Por LDS.org
Habían pasado semanas desde que mi hija adulta se había mudado a otra ciudad, y cada domingo que faltaba a la iglesia me causaba las mismas preocupaciones. ¿Volvería alguna vez? Intenté todo lo que me fue posible pensar para lograr que fuera a la iglesia: darle ánimo, usar la lógica, rogarle, hacer las veces de despertador personal, orar, ayunar e incluso llamar a su obispo. Como vivíamos a 2.000 millas (3.220 kilómetros) de distancia, era muy difícil para mí asistir con ella, ¡pero hasta eso intenté!
Me imaginaba continuamente que si yo pudiera manipular un poco la situación, ella volvería a establecer su trayectoria espiritual. Pensaba que solo necesitaba que se colocara en su camino a la persona adecuada —la maestra visitante, el obispo, un amigo o un miembro de la familia—, para que dijera o hiciera exactamente lo que la motivaría a volver. Pero nada daba resultado. La cabeza me daba vueltas y tenía el corazón lleno de culpa y angustia con la idea de que le había fallado como madre.
Hay muchas otras personas que están en la misma situación. Cuando los hijos se apartan del camino del Evangelio, es muy difícil para los padres fieles hacer frente a la situación. Una madre quedó tan alterada por las decisiones de su hija que dijo que hasta sentía dolor al respirar; un padre comentó que le parecía que sus hijos lo rechazaban y se oponían a su manera de vivir; y a una joven le preocupaba que sus propios hijos pequeños se apartaran un día de la Iglesia por cuestionar los principios.
¿Cómo hacemos frente a esos sentimientos de dolor cuando los miembros de la familia deciden dejar la Iglesia? Hay varias cosas que podemos hacer.
Reconocer que nuestros hijos son también hijos de Dios
Una hermana se sintió abrumada por sentimientos de culpa y fracaso cuando su hijo adolescente empezó a tener dudas sobre sus creencias; un día, preguntándose qué otra cosa habría podido hacer como madre, recibió una impresión misericordiosa: “Él no es hijo tuyo solamente. Yo lo amo más que tú y no me siento culpable por él ni por ningún otro de mis hijos extraviados”. Desde aquel momento, la madre pudo liberarse de la culpa y concentrarse, en cambio, en el excelente hijo de Dios que era su muchacho.
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