Una noche, mientras realizaba sellamientos vicarios en el templo, el sellador detuvo el flujo de nombres y ordenanzas de una forma inesperadamente maravillosa.
Hasta ese momento mi experiencia en el templo había sido normal y ordinaria. Me encontraba en el templo en un horario común en un día cualquiera de la semana. Como de costumbre, mi mente se nubló un poco cuando intenté evitar sentir sueño y centrarme en las palabras que resonaban en aquella habitación tranquila y serena.
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Sin embargo, la primera pausa llegó cuando nuestro sellador se detuvo para hacer una pregunta retórica. A lo largo de la noche, él continuó haciendo pausas y preguntas sobre las palabras que pronunciaba, su significado y cómo se aplicaban a nosotros, lo que nos permitió meditar en ello mientras él seguía efectuando cada ordenanza.
Cada una de estas preguntas proporcionó momentos de reflexión y meditación, pero lo que más recuerdo de esa noche en el templo es el consejo y la promesa que nos dio el sellador al despedirnos.
Nos dijo que si queríamos que nuestra próxima experiencia en el templo fuera más significativa, poder mirar más allá del velo y experimentar verdaderamente algo divino, necesitábamos hacer que la investidura fuese una conversación continua.
Cuando regresamos al templo en otra oportunidad y recibimos una de las tarjetas, rosadas o azules, nos enfocamos mucho en el nombre impreso en la parte superior de la tarjeta. Comprendimos que aquel nombre representaba a un alma viviente, a uno de nuestros hermanos y hermanas.
El sellador nos dijo que si queríamos profundizar nuestra experiencia en el templo, teníamos que agradecer a la persona en esa tarjeta por permitirnos estar en el templo realizando la obra. Teníamos que decirles a cada paso: “Esto es para ti.”
Necesitamos conversar y sentir su nombre a cada paso que damos, tener una conversación verdadera con los que están al otro lado del velo. Al hacerlo, nuestra adoración en el templo se volverá más significativa para nosotros.
Ese simple consejo transformó mi adoración en el templo. Antes de esa noche, a menudo estudiaba los nombres en mi tarjeta, las fechas y los lugares, y me ponía a pensar en lo que estaba pasando en esa época.
Me imaginaba lo que la persona había vivido, los sacrificios y las dificultades que pudieron haber enfrentado. Hice esto para tener algún tipo de conexión con las palabras negras impresas en la tarjeta, para darle algo de vida a ese simple nombre.
No se me había ocurrido que no necesitaba imaginar o forzar una conexión con ellos. Ellos estaban presentes. Los ángeles estaban cerca de mí y podía comunicarme con ellos. Su consejo cambió mi forma de ver, pensar y adorar en el templo.
Debido a la forma en que escuchaba a mis amigos y familiares hablar sobre la necesidad de pasar un tiempo en el templo o de llevar sus preguntas al templo, asumí que el templo era un lugar apartado, construido, consagrado y diseñado sólo para recibir respuestas del cielo.
¿Cuántas veces había visitado el templo preguntándome qué podría ganar o aprender de esa experiencia y no en lo que yo podría ofrecer? ¿Cuántas veces mis pensamientos se enfocaron en mí misma en el templo, sobre mis propios problemas y preguntas, en lugar de pensar en los demás y en los cielos?
Pero ahora, después de esa experiencia, sé que el templo es infinitamente más que eso. El templo se centra en las familias eternas, en los lazos que nos unen, en el servicio, la paz y en un amor como el de Cristo.
Se trata de seguir a Jesucristo. Se trata de olvidarnos de nosotros mismos e involucrarnos con toda la familia humana. Se trata de permitir que Dios nos convierta en salvadores al formar parte del pequeño rol de extender la obra de salvación y exaltación a los demás.
Cuando volví a asistir al templo, recordé los consejos que me dio el Sellador del templo. Durante esa sesión, hablé con los ángeles. Le agradecí a la persona cuyo nombre llevaba por permitirme, aún con mis defectos, representarla en esa obra sagrada.
Le dije que la amaba y que esperaba que aceptara el maravilloso don de la investidura. Repetí su nombre a cada paso y le pronuncié: “Esto es para ti.”
A cambio, me sentí más despierta y más llena de amor y luz que el que había sentido en el templo desde que recibí mis investiduras. A cambio, escuche susurro de cinco palabras, palabras que había escuchado antes cuando mi Salvador me las había compartido.
Esta vez, no plasmó mi relación con mi Redentor. A cambio, plasmó mi relación con una de mis gloriosas y eternas hermanas. Plasmó en verdad mi relación con todos los hijos de nuestros Padres Celestiales: “Te conozco. Tú me conoces”.
Nos conocemos desde hace mucho tiempo, más de lo que cualquiera de nosotros puede comprender y seguiremos siendo familia. Si bien podemos olvidarlo al venir a la tierra, en el templo podemos vislumbrar nuestra verdadera naturaleza divina, una naturaleza que compartimos.
En el templo, nos damos cuenta de que todos, a veces, debemos actuar como salvadores y, a su vez, tener la humildad de ser salvos, ya que sólo entre nosotros podemos heredar la vida eterna. De hecho, es gracias a los demás que la vida eterna vale la pena.
Este artículo fue escrito originalmente por Danielle B. Wagner y fue publicado originalmente por ldsliving.com bajo el título “Advice from a Temple Sealer That Changed My Experience in the Temple”