Durante gran parte del siglo XX, servir una misión no significaba lo mismo para los hombres que para las mujeres en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Mientras los jóvenes podían salir al campo misional siendo aún adolescentes, muchas mujeres que sentían el mismo deseo debían esperar más tiempo o, en la práctica, renunciar a esa posibilidad. No porque faltara fe, sino porque el contexto cultural y las prioridades enseñadas eran distintos.
Para muchas mujeres jóvenes de las décadas de 1970 y 1980, el mensaje era claro: si el matrimonio estaba a la vista, esa debía ser la prioridad.
En una época donde casarse a los 20 años era común, esperar hasta los 21 para servir una misión significaba posponer el matrimonio más allá de lo socialmente esperado. No sorprende entonces que tan pocas mujeres optaran por servir. El deseo existía, pero el costo parecía demasiado alto.

Con el tiempo, ese escenario cambió de forma radical. Hoy, servir una misión ya no compite con el matrimonio. La edad promedio para casarse es mucho mayor, y las jóvenes no son vistas como “rebeldes” o “desobedientes” si deciden estudiar, trabajar o servir antes de formar una familia. Ese cambio cultural abrió una puerta que antes estaba apenas entreabierta.
Pero el cambio no fue solo social. También fue doctrinal en su enfoque. Durante años, muchas decisiones importantes estaban acompañadas de instrucciones muy específicas.
Hoy, el énfasis está puesto en principios. En lugar de decir exactamente cuándo casarse o cuándo servir, la Iglesia invita a las jóvenes a decidir con oración, revelación personal y responsabilidad espiritual. Esa confianza ha marcado una diferencia profunda.
Durante décadas también existió una preocupación práctica: evitar romances dentro de la misión. Discursos como “Guarda tu corazón”, del presidente Spencer W. Kimball, dejaron claro que una misión es un tiempo de total consagración.

Se pensó que una diferencia de edad mayor entre élderes y hermanas ayudaría a reducir distracciones emocionales. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que la clave no está en la edad, sino en el propósito.
Cuando un misionero entiende por qué está ahí y a quién representa, las distracciones pierden fuerza. Enseñar a elegir con convicción ha resultado más efectivo que imponer barreras externas. Por eso, con una cultura misional más madura y centrada en principios, la diferencia de edad dejó de tener sentido.
Servir a una edad más temprana también protege. Los años posteriores a la secundaria son un periodo decisivo. Es cuando muchos jóvenes experimentan libertad por primera vez y, a veces, toman decisiones que los alejan de sus convenios.
Una misión ofrece independencia, sí, pero dentro de un entorno que fomenta disciplina, fe y propósito. No evita los desafíos, pero ayuda a enfrentarlos con apoyo y guía espiritual.

Además, la misión llega en un momento clave para definir identidad. Muchos jóvenes aún están decidiendo qué tipo de vida quieren llevar y cuán profundamente desean vivir el evangelio. Una misión vivida a esa edad puede consolidar un testimonio que, de otro modo, tardaría años en afirmarse.
Esto también impacta la obra misional. Los misioneros que enseñan a personas jóvenes suelen encontrar corazones más abiertos, antes de que decisiones complejas limiten sus opciones.
Del mismo modo, los jóvenes de la Iglesia que permanecen cerca de ambientes santos y personas comprometidas reducen el riesgo de alejarse del camino de los convenios con rapidez.

Hoy, que hombres y mujeres puedan servir desde los 18 años no es un gesto simbólico ni una concesión cultural. Es el resultado de décadas de aprendizaje, observación y revelación.
Es un reconocimiento de que el deseo de servir siempre estuvo ahí, y de que cuando se confía en los principios correctos, la edad deja de ser una barrera.
Servir antes no solo fortalece la Iglesia. Fortalece vidas. Y, para muchas mujeres que alguna vez tuvieron que esperar, o renunciar, ese cambio llega como una respuesta largamente esperada.
Fuente: Meridian Magazine
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