A veces esta frase suena lejana, como si fuera algo que solo ocurre en otras capillas o en otras personas. Pero, ¿y si un día alguien la dijera pensando en nosotros?
Solo imaginarlo duele. Porque nadie quiere ser el motivo por el que alguien se aleje de Cristo.
Cada domingo nos reunimos con personas que, igual que nosotros, intentan seguir al Salvador. Algunos llegan con el corazón lleno de fe; otros, con el alma cansada, buscando apenas un poco de consuelo.

En ese escenario, nuestras palabras y actitudes pueden marcar la diferencia entre sanar o herir, entre quedarse o irse.
A veces lo olvidamos. Pensamos que solo “decimos las cosas como son”, o que “no fue para tanto”. Pero hay corazones tan frágiles que un comentario, una mirada o una ausencia puede doler más de lo que imaginamos.
La Iglesia de Jesucristo es el lugar donde todos deberían sentirse amados, incluso cuando sienten que no encajan del todo. Y si no lo están sintiendo, tal vez nosotros, sin querer, estemos contribuyendo a eso.
Ser discípulos es mirar con los ojos de Cristo

El Salvador no se acercaba a la gente para juzgarla, sino para levantarlas. Tocó a los enfermos, caminó con los rechazados, defendió a los que todos señalaban.
Si Él estuviera hoy en nuestra reunión sacramental, ¿a quién buscaría primero? Probablemente al que está solo en la última fila, o al que hace semanas no viene porque siente que a nadie le importa.
Ser discípulos no se trata solo de asistir cada domingo, sino de hacer que otros sientan que pertenecen.
Cuando vemos a alguien con amor, cuando decidimos escuchar antes de criticar, estamos haciendo exactamente lo que Cristo haría.
No sabemos las batallas que otros pelean

A veces alguien deja de venir y lo primero que pensamos es que “se enfrió espiritualmente”, pero detrás puede haber dolor, culpa, ansiedad o simplemente la sensación de no ser suficiente.
Y si en ese momento alguien recibe una palabra poco empática, su carga se vuelve más pesada.
No sabemos qué historia carga cada corazón, pero sí podemos elegir ser una parte amable de ella.
Un saludo sincero, una palabra de ánimo o una invitación sin juicio pueden ser ese recordatorio de que todavía hay un lugar para ellos en la mesa del Señor.
Que tu presencia haga que otros quieran quedarse

Imagina que alguien te dijera un día:
“Gracias por hacerme sentir querido en la Iglesia”.
Eso valdría más que cualquier reconocimiento. No habría mayor recompensa. Significaría que fuiste una extensión del amor de Cristo, que tu forma de ser acercó a alguien a Él. Podemos ser la razón por la que otros se queden, no por la que se vayan.
Cada conversación, cada gesto, cada silencio cuenta. Porque el amor verdadero no se predica solo desde el púlpito, se demuestra en los pasillos, en los mensajes que enviamos entre semana, en cómo miramos y escuchamos.
Al final, todos estamos aprendiendo a amar mejor

No somos perfectos, y todos fallamos, pero eso no nos exime de intentarlo otra vez. El evangelio no nos pide ser impecables, sino más compasivos cada día.
Podemos empezar por algo pequeño: mirar a nuestro alrededor con más atención y preguntarnos: “¿Quién necesita sentirse visto hoy?”. Si lo hacemos, el Salvador podrá obrar a través de nosotros.
Y en lugar de escuchar “eres la razón por la que ya no voy a la Iglesia”, quizá escuchemos algo mucho más hermoso:
“Gracias por ayudarme a volver”.



