El amor es una cosa maravillosa. Existen diversos tipos de amor. Según la definición que le da el mundo, el amor puede ser malo, frívolo y egoísta, pero también puede ser pasajero, fantasioso y cambiante.
Aunque es parte del plan de Dios disfrutar adecuadamente de todo lo que el mundo tiene para ofrecer, debemos asegurarnos de mantener nuestro deseo y “amor” por estas cosas en equilibrio con las bendiciones que son más importantes.
El amor a las cosas materiales puede hacernos perder de vista las bendiciones eternas. La mayoría de las veces, el amor del mundo no es más que un simple deseo. Este tipo de amor causa insatisfacción, dolor y tristeza.
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Por el contrario, el amor de Dios es puro. El verdadero amor, como lo describen los profetas, es una profunda devoción, ternura, adoración, misericordia, perdón, servicio, gracia, gratitud y bondad.
El verdadero amor nos impulsa a ser lo mejor de nosotros mismos. Es la fuerza más poderosa del mundo y puede traer gran gozo y felicidad. El amor puro es un don de Dios y es la base de Su evangelio.
Es cierto que el amor de Dios por nosotros es perfecto, pero nuestro amor por Él se redefine constantemente a medida que aprendemos, crecemos y experimentamos.
El amor de Dios para Sus hijos
El Salvador nos instruye:
“Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley?
Y Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” -Mateo 22: 36-39
Se habla de dos mandamientos, pero para entender cómo podemos obedecer estos dos mandamientos, primero debemos entender nuestra relación con el Padre Celestial y el amor que tiene por nosotros.
Somos hijos del Padre Celestial. Tal como el himno de la primaria, somos hijos de Dios. Él nos ama porque en verdad somos hijos Suyos. Nos ama con un amor perfecto que no puede ser cambiado o quitado.
Ciertamente podemos decepcionarlo o causarle un gran dolor. Podemos perder algunas de las bendiciones prometidas si no obedecemos los mandamientos, pero nunca dejará de amarnos. Nos ama con un amor que no podemos entender del todo.
El ejemplo supremo del amor de Dios por Sus hijos se encuentra en la expiación infinita de Jesucristo. En Juan 3:16 leemos:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Esto significa que cuando lo decepcionamos y cometemos errores, podemos ser perdonados y regresar a Él, porque Él mismo nos ha dado el camino.
Amarte como Dios lo hace
Se nos enseña que debemos amar a Dios, a los demás y a nosotros mismos. La clave está en reflexionar de qué manera nos amamos.
Todo comienza cuando abrimos nuestros corazones y recibimos el amor de Dios, es entonces, y solo entonces, que podemos saber quiénes somos y qué gran valor tenemos. Solo así podremos amarnos a nosotros mismos.
¿Qué significa amarte a ti mismo? ¿Significa ser egoísta y egocéntrico? ¿Pensar sólo en ti? No, significa saber quiénes somos, de dónde venimos y a dónde iremos después de esta vida.
Significa apreciar quiénes somos y estar agradecidos por las bendiciones y oportunidades recibidas.
Significa aceptarnos por nuestros defectos y virtudes, por valorarnos tal como somos, compartir lo que somos con los demás.
Significa experimentar el tipo de amor que nos da la seguridad de servir a Dios y a nuestro prójimo.
Significa amar y respetar tu cuerpo a pesar de sus capacidad y limitaciones.
¿Te amas lo suficiente como para reclamar las bendiciones que Dios nos promete cuando nos esforzamos por ser juiciosos al comer, ejercitarnos, dormir y actuar?
Cómo amar y servir
En tu vida tan ocupada, ¿cómo puedes realmente servir a los demás?
Existen las formas más obvias: aceptar un llamamiento de barrio, ayudar a alguien que lo necesita, participar en proyectos de servicio, dar tu ofrenda de ayuno. Pero, ¿qué es lo que el Señor realmente tiene en mente?
A veces me parece que el servicio que prestamos es por costumbre. Puede que lo hagamos por un sentido de deber, porque no hay nadie más disponible.
¿Podemos realmente llamar aquello servicio? ¿Es el tipo de servicio que el Señor tiene en mente? ¿No se basa el servicio en el amor puro de Cristo?
Esto nos lleva a hacernos preguntas como: ¿El servicio que presto se basa en el amor profundo que siento por otras personas? ¿Quién es mi prójimo y cómo puedo amarlo de verdad?
El servicio como una fuente de amor
Al acercarnos al Padre Celestial y vivir de tal manera que seamos dignos de tener la compañía del Espíritu Santo, se nos da el derecho de tener ese amor que llena nuestros corazones y se derrama sobre todos los que conocemos.
Todas las personas en nuestras vidas son nuestro prójimo. Nuestra familia es nuestro prójimo. Nuestros amigos, enemigos, conocidos y todos los que nunca hemos conocido son nuestro prójimo.
Mostramos nuestro amor por todas estas personas fomentando sentimientos de tolerancia, paciencia, bondad, disponibilidad y compasión, tanto en palabras como en acciones.
Superamos los sentimientos de ira hacia el otro. Intentamos entenderlos más que condenarlos. Aceptamos las diferencias como fortalezas y aprendemos unos de otros.
Nuestro servicio podría estar hecho de gestos llamativos que cambian la vida de alguien, o de cosas simples, como mostrar una sonrisa que alivia un corazón pesado.
Podría ser algo que implique un sacrificio de nuestra parte. Podría significar renunciar a algo que queremos servir, proteger y fortalecer a otra persona. Es en esencia querer el bienestar temporal y espiritual de una persona de la misma manera que el Padre desea el nuestro.
La clave del amor
El amor que sentimos por Dios, por nosotros mismos y por los demás debe convertirse en la esencia misma de nuestro ser. Debe convertirse en nuestra motivación y nuestra base. Podemos orar para recibir ese amor. Podemos trabajar para recibir ese amor.
Sé que si seguimos Su palabra tendremos como recompensa Su dulce promesa :
“Sé fiel y diligente en guardar los mandamientos de Dios, y te estrecharé entre los brazos de mi amor.” -DyC 6.20
Fuente: lachiesarestaurata.it