A partir de la inspirada descripción de Lucas, comenzamos a comprender que el dolor y el sufrimiento del Salvador eran implacables en el momento de la expiación. De hecho, aumentaron y aumentaron. Sentiría más presión, más tortura, más agonía.
“Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a tierra.” (Lucas 22:44).
Aquí, el Salvador del universo nos enseña a través de Su experiencia que todas las oraciones no son iguales, ni se espera que sean. Una necesidad mayor, una circunstancia de vida más intensa, nos exigen peticiones y súplicas más fervientes y llenas de fe.
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Recuerdo haber escuchado, como un joven diácono, una lección del sacerdocio sobre la oración dada por un hombre que tanto yo como los demás miembros de mi quórum apreciábamos.
Habló sobre la necesidad de tener un profundo respeto cuando nos dirigimos a Dios en oración y habló de varios otros asuntos importantes relacionados con la oración, incluyendo el cómo y por qué.
“Pero les contaré un pequeño secreto. Es cuando están en medio de una crisis que realmente aprenden sobre lo qué es la oración.”
Nos contó de la vez en que su hijo pequeño se enfermó y luego falleció, cómo sus oraciones fueron diferentes porque él y su esposa suplicaron con mucha intensidad, y cómo se sintió hablar verdaderamente con nuestro Padre Celestial. Su consejo tuvo un gran efecto.
No son las palabras que hablamos o el lenguaje que usamos lo que es importante. Lo que realmente importa es llegar a admitir con todos nuestros corazones que necesitamos la ayuda de Dios.
Desde aquellos días de mi juventud, he llegado a apreciar lo que significaba ser un líder del quórum para los diáconos y cómo esas experiencias nos ayudan a entender lecciones como en la descripción de Lucas. No todas las oraciones son iguales. Al igual que con el Salvador, así con nosotros. Algunas oraciones serán más reverentes que otras.
El Presidente Joseph F. Smith también enseñó que lo que constituye una oración sincera se basa más en la intensidad del espíritu mucho más que la elocuencia del lenguaje:
“No es muy difícil aprender a orar. No son las palabras que usamos particularmente las que constituyen la oración…
La oración verdadera, fiel y ferviente consiste más en el sentimiento que surge del corazón y del deseo interior de nuestros espíritus de suplicar al Señor con humildad y con fe, para que podamos recibir Sus bendiciones.
No importarán cuán simples puedan ser las palabras, si nuestros deseos son genuinos y nos presentamos ante el Señor con un corazón quebrantado y un espíritu contrito para pedirle lo que necesitamos.” (Doctrina del Evangelio, 219)
El consejo del Presidente Smith entrelaza nuestras oraciones con las de la experiencia del Salvador en el Getsemaní. El “Salvador” tenía un “corazón quebrantado y un espíritu contrito” al realizar la expiación infinita y eterna. Debemos adquirir las mismas características.
El Presidente Harold B. Lee enseñó algo importante sobre la oración y nuestra comprensión en cuanto a la experiencia del Salvador en el Getsemaní:
“Lo más importante que pueden hacer es aprender a hablar con Dios. Hablen con Él como hablarían con su padre, porque Él es su Padre y quiere que le hablen.” (Church News, 3 de marzo de 1973).
Las Escrituras están llenas de ejemplos de personas que, como el Salvador, hablaron con Dios como un Padre, de una manera íntima. Encontraron que una necesidad mayor genera una oración más ferviente, intensa y llena de fe. Moisés, Ana, Salomón, Ezequías, Lehi, Nefi, Enós y Zacarías, el padre de Juan el Bautista, son sólo algunos ejemplos.
Grandes gotas de sangre
Tan intensa fue la agonía de Jesús en Getsemaní que comenzó a sudar grandes gotas de sangre.
Algunos eruditos han sugerido que la sangre del Salvador no fue un hecho real (porque algunos de estos versículos no aparecen en los manuscritos más antiguos del Evangelio de Lucas) o que un editor posterior del registro de Lucas tenía la intención de transmitir que su sudor era tan profuso que cayeron al suelo de la misma manera en que las gotas de sangre caen al suelo, o incluso que esta parte de la historia de Lucas es completamente alegórica.
Sin embargo, los Santos de los Últimos Días no han tenido dudas sobre la verdad esencial de la descripción de Lucas porque el Salvador mismo nos ha dado Su propio testimonio de la realidad de Su gran agonía (Mosíah 3:7; DyC. 19:16-19).
Del mismo modo, la traducción de José Smith de estos versículos en Lucas testifica de su validez. Verdaderamente Jesús sudó gotas de sangre por cada poro de su piel en el Getsemaní.
Tal condición que Jesús experimentó no es desconocida. Un artículo notable en el Journal of American Medical Association analiza el raro fenómeno llamado hematohidrosis o hematidrosis (sudor de sangre) como la condición muy real descrita por Lucas.
Se sabe que ocurre en personas con trastornos de coagulación o, lo que es más importante, en personas que sufren angustia extrema y estados altamente emocionales.
Como resultado del estrés y la presión extremos, los pequeños vasos sanguíneos que se encuentran justo debajo de la piel sufren una hemorragia. La sangre se mezcla con la transpiración, y la piel se vuelve frágil y sensible.
De esta manera, en el aire frío de la noche, esta condición también puede haber producido escalofríos en Jesús. Algunos también han sugerido que la hematidrosis que sufrió Jesús también produjo hipovolemia o shock debido a la pérdida excesiva de líquido corporal (Edwards, Gabel y Hosmer, “On the Physical Death of Jesus”, 1455-56).
Que sólo Lucas en el Nuevo Testamento haya preservado esa escena del sacrificio del Salvador en el Getsemaní se vuelve aún más notable cuando nos damos cuenta de que él era un médico (Colosenses 4:14). Es natural que esté interesado en los efectos físicos ocurridos en el cuerpo del Salvador.
De hecho, Lucas conserva una serie de observaciones sobre el trauma, la curación y el cuerpo físico del Salvador en sus escritos, precisamente porque era un médico y tenía los conocimientos para observar los trastornos del cuerpo humano.
Con respecto a Jesús, Lucas nos haría saber sin ambigüedad que:
“Ningún otro hombre, no importa cuan poderosa hubiera sido su fuerza de resistencia física o mental, podría haber padecido en tal forma, porque su organismo humano hubiera sucumbido, y un síncope le habría causado la pérdida del conocimiento y ocasionado la muerte anhelada.” (Talmage, Jesús el Cristo, 613).
Este artículo fue escrito originalmente por Andrew C. Skinner y es una adaptación del libro “Gethsemane” publicado originalmente por thechurchnews.com bajo el título “How Could Jesus Have Sweat Drops of Blood?”