La Navidad suele amplificar las emociones. Cuando atravesamos un proceso de duelo, esa intensidad puede doler más de lo esperado. Las luces, las reuniones y las tradiciones resaltan una ausencia que ya estaba ahí, pero que ahora se siente imposible de ignorar.
A veces esa ausencia es la de un ser querido que falleció. Otras veces es la de una amistad que se rompió, una relación que terminó o una persona que sigue viva, pero ya no forma parte de nuestra vida. Todas esas pérdidas son reales, y todas pesan.
El duelo no tiene una sola forma. No siempre viene acompañado de funerales o despedidas visibles. También aparece cuando perdemos vínculos, confianza, planes compartidos o la cercanía que alguna vez sentimos. El corazón reconoce esas pérdidas, incluso cuando los demás no saben cómo nombrarlas.

Jesucristo entiende ese tipo de dolor. Las Escrituras enseñan que Él descendió “debajo de todo” (Doctrina y Convenios 88:6). Eso incluye el dolor de la muerte, pero también el de la separación, el rechazo y la soledad. Él conoce tanto las ausencias definitivas como las que llegan sin explicación clara.
Durante la Navidad, este duelo suele sentirse más profundo. Las tradiciones evocan recuerdos y comparaciones inevitables con lo que fue y lo que ya no es. En esos momentos, el Evangelio no exige alegría inmediata. Más bien, ofrece consuelo progresivo.
El presidente Jeffrey R. Holland enseñó que, incluso cuando el dolor por la pérdida de alguien es profundo, es esencial seguir confiando en el Señor. Al referirse al amor constante de Dios en medio del sufrimiento, aconsejó:
“Ante todo, nunca pierdan la fe en el Padre Celestial, quien los ama más de lo que pueden comprender”.

El duelo por amistades o relaciones suele ser especialmente silencioso. No siempre hay rituales que ayuden a cerrar ciclos. Aun así, el vacío permanece.
Las Escrituras también nos recuerdan que no estamos destinados a cargar solos. Mosíah 18:9 habla del convenio de “llorar con los que lloran”. Ese principio incluye permitir que otros nos acompañen y, a veces, darnos permiso para reconocer nuestro propio dolor sin culpa.
La Navidad no necesita vivirse como antes para seguir teniendo significado. Puede ser más silenciosa, más reservada, incluso más frágil. El nacimiento de Jesucristo ocurrió en un mundo marcado por la incertidumbre y la pérdida. Él vino precisamente para esos contextos, no para escenarios ideales.
Si este diciembre se siente distinto, no estás fallando. Estás atravesando una pérdida. Y aun así, el Salvador sigue acercándose con ternura, recordándonos que ninguna ausencia pasa desapercibida para Él.
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