La excomunión ha sido una mala palabra en el marco de cualquier Iglesia. Se ha convertido en un tema tabú. Yo fui excomulgado. ¿Estaba fuera de los límites de la salvación?
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Desde temprana edad, reconocí algo en mí que atormentaba constantemente mis pensamientos y hería mi corazón. A pesar de que me criaron creyendo que soy un “hijo de Dios” y que soy amado, nunca lo sentí. Nunca me sentí lo suficientemente bien, nunca sentí que tendría éxito espiritualmente hablando. En un momento de mi adolescencia, desarrollé la creencia de que yo era inherentemente malo.
Nunca mostré esas emociones y la mayoría de la gente pensó que era feliz. Recuerdo vívidamente estar de pie en el pasillo de mi escuela primaria viendo a todos ir a clase y pensar: “No quiero que nadie se sienta tan solo como me siento yo.”
Así que, con una sonrisa comencé a hacer amigos con casi todos los que llegué a conocer. Aunque a menudo sentía dolor, encontraba algo de consuelo en las Escrituras. Sólo estaba convertido al evangelio de manera social y fui semi-activo a la Iglesia con una fe muy quebrantada.
En mi juventud, encontré algunos héroes en las escrituras. Naamán era un buen hombre. Fue llamado un gran hombre, de alta estima, incluso hombre valeroso en extremo (2 Reyes 5:1). Ciertamente había encontrado gracia con el Señor. Era alguien a quien no sólo podía admirar, sino que era alguien con quien sentía que me relacionaba… porque era un leproso.
Ahora, yo no tengo lepra, pero ambos teníamos algo sobre nosotros que era desesperanzador y que nos atormentaba. Le causó tanto dolor que buscó la ayuda de un profeta en otra tierra. Lo que de otra manera hubiera sido una fábula para él se convirtió en una esperanza.
Llegó para recibir instrucciones del siervo del profeta (no del profeta mismo) para que se bañase en el río Jordán siete veces. Estaba indignado por la situación y por la simplicidad del mensaje, pero su propio siervo le recordó que si se le asignaba una gran tarea, lo haría, así que ¿por qué no simplemente “lavarse y ser limpio”?
Y heme a mí, desconsolado en mis oraciones, “¡Dame una tarea grande! ¡Yo haría las grandes tareas! Hazlo simple si deseas, pero ¿dónde está mi río Jordán?”
Dios preparó una manera milagrosa para sanar a los Hijos de Israel cuando fueron mordidos por serpientes venenosas. Me imagino a Moisés de pie con la serpiente de bronce sobre un asta, implorándoles: “¡Por favor, sólo mira hacia arriba y cúrate!”, Pero “por causa de la sencillez de la manera, o por ser tan fácil, hubo muchos que perecieron.” (1 Nefi 17:41).
Mi desesperación continuó, “Dios, ¡por favor! ¿Dónde está mi río Jordán? ¿Dónde está mi serpiente de bronce? Dios, ¿dónde está mi milagro?”
Debido a mis miedos e inseguridades, había aprendido a mentir desde temprana edad. Me mentía a mí mismo y le ocultaba la verdad a los demás. Pensé que lo que otros no sabían no me haría daño. Y muchas veces traté de mentirle al Señor. Fue un acto desesperado de auto preservación que se convirtió en un hábito arraigado en esa frenética petición por un cambio.
Y así fue, desde la escuela primaria hasta la secundaria, a medida que aprendía a estudiar las Escrituras. Luego pasó de la escuela secundaria al campo misional donde apliqué y enseñé lo que había aprendido. Mi desesperación creció porque el sentimiento de esa plaga innata nunca cesó.
¿Estaba fuera de los límites de la salvación? Siempre me dijeron que nadie estaba más allá del poder salvador de la expiación de Cristo, pero ¿por qué no podía sentirlo? Me encontré estudiando, no para enseñar a otros, sino para salvar mi propia alma. Estaba estudiando para sobrevivir.
Después de la misión
Regresé a casa del campo misional más quebrantado en mi fe que cuando me fui, y esa no fue una buena manera de comenzar la universidad. Me deprimí y tuve pensamientos suicidas. Más adelante, en mis años universitarios, presencié un posible milagro. Tenía todas las características del río Jordán o la serpiente de bronce, sólo que necesitaba ser probado.
Un amigo me llamó y me dijo con frustración: “Mi obispo me dijo que si quería superar mi adicción a la pornografía, ¡debería comenzar a hacer la obra de la historia familiar! ¿Acaso no es eso ridículo?” Un poco celoso y frustrado le dije: “Sí, casi como bañarse en un río sucio siete veces o mirar a una serpiente de bronce sobre un asta.”
Mi respuesta no fue muy bien recibida, pero, de nuevo, él buscaba una justificación y no una respuesta que lo ayudara. Me sentí frustrado porque a él se le dio la oportunidad de probar al Señor.
Él, que no era digno de aceptar ningún otro llamamiento en la Iglesia, fue invitado a reemplazar un hábito oscuro por un servicio divino a Dios y sus hijos. Tuve un milagro más para agregar a mi lista, “Dios, ¿dónde está mi obra de historia familiar? ¿Dónde está mi milagro?”
En ese momento de mi vida, es posible que no haya llegado a ser un maestro erudito en lo que respecta a las Escrituras, pero las conocía.
Yo sabía cómo estudiarlas.
Sabía cómo recordar dónde estaban los versículos y cómo recordarlos.
Sabía cómo encontrar lo que necesitaba encontrar, y tuve algunas revelaciones personales sorprendentes gracias a mis estudios, pero todavía seguía siendo yo.
Todavía estaba atrapado. En verdad no sabía cómo aplicarlos a mí mismo. Mi estudio se debilitó y finalmente se detuvo.
La pregunta de Moroni 7 sólo me fastidiaba. “¿Han cesado los milagros?”
¿Dónde estaba mi milagro? ¿Dónde estaban los ángeles y mis revelaciones? Hice las cosas que se suponía que debía hacer. Había servido una misión, me había casado en el templo, había formado una pequeña familia, incluso había buscado ayuda profesional, pero mi tormento todavía esta ahí.
Y luego me rendí. Me di por vencido. Tuve una crisis de fe y me fui desvaneciendo, en silencio. Estuve semi-activo durante años, andando por otros caminos.
Después de 5 o 6 años de esa aventura solitaria, actuando como parte de los fieles, pero “ocupados” miembros, fui a buscar ayuda porque estaba lastimando a mi familia y pensando en hacerme daño nuevamente.
Y por primera vez, con toda honestidad, le conté lo que me sucedía a quienes necesitaban oírlo. Me encontré con una fe sincera y quebrantada, pidiéndole a Dios fortaleza y perdón, a mi familia por su perdón y amor, y a mis líderes del sacerdocio por su amor y guía. Entonces, finalmente, por primera vez en mi vida, sentí que había empezado a recibir mi milagro.
Excomunión
Fui excomulgado. Casi perdí a mi bella esposa y familia. Me encontré en el fondo del abismo. Sé que es extraño pensar en la excomunión como un milagro cuando es un marcado contraste con el hecho de que Cristo le regresara la vista a un ciego, expulsara enfermedades y demonios, o incluso convirtiera el agua en vino. Sin embargo el milagro no vino en ser excomulgado, fue más en ser honesto y penitente.
Antes de ser excomulgado, era un Élder en la Iglesia, lo cual no es sólo un título. Ser un Élder viene con responsabilidades y oportunidades sagradas y yo, como muchos otros, vivía por debajo de mi potencial y privilegios divinos.
Participé en ordenanzas y bendiciones de manera indigna durante años, temiendo el juicio de los demás. Debido a que había “encubierto mis pecados, o satisfecho mi orgullo… en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiraron, el Espíritu del Señor fue ofendido” y debido a esto se apartó y “se acabó el sacerdocio o autoridad” que alguna vez tuve el privilegio de poseer. La excomunión no me separó de Dios ni me quitó la autoridad. Me alejé de ella años atrás.
La excomunión ha sido una mala palabra en el marco de cualquier Iglesia. Se ha convertido en un tema tabú, en el que simplemente no hablamos de ello. Yo mismo lo veía como un modo de justicia ante el pecado o la apostasía, hasta que lo experimenté por mí mismo y descubrí que se trataba más de la misericordia que de la justicia.
Una comprensión de la palabra misma nos brinda luz sobre ella. En el latín de la Iglesia significa “expulsar de la comunión”, y en el latín tardío significa “salir de la comunidad”. Aunque podía asistir a los servicios de adoración y participar en las clases, no podía participar de ciertas actividades de la Iglesia como alguna vez lo había hecho, como participar de la Santa Cena, pagar el diezmo, ministrar y hacer la obra en el templo, entre otras cosas, pero nunca fui “expulsado de la comunidad”.
De hecho, mi comunidad se involucró más y fue más amorosa, y la excomunión se convirtió en una poderosa medicina espiritual para mi vida. Si quieres hablar de una hoja en blanco, si quieres hablar de misericordia, esta es la respuesta. El milagro de sanación comenzó poco después de que se tomó esa decisión, cuando empecé a aprender la profundidad del Evangelio, por lo tan humilde y paciente como podía ser.
Nuestro amoroso Presidente de Estaca nos enseñó la doctrina de Cristo. Comencé a vivir la doctrina de Cristo. Al mismo tiempo que pedía ayuda y perdón, ejercía mi fe en Cristo para arrepentirme. Mientras estaba excomulgado, no sólo estaba esperando que algo sucediera, estaba ansiosamente involucrado en todo lo bueno que podía hacer, limitado sólo por las pautas de disciplina formales.
Estaba más activo en la Iglesia como no miembro de lo que había estado en los once años después de regresar a casa del campo misional. Busqué sanación con mi familia. No fue un comienzo fácil y casi no quise volver a bautizarme.
Por un corto tiempo, no pensé que lo haría. Pero el fruto del arrepentimiento es el bautismo, y en unos tres o cuatro meses estaba anhelando ser bautizado. Anhelaba la compañía constante del Espíritu Santo, y no sólo sus visitas esporádicas.
Durante este tiempo, hice un esfuerzo consciente para volver a Cristo y aceptarlo en mi vida, y la consecuencia natural de eso fue que me reincorporara a la Iglesia, y fue una reunión maravillosa.
Lo más importante que aprendí es que pedir y obedecer las indicaciones del Espíritu Santo son un aspecto vital de la aplicación de la doctrina de Cristo en nuestras vidas.
Y ahí estaba. Ahí estaba mi milagro. Había estado esperando que alguien me sentara y me diga: “Haz esto y cambiarás. Lávate, y sé limpio. Mira y serás sanado. Haz la obra de la historia familiar y supera la adicción.”
Si deseas un milagro, busca y obedece las indicaciones del Espíritu Santo diariamente. Toma el consejo que María le dio a sus siervos en las bodas de Caná, “haced todo lo que Él os diga”, porque si aprendes a seguir al Espíritu en esa capacidad, con fidelidad y sin reservas, experimentarás un gran cambio de corazón. Experimentarás milagros más grandes que los que han sido registrados en las Escrituras, porque comenzarás a convertirte en alguien nuevo, como el agua en vino.
No fue el río Jordán lo que sanó a Naamán y no fue la serpiente de bronce la que sanó a los Hijos de Israel. El milagro se realizó a través de su disposición a hacer lo que los líderes espirituales les dijeron que hicieran.
Nos da algo de perspectiva en cuanto a la invitación de nuestro Profeta a leer el Libro de Mormón a diario, o el ayuno de las redes sociales, o la invitación a usar el nombre correcto de la Iglesia.
Con respecto a mi tormento, mi lucha, todavía está allí. Y tal vez esto me hace más como Pablo, que tenía un “aguijón en la carne”. Tenía algo que lo mantenía humilde. Él tenía algo que sólo Dios podía usar para hacerlo fuerte y enseñarle acerca de su gracia.
Pablo pidió que fuese quitado de él muchas veces, pero Dios le dijo que no. Entonces, tal vez yo también pueda aceptar esa respuesta y, al igual que Pablo, “me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.”
Tal vez pueda seguir el consejo de un apóstol moderno cuando Jeffrey R. Holland dijo: “atesora tus cargas espirituales porque Dios se comunicará contigo a través de ellas y te utilizará para hacer Su obra si las llevas bien.”
¿He visto un milagro cumplido en mi vida? Sí, y se puede resumir en el capítulo 36 de Ezequiel, versículos 25-28:
“… y seréis purificados de todas vuestras impurezas… [yo] os limpiaré. Y os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Y pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis juicios y los pongáis por obra…y vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios.”
Estoy convencido de que un milagro no es más que una promesa cumplida. Y mientras perseveremos fielmente esta vida, viviendo de manera que podamos recibir la guía del espíritu, tendremos la oportunidad de vencer al hombre natural, vivir la ley celestial y ver los milagros diarios a medida que nos convertimos en mejores versiones de nosotros mismos, a medida que nos volvemos más como Cristo.
Este artículo fue escrito originalmente por Rory Mele y fue publicado originalmente por thirdhour.org bajo el título “Excommunication Helped me Find the Miracle I was Looking For”