“Si necesitábamos profetas para los primeros días, ¿por qué no los necesitamos en los últimos días?”
“¿Cuál es el propósito de tener una familia si no la puede tener para siempre? No quiero estar en el cielo si ellos no están conmigo.”
“¿Por qué continuó sintiendo como que he vivido antes?”
Con esta clase de preguntas, los maestros de la Escuela Dominical fueron desafiados o fastidiados cuando yo era niña y adolescente cuando buscaba una iglesia. Cuando era pequeña, amaba ir a la iglesia. Ya que mis padres tenían religiones diferentes, y rara vez asistían a ellas, iba con cualquiera que me llevaba. Estaba llena de preguntas y aparentemente de ideas extrañas.
Cuando crecí, ir sólo a cualquier iglesia no me satisfacía más. Desarrollé un intenso anhelo de encontrar la única iglesia verdadera. Todas ellas enseñaban diferentes cosas y si las doctrinas eran lo suficientemente importantes para enseñar, sabía que ellas eran suficientemente importantes para que Dios quisiera que nosotros supiéramos que era realmente verdad. El Dios que yo estaba buscando era amable, amoroso, y honesto, y por lo tanto, yo sabía que Él me diría que estaba correcto, tan pronto como yo me diera cuenta donde estaba Él.
Descarté iglesias que atacaban otras religiones, porque quería una iglesia que tuviera tanto que decir sobre sus propias creencias que su liderazgo no tuviera tiempo de preocuparse de las otras religiones. Descarté aquellas con dioses severos y nada cariñosos. Podía sentir Su amor. Mi Dios sería Uno amoroso. Descarté iglesias sin reglas. Me gustaban las reglas. Si Dios era mi Padre, entonces Él tenía que tener reglas, tal como mi propio padre tenía. Los buenos padres tienen reglas.
Con el tiempo, me di cuenta de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. A los diez años, mientras recorría con mi familia el centro de visitante en un templo, aprendí acerca del Libro de Mormón y sentí algo tan poderoso que difícilmente comprendía. Lo que fuera que estaba sintiendo, quería que permaneciera para siempre y algo profundamente dentro de mí, me dijo que era sobre el libro que el misionero estaba compartiendo. Estaba tan abrumada que no recordé nada más del recorrido, sólo el gozo extraordinario que ese libro me dio. Al final del recorrido, el misionero le dijo a mi padre que él sentía la impresión de darme una copia. Mi padre estaba perplejo que me hubieran escogido en un grupo tan grande, pero él sabía que yo amaba los libros de toda clase y me preguntó si lo quería. Asentí, demasiado feliz para hablar. Tomé el libro y lo sostuve cerca de mi corazón, esperando conservar el sentimiento adentro.
En los años venideros, conocí miembros de la Iglesia y aprendí cosas acerca de sus creencias. Empecé a notar que algunas de las creencias que yo misma desarrollé se practicaban en su Iglesia. ¿Cómo habría sabido acerca de ellas? Ellos creían que las familias son para siempre. Para mí, este era un aspecto crítico en mi búsqueda. Ningún Dios amoroso iba arrebatar a mi familia de mis brazos por toda la eternidad y luego decirme que iba a ser más feliz de lo que nunca antes había sido, pasando la eternidad sin ellos. Eso sonaba cruel, y mi Dios no era cruel. Sabía que Él me daría una oportunidad de vivir con mi familia para siempre.
Eventualmente, un amigo me invitó a ir a la Iglesia y ver por mi misma de que se trataban los mormones. Un momento decisivo fue cuando otro amigo me enseñó a orar para saber si la Iglesia era verdadera. Hasta entonces, había intentado entrarle al proyecto intelectualmente, con largas listas que al final no me dijeron nada. La respuesta no fue instantánea, pero con el tiempo, fui instruida por Dios a unirme a la Iglesia. Estaba un poco preocupada, ya que todavía no sabía por qué era verdadera – aunque deseaba con todo mi corazón que lo fuera – pero había sido criada para confiar en Dios, entonces hice lo que me pidió y fui bautizada cuando tenía diez y siete años. Continué orando y progresé de desear a que fuera verdadera a pensar que era verdadera y luego a creer que era verdadera. Como un año después del bautismo sabía que la Iglesia era verdadera, lo sabía tan bien que estaba sorprendida de lo real que era. Aprendí que no todo el conocimiento viene por medio del cerebro, y empezó la confianza.
Había sido muy difícil para mí apagar el intelecto, habiendo sido criada para analizar todo. Nunca había confiado realmente en algo antes hasta que había encontrado prueba intelectual de la información por mi misma. Era importante para mí calmar esta necesidad para estar en control porque tenía que aprender a confiar en Dios completamente, aún cuando no tenía todas las respuestas. Necesitaba aprender a escuchar Su voz y obedecer Sus mandamientos, y esto viene únicamente a través del Espíritu Santo, no por medio de listas, estudios y análisis. Aprendí a saber cuanto me ama y desea que regrese a Él.
A través de los años, he enfrentado dificultades y preocupaciones. Dios no siempre hizo las cosas de la manera que yo pensaba que Él debía. No siempre me dio lo que yo pedí, ya que lo que pedía no siempre era lo mejor. La vida no se hizo perfecta, como pensé que sería. La gente ha tratado de alejarme y sembrar dudas. Ha sido esa conversación personal, uno a uno, de corazón a corazón, que aprendí a tener con Dios al inicio, que me permitió permanecer fuerte, a estar en donde Dios me quería, y a saber sin dudar. Mi conversión empezó con el Libro de Mormón, pero al final, siempre fue sobre oración y fe. Aprendí que la felicidad se encontraba en saber y hacer lo que Dios quería, no en mis datos y cifras.
Siento que mi testimonio es tan fuerte porque escuché sólo a Dios, no al hombre, al tomar mis decisiones. Al final, la única opinión que importa es la de Dios y eso es lo que mi largo proceso de conversión me enseñó.
Por Terrie Lynn Bittner el 30 de noviembre de 2007.