En el 2011 fui llamado como obispo en el naciente Barrio Unión, Estaca Los Sauces, Venezuela. Con tan solo cuatro años como miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y habiendo contado con un solo llamamiento en todo este tiempo, es evidente la sorpresa que ello significó para mi y para todos los hermanos.
Sin embargo, tanto ellos como yo, entendimos que los designios de Dios son poderosos y Su decisión tenía un fin para todos. En las primeras semanas de asumir el llamamiento, durante una reunión de Consejo de Barrio, iniciamos la búsqueda de aquellos hermanos y hermanas que estando en la base de datos, no estaban entre nosotros cada domingo.
Como obispado, mis consejeros y yo determinamos la necesidad de ir y presentarnos a estos hermanos que no sabían de los cambios recientemente efectuados y de nuestro deseo de verles renovando sus convenios entre los santos.
En la primera ocasión determinamos visitar a un grupo de estos hermanos menos activos y junto con mi segundo consejero seleccionamos a una hermana a quien visitaríamos esa tarde.
Salimos pues, con fe y deseos de mostrar nuestro amor sincero y de poderle ayudar a seguir adelante con su testimonio de la verdad restaurada. Tocamos la puerta del departamento de la hermana y al poco tiempo se abrió la puerta con cierta lentitud. Un hermoso rostro de una anciana se logró percibir entre los barrotes de hierros de la sobrepuerta, que servía de protector.
La mujer no preguntó quienes éramos, simplemente abrió la puerta y dijo pasen hermanos. Concluí que era evidente que éramos mormones, puesto que vestíamos con nuestra habitual indumentaria, camisa blanca, corbata y saco. Dio la espalda, mientras entrábamos detrás de ella, y se desplazó con tal dificultad hasta su cuarto y sentándose en su cama nos dio la bienvenida.
Nos dijo que estaba enferma, su cuerpo envejecido no le permitía moverse y sus dolores eran intensos. Nos contó acerca de la muerte de su única hija y que solo le quedaba un hijo. Durante ese tiempo mi consejero y yo solo escuchábamos con interés y pesar la lamentable experiencia de salud que esta hermana de tal edad, unos 80 años, estaba viviendo.
Tras su largo desahogo, hubo un silencio y dijo:
-No he ido a la capilla en años… mis enfermedades no me han dejado ir. Cada paso que doy es un dolor terrible. Vivo con mi hijo, que nunca está en casa por su trabajo y tengo dos cuartos alquilados y con eso es que he podido comprar mis medicinas-
Apuntó la octogenaria hacia una mesa donde se observaba cualquier cantidad de frasco y cajas de medicinas. Esta mujer explicó que el dinero, generalmente no le alcanzaba para comprar todos son medicamentos. No siempre podía cumplir con sus tratamientos completos y la falta de algunos alimentos no le permitía alimentarse de acuerdo con la dieta requerida para sus tantas dolencias.
El dolor de esta mujer, sus sacrificios, su soledad se veía reflejado en su rostro y a quienes le oíamos no dejaba de afectarnos. No podíamos hacernos los que no oíamos, era inevitable el sentirse compungidos ante tan dura experiencia.
Mi consejero y yo le ofrecimos consuelo y le referimos algunas palabras de aliento. Le recordamos el amor inmenso de nuestro Padre Celestial para todos sus hijos y que al venir a este tiempo, nunca se nos dijo que sería fácil; todo lo contrario, sería un tiempo de probación y estas experiencias eran parte de las que a ella les tocaba vivir.
Observamos sus necesidades temporales y espirituales con gran delicadeza durante toda esta conversación. Sin embargo, todo se dio de tal manera que nunca nos presentamos, y luego de varios minutos de escucharle y darle consuelo, le expliqué de los cambios efectuados en la Estaca y que había un nuevo barrio, con nuevas autoridades locales y ella forma parte de uno de esos nuevos barrios que había nacido.
En un momento, la anciana preguntó:
-Y ¿quién es el obispo?, ¿Quién es mi obispo?-
Tomando su mano le dije:
-Yo soy su nuevo obispo-
Su rostro de asombro, sus ojos agradecidos parecían sacarla de su pesar y de su dolor. Su sonrisa iluminó el oscuro cuarto y sin más pidió que la levantáramos y le ayudáramos a llevarle a la sala de estar donde estaba una biblioteca con muchos libros de La Iglesia. Una vez en el lugar y viéndonos sorprendidos por la actitud de esta mujer, nos pidió que le alcanzáramos un libro que estaba abultado sobremanera y al dárselo, sacó un manojo de billetes y poniéndolos en mi mano me dijo:
– Obispo, aquí están los diezmos de todos los años que tengo sin ir a la capilla por no poder moverme. Están completos hasta el día de hoy. No los iba a entregar hasta que usted viniera o uno de sus consejeros-
Mirando a la cara a mi consejero, su rostro al igual que el mío, mostraban el asombro por tal gesto; por mi memoria recordaba lo que esta mujer acababa de decir; todos los días de dolor por no tener dinero para comprar sus medicamentos; recordando el que no haya podido alimentarse como lo requería cada día, y esta mujer fiel a Dios y a Sus Leyes guardó cada partícula de los diezmos sagrados para entregarlos en el momento oportuno.
Esta anciana demostró su fidelidad a pesar de las tribulaciones que le tocó vivir y le enseñó a este obispo, que los santos de los últimos días, cuando llegan a convertirse y a conocer las leyes, los principios y doctrinas del Evangelio, están dispuestos a ser fieles aún hasta el sufrimiento y hasta el fin de sus días de probación.
Entrada escrita por:
Reinaldo Mendoza
Periodista (Comunicador Social, mención Desarrollo Social), egresado de la Universidad Católica Cecilio Acosta en Venezuela. Magister en Teaching Higher Education, egresado de la Caribbean International University. Miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, donde sirve como Obispo del Barrio Unión, Estaca Los Sauces, Valencia-Venezuela.