En la Iglesia estamos acostumbrados a ver ajustes que llegan casi sin aviso. A veces sorprenden, a veces inquietan un poco. 

Que las jóvenes puedan salir a la misión desde los 18 años ha generado conversaciones y, para algunas familias, preguntas naturales.

Durante los años recientes, las misiones en todo el mundo han atravesado transformaciones importantes. De llamadas a casa dos veces al año pasamos a poder comunicarnos semanalmente. Y la pandemia llevó a enseñar con teléfonos en mano.

Con todo esto, muchos temían que el enfoque se perdiera, pero ocurrió lo contrario. El Señor acompaña cada cambio con bendiciones que no vemos hasta que caminamos con fe.

¿Es un buen momento para enviar a una joven?

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Muchas familias sienten inquietud por la seguridad de sus hijas, pero la misión ofrece un entorno protegido donde la guía del propósito y los líderes capacitados ayudan a cuidar de ellas física, emocional y espiritualmente. Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

Para muchos padres, la inquietud surge por la seguridad. Es común pensar que las hijas están más expuestas al salir al mundo. 

Pero sorprende descubrir que el ambiente misional resulta, en la mayoría de los casos, más seguro que otros caminos posibles después del colegio.

Una misión ofrece un espacio protegido espiritual, emocional y físicamente, donde el propósito guía las decisiones y los entornos suelen ser cuidadosos.

Acompañadas desde el primer minuto

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Cada joven misionera llega a un entorno con apoyo inmediato: compañeras experimentadas, líderes atentos y redes de ayuda que facilitan el aprendizaje, la seguridad y la adaptación. Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

La llegada a una misión nunca es solitaria. No las recibe un desconocido en un aeropuerto, sino alguien que ya sirve y entiende su responsabilidad. Desde el primer día hay una red de apoyo que está atenta a ellas.

Además, cada hermana tiene una compañera asignada. Ella ya conoce el idioma, las costumbres, los mapas, lo seguro y lo no recomendado. Esa presencia constante crea un ambiente de aprendizaje y protección.

El Señor pone personas clave en nuestro camino para guiarnos mientras descubrimos nuestro lugar en Su obra.

Protección que viene del cielo

misioneras caminando
Más allá del acompañamiento humano, la fe nos enseña que los misioneros son resguardados por ángeles y por la constante mano del Padre Celestial, recordando que Dios guía cada paso incluso antes de que comprendamos el porqué de los cambios. Créditos: Jeffrey D. Allred, Deseret News

Más allá de compañeros y líderes, existe algo que sostiene a cada misionero dondequiera que vaya.

Creemos en ángeles que acompañan y resguardan a quienes sirven con un corazón sincero. Es parte del amor constante del Padre Celestial por Sus hijos.

Todavía no tenemos todas las razones completas acerca de por qué la edad de las hermanas se igualó a la de los élderes. 

La Iglesia a veces anuncia el qué antes que el por qué. Pero si algo hemos aprendido es que, con el tiempo, los frutos terminan hablando por sí solos.

Cuando el Señor adelanta Su obra, lo hace invitándonos a confiar antes de entender.

Lo que podemos tomar de todo esto

Enviar a una joven a la misión no es solo un acto de obediencia, sino una oportunidad de crecimiento espiritual, autodescubrimiento y fortalecimiento de la fe, donde se experimenta el amor de Cristo de manera profunda y transformadora. Imagen: Adobe Stock

Para muchas familias en Latinoamérica, esta decisión puede venir acompañada de emoción, nervios o preguntas. Es normal. Pero también es una oportunidad hermosa para ver cómo Dios abre caminos para las jóvenes que desean servir.

Cuando una joven elige seguir esta ruta, vive algo más que un tiempo lejos de casa. Descubre su propia voz espiritual, siente cómo el Señor la guía en momentos que exigen fe y aprende a reconocer la suavidad con la que Cristo sostiene cada paso. 

La misión se convierte en un espacio donde se aclaran prioridades, se fortalecen convicciones y se despierta un propósito que transforma la vida.

Es un viaje en el que el amor de Cristo pasa de ser comprendido a ser experimentado. Y esa experiencia se convierte en algo que se lleva para siempre, una luz interior que no depende del lugar donde se sirve, sino de a quién se sigue.

Fuente: Meridian Magazine 

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