El Día del Padre al igual que el día de la Madre puede ser difícil para muchas personas. Para muchos, este día les recuerda la pérdida, lo desafíos, los temores, y fracasos. Sin embargo hay una razón por la que siempre se puede celebrar este día.
La relación que tengo con el Día del Padre no es exactamente típica.
No me malinterpreten, cuando era pequeña mi padre era un hombre bueno con nosotros. Él nos apoyó económicamente, nunca tuvimos necesidad de nada, todos estábamos activos en la Iglesia, y parecía que todas las piezas estaban allí.
Pero había mucho que faltaba. Mi relación con mi padre era más de adversidad que de amor. Él era una persona a quien le temíamos en lugar de ser una persona que nos criaba con amor.
Mis padres se divorciaron cuando tenía 12 años, y mi relación con mi padre se debilitó. Durante años, él desaparecería por completo de mi vida.
De hecho, durante los últimos 11 años, ha estado dentro y fuera de mi vida de forma esporádica. Cuando él es parte de mi vida, todo está bien, pero cuando él está fuera, siento que me falta una pieza, y es un vacío que alguna vez me hizo pensar que no sabía cómo llenar.
Durante un tiempo, despreciaba el Día del Padre.
Si no me hacía llorar, me enojaba. Anhelaba la conexión que mis amigos tenían con sus padres. Yo quería ser amada, abrazada, y apreciaba de la misma forma que veía a los padres de mis amigos amarlos, abrazarlos, y apreciarlos.
Sin embargo, después de algunos años de revolcarme en la miseria, me di cuenta de que estaba equivocada.
A través de las dificultades de mi adolescencia, yo fui bendecida constantemente. Vi misericordias del cielo casi a diario. Y en mis momentos más profundos y oscuros, me sentí amada, abrazada, y apreciada.
Me di cuenta entonces, que tenía un padre. No había ningún vacío en mi vida. Cada vez que me arrodillé para orar, yo estaba hablando con un Padre que me amaba.
Figurativamente lloré en en su hombro mientras descargaba mis preocupaciones y mis dificultades. Cuando sentía que nadie me escuchaba, Él lo hizo. Y lo sabía. Había un verdadero poder que me rodeaba cuando leía las escrituras.
Mi tiempo en la iglesia cada domingo era una vía de escape, y la seguridad y tranquilidad me envolvían cuando empezaba una petición al cielo.
Sí, para mí, el Día del Padre se trata de celebrar la máxima relación de “padre e hija” con mi Padre Celestial.
Nos referimos a Dios como nuestro “Padre Celestial” por una razón. Él nos conoce mejor que nosotros mismos. La primera cosa que los misioneros enseñan es que Dios es nuestro amoroso Padre Celestial.
“Él llora con nosotros cuando sufrimos y se alegra cuando hacemos lo correcto. Él desea comunicarse con nosotros“.
Mi Padre en el cielo, ha estado cerca en cada caída, en todos los conciertos del coro, y en todas las puertas que me cerraron cuando era misionera.
El presidente Ezra Taft Benson dijo:
“Nada nos va a sorprender tanto, cuando pasemos al otro lado del velo, como el darnos cuenta de lo bien que conocemos a nuestro Padre y cuán familiar nos es su rostro”.
Aunque estoy agradecida por la asociación amical que todavía tengo con mi padre terrenal, es la asociación con mi Padre Celestial la que hace especial el Día del Padre.
En ese tercer domingo cada mes de junio, en lugar de sentirme incómoda, rara, deprimida, o de sentir envidia, no puedo evitar sonreír y pensar en el Padre Celestial quien me sigue mostrando su papel activo en mi paso por la tierra.
Soy una hija de un rey, y esta es la relación de la que estoy más orgullosa.