceso de depresión en el que necesitaba del calor y la compañía de mis amigos, se declaró un distanciamiento social obligatorio a nivel mundial.
Aunque Jesucristo había sido mi protector y defensor en mis anteriores batallas, no poder ingresar a nuestros centros de adoración ni participar de la Santa Cena disminuyeron mi capacidad de sentir Su tierna misericordia y amor.
Especialmente porque todavía estaba asimilando mi regreso prematuro de la misión. Puse en pausa mis estudios durante mi mejor etapa académica, renuncié a mi primera oportunidad laboral del rubro de mi carrera y me despedí del círculo amical más sincero que había hallado en mis, entonces, 21 años de vida.
Les aseguro que no estaba enfadada con Dios. Pero sí buscaba desesperadamente una explicación, una impresión, un gesto o alguna simple respuesta para seguir adelante.
Traté de hallar consuelo en las palabras que enseñó el rey Benjamín:
“Creed en Dios, […] que Él tiene toda sabiduría y todo poder; creed que el hombre no comprende todas las cosas que el Señor puede comprender” (Mosíah 4:9).
Sin embargo, tras 5 años, esa jovencita dispuesta a poner en segundo plano su futuro profesional, su vida social o sus pasiones temporales para seguir a Cristo sigue perdida.
La conversión no es solo para ‘nuevos’
Aunque ya me gradué de la universidad, cuento con un trabajo estable y he encontrado amistades de gran valor, me he dado cuenta que estos éxitos temporales, sin la compañía permanente del Salvador, son solo alegrías efímeras.
Porque asistir cada domingo a la Iglesia, cumplir con tu llamamiento o tener una recomendación vigente para el templo no nos convierte automáticamente en discípulos de Jesucristo. La conversión no es un proceso exclusivo para los que recién conocen el evangelio; por el contrario, es una condición sinfín de todo Santo de los Últimos Días.
Aprovechando que este 2025 se cumplirán 20 años de haber tomado la decisión de entrar a las aguas del bautismo, permítanme compartir 4 maneras en las que podemos volver a nacer en Cristo y crear (o recuperar) una relación duradera y cercana con Él.
1. No solo repitas una oración, ¡abre tu corazón!
Mi parte favorita de la misión siempre fue escuchar a las personas ofrecer una oración por primera vez. La sinceridad en cada palabra pronunciada, esos silencios sagrados en los que meditaban lo que deseaban expresar y ese “amén” temeroso ante una experiencia tan simple, pero majestuosa de conectar con el Padre Celestial.
Para los que llevamos toda una vida en la Iglesia, esta comunicación solemne y personal con Dios, muchas veces de manera inconsciente, se convierte en una rutina, donde tenemos “programadas” muchas frases, peticiones y gracias. Olvidando que estamos frente a una oportunidad única de conversar con el ser más poderoso de este y todos los planetas.
El Creador del Mundo, el Omnisciente y Todopoderoso es literalmente tu Padre en los cielos. Somos Sus hijos y, por lo tanto, anhela con todas Sus fuerzas escucharnos. Aunque Él todo lo sabe, desea profundamente oír nuestra voz:
“Todo el dolor que sientes, cada secreto que has guardado
Todas las palabras que nunca has dicho, cada pensamiento en tu cabeza
Aunque Él sabe exactamente lo que necesitas y los sueños que tienes
Antes de hacerlos realidad, Él quiere escucharlos de ti”.
Mi corazón se enternece cada vez que medito en la letra de esta canción del álbum para jóvenes “Paz en Cristo”. Especialmente como una persona tan introvertida a la que le cuesta expresar sus sentimientos, saber que el Rey del Universo quiere escucharme me alienta a esforzarme para que cada oración sea una conversación sincera y real.
2. No solo leas Su vida, ¡procura conocerlo!
Como la hermana menor de dos jovencitos muy aplicados e inteligentes, leer las Escrituras nunca significó una carga para mí. El estudio era una parte activa en nuestras vidas, por lo cual me era sencillo aprender las historias que hallamos en los textos divinos e incluso recordar el pasaje y versículo donde se encontraban.
Pero, durante mi etapa de las Mujeres Jóvenes, descubrí que las Escrituras no son simples biografías o relatos asombrosos de hombres y mujeres muy antiguos. No es una clase de Historia; sino que es literalmente la palabra de Dios. Y la mejor fuente para conocerlo.
Sobre el poder de las Escrituras, el élder Richard G. Scott, quien fue miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, enseñó:
“A lo largo de las épocas, el Padre Celestial ha inspirado a Sus siervos autorizados a registrar soluciones en una especie de manual para Sus hijos. Nosotros tenemos al alcance esa guía por medio del tesoro que llamamos libros canónicos.
Las Escrituras son como partículas de luz que iluminan nuestra mente y dan lugar a la guía e inspiración de lo alto. Se convierten en la llave que abre el canal de comunicación con nuestro Padre Celestial y Su Amado Hijo Jesucristo”.
Si deseamos tener una mayor conexión con Dios y Su Hijo Unigénito en nuestras vidas, las Escrituras son el mejor medio para conocerlos. Los escritos de los profetas nos permiten reconocer cómo responde nuestras plegarias, la manera en la que podemos sentir Su compañía y el plan que ha creado para nosotros.
Cuando abramos nuestras Escrituras, más importante que establecer el tiempo de lectura o la cantidad de versículos o capítulos que vamos a estudiar, procuremos trazarnos la meta de descubrir un nuevo atributo de nuestro Salvador y Amado Padre.
3. No solo cantes el himno, ¡vive sus letras!
Recuerdo que una de las primeras oportunidades en las que experimenté una repentina sensación de desaliento fue durante una convención de Para la Fortaleza de la Juventud (PFJ). Estaba frustrada por mi incapacidad de socializar y formar amistades como los demás, al grado de derramar unas lágrimas.
Sin embargo, en ese instante, tuve una clara impresión de abrir el pequeño manual que nos habían facilitado —en el que se hallaban algunas lecciones, pasajes de las Escrituras e himnos— y el cuadernillo me llevó a una canción que nunca antes había oído (el himno número 69).
Pero, en lugar de ignorarlo porque no podría cantarlo, decidí leer la letra:
“¿Dónde hallo el solaz, dónde, el alivio cuando mi llanto nadie puede calmar, cuando muy triste estoy o enojado y me aparto a meditar?
Cuando la pena es tal que languidezco, cuando las causas busco de mi dolor, ¿dónde hallo a un ser que me consuele? ¿Quién puede comprender? Nuestro Señor.
El siempre cerca está; me da Su mano. En mi Getsemaní, es mi Salvador. Él sabe dar la paz que tanto quiero. Con gran bondad y amor me da valor”.
Esa angustia interna desapareció por completo. Fue, quizá, la respuesta más inmediata que he recibido hasta hoy. Desde ese momento, decidí que los himnos formarían parte de mi vida no solo como dulces melodías, sino también como poderosas plegarias de milagros.
Así lo expresó el presidente Russell M. Nelson:
“La música tiene el poder de sanar; permitiéndonos contemplar la Expiación y la restauración del Evangelio, junto con sus principios y ordenanzas exaltadoras. Nos brinda poder para expresar pensamientos que nacen de la oración y dar testimonio de verdades sagradas”.
Los cantos que evocan a nuestro Salvador tienen la capacidad de reparar hasta al alma más desconsolada.
Tomémonos el tiempo de meditar en las inspiradas palabras que forman parte de esa música sagrada y apliquemos su divino poder para forjar una conexión más fuerte con nuestro Redentor.
4. No solo ve a la Iglesia, ¡traza un propósito!
Semejante a lo que puede suceder con la oración cuando olvidamos la profundidad de su significado, la asistencia a nuestras reuniones dominicales puede tornarse también en una costumbre.
El domingo no es más el santo día del Señor, sino —simplemente— el día de ir a la capilla. Lucimos prendas diferentes y elegantes para sentir que es un momento especial, pero en nuestro corazón estamos frente a un día más del trabajo. O en un reencuentro de amigos y murmullo de chismes.
Olvidamos que en las reuniones dominicales, cuya parte más importante consiste en la Santa Cena, tenemos la oportunidad de renovar nuestra promesa sagrada de acercarnos a Cristo. De dar testimonio de Él, de recordarle siempre y tomar Su nombre sobre nosotros.
Es la oportunidad ideal para sentir de cerca el poder y amor de nuestro Salvador, tal como declaró el presidente Henry B. Eyring, segundo consejero de la Primera Presidencia:
“De todas las bendiciones que podemos contar, la más grande con mucha diferencia es el sentimiento de perdón que viene al participar de la Santa Cena. Al recordar que Él sufrió por nosotros, sentiremos gratitud y Su amor”.
De lunes a sábados, los ajetreos del trabajo, los estudios o la familia pueden distraernos del poder sanador de Cristo en nuestras vidas, pero los domingos gozamos de ese maravilloso recordatorio. Del asombroso amor del Redentor para sufrir los mayores dolores de la vida con tal de que cada uno de Sus hermanos halle paz.
Su sacrificio expiatorio, literalmente, puede resistir toda tentación, debilidad, aflicción o dolor. Pongamos a prueba ese maravilloso don: busca una razón por la que necesites estar en la sacramental el domingo. Por la que necesites el poder sanador de Cristo para tu semana. Y con ese propósito en mente, tu adoración dominical no será más una rutina.
A puertas del inicio de un nuevo año, permitamos que Cristo sea nuestro mejor amigo. Nuestro compañero fiel en toda la nueva travesía de aventuras, felices o difíciles, que el Padre Celestial ha preparado para nuestro progreso.
Podemos trazarnos muchas metas para este 2025, pero –como en mi misión— existen diversas situaciones que escapan de nuestro control.
Dios, como nuestro Amoroso Padre, desea que tengamos éxito en nuestro trabajo, en nuestros estudios, en nuestra familia y en todo lo que nos propongamos. Y aunque el resultado no siempre será el que esperamos, tenemos una certeza irrefutable cuando Él es el centro de nuestra vida:
“Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).
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