Después de estar separados por un año, vi a mi guapo hijo caminando por una antigua plaza italiana. Corrí hacia él y me aferré a sus hombros. Las palabras que no había planeado decir salieron de mi boca.
“Regresa a casa”, le susurré. “Regresa a casa, regresa a casa”.
Harry no estaba de licencia militar. Él no se había escapado o sido secuestrado. Él era un misionero de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Lo extrañaba más de lo que imaginaba. Yo no era una mamá mormona y no podía entender qué había llevado a mi hijo menor a posponer su vida por dos años para enfrentarse a la soledad, a largas jornadas de trabajo, a insultos diarios y a una completa falta de interés en su mensaje de salvación. A pesar de que yo misma tenía una profunda fe por muchos años, este compromiso extremo me desconcertaba.
La búsqueda de algo nuevo
Harry había sido expuesto a muchas variantes del cristianismo. Su padre, Michael, y yo venimos de orígenes católicos, pero cada quien se alejó a otras iglesias. En su infancia, Harry y yo habíamos ido a una iglesia sin denominación, a una congregación de “volver a nacer”, a una iglesia evangélica presbiteriana, y finalmente a una iglesia metodista con Chuck, su padrastro y mi esposo, con quien me había casado cuando Harry tenía siete años.
En la escuela, Harry terminó regresando a la iglesia presbiteriana, la cual tenía un grupo grande y activo de jóvenes. Sin embargo, conforme [Harry] crecía, le molestaba que muchos de sus compañeros que decían tomar su fe en serio no lo hacían cuando llegaba la noche del sábado. Durante su primer año de la escuela secundaria, me dijo que quería explorar algo nuevo.
Por medio de un viejo compañero de fútbol, comenzó a salir con un grupo de mormones adolescentes y a visitar la iglesia mormona de su amigo Curt con mucha frecuencia. Chuck y yo no prestamos mucha atención hasta que [Harry] preguntó si podía ir por un fin de semana a un retiro para los jóvenes. Nos quedamos sorprendidos y un poco interesados, pero le dimos nuestro consentimiento.
Después del retiro, nos dijo que la cosa iba en serio. “¿Está bien si un obispo viene aquí a hablar con ustedes?”, preguntó. “Necesito que me den permiso antes de que pueda estudiar con sus misioneros”. Yo no sabía casi nada sobre la fe mormona, así que acepté la visita del obispo.
Cuando hablé con el obispo, tenía que preguntar, “Si Harry se convierte en mormón, ¿se separará de nosotros? ¿Se va a sentir que es un mejor cristiano?”.
Él explicó, “Convertirse a mormón sólo hará que Harry sea un mejor hijo, lo acercará a su familia”.
“¿Qué hay de ir a la misión?”, pregunté. “¿Es cierto que no pueden hablar con sus padres durante ese tiempo?”
“Muchos jóvenes mormones sirven una misión”, dijo. “Pero no es obligatorio”.
Le tenía miedo a la misión, pero los estrictos código de moral de la Iglesia me parecían buenos: no fumar, no beber alcohol, y no tener relaciones sexuales antes del matrimonio.
Cuando Chuck y yo le contábamos a nuestros amigos acerca de la exploración espiritual de Harry, las reacciones eran mixtas. Con demasiada frecuencia, nos daban un hecho extraño o idea errónea acerca del diezmo o la poligamia, del racismo o sexismo. En el lado positivo, mucha gente sabía acerca de los estándares de vida “limpia” de la Iglesia y nos felicitaron por anticipar menos problemas en la adolescencia.
La respuesta de un amigo judío mesiánico fue la más impactante: “Cuando leí tu nota que decía que Harry estaba explorando el mormonismo, de inmediato comencé a llorar, mi espíritu estaba tan afligido”. A pesar de las reacciones negativas, mi hijo era impresionante; defendía su decisión con cortesía y firmeza.
En poco tiempo, dos brillantes jóvenes misioneros le dieron las lecciones a Harry, lecciones que me fascinaron. Nada parecía formulado y ningún tema era incómodo. En el bautismo de Harry, la iglesia se llenó con familia y amigos de varias fes.
Estaba muy contenta con la elección de Harry. Vi a mi hijo terminar la escuela secundaria sin que el alcohol alimentara su diversión, con amigos fabulosos, y con Cristo en su corazón y en un póster en su pared. Al mismo tiempo, él seguía siendo el adolescente normal, que conducía demasiado rápido, que pasaba demasiado tiempo en el teléfono, y respondía a sus padres en ocasiones. Él hacía una mueca cada vez que le decía: “No creo que los buenos jóvenes mormones actúen de esa manera”.
Escucha la llamada
Hacia el final de su segundo año en la Universidad de Brigham Young, Harry anunció que iba a presentar sus papeles para la misión. Un nudo se formó en mi estómago pero respeté su decisión.
Cuando la carta de asignación llegó, reunimos a 25 personas en nuestra sala para ver a Harry abrir el sobre. A medida que leía en voz alta, nos enteramos que iría al norte de Italia: la misión de Milán.
Me emocioné un poco y sentí alivio. Estaba segura de que esto era una bendición personal de Dios para mí. Había temido tanto que fuera asignado a algún país del tercer mundo. Italia era la patria de mis abuelos y Harry y yo habíamos estado ahí. Yo había estado en Italia muchas veces, y habíamos tenido dos viajes familiares ahí: uno a Venecia y uno de Roma. Estaba segura de que (la mayoría de) los italianos cálidos lo recibirían y de que sería alimentado abundantemente.
En un día gris del mes de septiembre de 2006, “fuimos” al Centro de Capacitación Misional. Esa mañana, yo no fui el desastre emocional que esperaba ser. Estaba entumecida. Le había dicho a mi esposo que no viniera conmigo porque tenía miedo de cómo reaccionaría, y por alguna razón pensé que sería mejor para él que no me vea así. Sin embargo, me hubiera gustado que estuviera allí compartiendo esa experiencia conmigo. Este fue y será uno de los peores errores de mi vida.
Los discursos en el Centro de Capacitación Misional fueron chistosos y optimistas, pero a pesar del tono ligero, podía ver alrededor que yo no era la única que sentía tristeza. Cuando llegó el momento de separarme de Harry, agarré sus manos y las sostuve con fuerza hasta que absolutamente tuve que dejarlas ir, dedo a dedo. Entonces simplemente vi a mi hijo alejarse.
De vuelta en Maryland, mi entumecimiento se convirtió en un sollozante desastre y luego en una miseria leve. A veces decía el nombre de Harry en la casa, imaginando que estaba en su habitación. Cuando sacaba a pasear al perro, sentía una brisa cálida y me imaginaba que esa brisa cruzaría el Atlántico para tocar su mejilla.
Pero había sentido algo poderoso en el Centro de Capacitación Misional y cuando volví a casa, le dije a Chuck que por primera vez me preguntaba cómo esta iglesia no podía ser la verdadera. Él estaba más que sorprendido. Yo había dicho al comienzo de nuestra experiencia con Harry que, aunque no me oponía a la decisión de mi hijo, nunca me convertiría en una mormona.
Durante los dos años de misión, Harry y yo intercambiamos largos correos electrónicos semanales, pero las llamadas telefónicas sólo eran permitidas en la Navidad y en el Día de la Madre. Como lo extrañaba cada vez más, me prometí hacer todo lo posible para verlo.
Los presidentes de misión no pueden evitar que los padres vean a sus hijos, pero la mayoría de los padres de los misioneros son miembros de la iglesia y están familiarizados con las reglas. El no ser miembro me dio el valor de preguntar repetidamente.
Cada vez que escribía, recibía una llamada compasiva de un presidente de la misión que me decía por qué las visitas de los padres eran una mala idea. Esto podría distraer a mi hijo y ponerlo en desequilibrio. Podría afectar a otros misioneros haciéndoles que se pregunten por qué ellos no podían ver a sus padres también. Aunque escuché, no pude ignorar mi inmensa necesidad de ver a mi hijo y finalmente obtuve el permiso.
Nos encontramos en Bérgamo, en medio de unas vacaciones en Italia con Chuck. Harry trajo otros siete misioneros para que nos acompañaran a comer gelato. Lloré con culpa cuando vi sus caras sonrientes y dulces y les dije que esperaba que mi presencia no los pusiera tristes. Todos ellos insistieron que estaban felices de conocerme y que entendían mi sufrimiento.
“Fue maravilloso verte”, dijo Harry en un correo electrónico. “Te extraño”, escribió, “pero sé dónde se supone que debo de estar”.
Aprendí que aunque el tiempo pasa, no necesariamente vuela. El cerezo floreció, las hojas de oro vibrante cayeron de los árboles, y las nieve cayó y se amontonó. Por fin, se cumplieron los dos años. Preparé su habitación: Colgué nuevos pósters de los lugares en los que él había servido, puse cargar su celular, y abrí las ventanas para dejar que el aire fresco se llevara el vacío.
Nuestra reunión se produjo en el aeropuerto internacional de Dulles, donde mi hijo de 22 años corrió con los brazos abiertos y abrazó a su padre, a su padrastro, y a la familia y a los amigos que pudieron estar ahí.
Harry recuperó el sueño perdido tomando una siesta cada vez que podía, pero se levantaba a tiempo para cumplir con sus cosas. Aunque este nuevo signo de madurez no tenía que sorprenderme, yo estaba sorprendida. Escucharlo hablar por teléfono en un perfecto italiano me daba una alegría profunda, me recordaba a mis abuelos hablando por la casa durante mi infancia.
Una experiencia conmovedora interna
Alrededor de un año después de que Harry regresó, tuve la oportunidad de conocer a un miembro del Quórum de los Doce Apóstoles. Le pregunté: “¿Cómo le explica a la gente cómo hace para que decenas de miles de hombres y mujeres jóvenes tomen una larga pausa en sus vidas para realizar una misión?”
“Es muy simple”, dijo. “Ellos saben. Ellos saben que es verdad. Uno no le puede decir a los chicos de 19 años de edad que tienen su propio carro y una novia, y están pasando por el mejor momento de sus vidas, que renuncien a todos y sirvan una misión a menos de que ellos sepan que es verdadero, que el Libro de Mormón es la palabra de Dios. Ellos no podrían sobrevivir [en el campo misional] si no lo supieran”.
Las palabras de ese hombre se quedaron grabadas en mi cabeza, mi corazón y en mi alma. Me puse a pensar cómo la misión había formado a mi hijo y cómo la experiencia me cambió, para siempre y para mejor.
Hubiera sabido que las vibraciones en mi interior cuando estaba en el Centro de Capacitación Misional eran claramente no relacionadas con la ansiedad de separación. Había escuchado activamente cuando Harry aprendía acerca de la Iglesia. Después estar presente en una lección, me di cuenta que estaba haciendo tantas preguntas que los misioneros se dirigían más a mí que a Harry. Durante las siguientes lecciones, me quedaba en la cocina, donde podía escucharlos en el comedor mientras hacía la cena. Cuando la curiosidad se apoderaba de mí, entraba y me retiraba tan pronto ellos respondían mi pregunta.
Cuando Harry estaba en su misión, tuve lo que yo llamo mi “experiencia de Moisés“. Una fresca tarde de octubre, estaba en un picnic en nuestra iglesia metodista, donde pasé mucho tiempo hablando con dos hombres mormones que tenían una compañía en Salt Lake City que había creado nuestro nuevo campanario. Uno de ellos había servido su misión en el norte de Italia, donde Harry estaba justo en ese momento, y realmente hablamos mucho sobre eso.
Cuando manejaba de regreso, recibí este mensaje: “Tú sabes que es verdad, tu corazón salta cuando hablas con ellos”. No fue una voz como en la película de Moisés, pero fue una voz positiva que no era de mi propias reflexiones. Firmemente guardé este milagro en mi interior durante bastante tiempo, para no incomodar a Chuck, que no pensaba de la misma manera. Él tenía cuidado con mi atracción frecuentemente declarada de la felicidad y la paz extraterrenal que, para mí, los mormones irradiaban. Él sabía que yo siempre estaba buscando, [él sabía que yo era] una metodista inquieta que había sido criada en las iglesia católica y que había estado en la congregación de volver a nacer y que era feliz en una iglesia presbiteriana evangélica antes de conocerlo.
Mi “experiencia de Moisés” que me decías que esta iglesia era verdadera me hizo sentir reconfortada y bendecida, pero curiosamente no tenía la sensación de urgencia. Me acerqué a mi propio camino espiritual sin resultados por más de un año, me reuní con los misioneros, Me acercaba y retrocedía. Me gustaba leer el Libro de Mormón de un tramo y luego ponerlo a un lado.
Cuando Harry volvió a la Universidad de Brigham Young, él me apoyaba pero también era sensible a las preocupaciones de Chuck y de mi necesidad de tener mi propia conclusión. Tuve algunos momentos conmovedores en el alma cuando oraba con amigos mormones. Siempre pensé que había leído el Libro de Mormón con verdadera intención, pero en una reunión con los misioneros en la casa de un amigo, me di cuenta que no tenía verdadera intención: no había estado lista para actuar.
Dando vueltas en esta pista espiritual, sabía que mi principal obstáculo era que cualquier victoria que alcance tenía que honrar mi matrimonio. Chuck no tenía nada en contra de los miembros o de la Iglesia. Tenía amigos mormones y se sentía cómodo en los servicios y eventos mormones, pero era comprensible de que temiera cómo y cuánto nuestra vida cambiaría si yo me convertía.
A pesar de todo, cada vez que tenía inquietudes sobre algún punto de la teología mormona o sobre mi travesía en general, yo recordaba que era una seguidora de Cristo, y que Cristo me estaba guiando. Aunque mi camino era inconsistente, generalmente me sentía torturada por mi incapacidad para comprometerme.
Esto se convirtió en un problema, tanto así que Chuck y yo tuvimos que ir a terapias de parejas. Trabajamos diligentemente para navegar la aguas que yo estaba agitando. Me reuní con nuestra pastora de la congregación, quien me animó a tomar mi camino revolucionario. Ella dijo: “No estás aquí en la tierra para hacer sentir bien a tu esposo”. Todo eso estaba muy bien, pero yo estaba muy agradecida por mi fuerte unión matrimonial que no quería correr el riesgo de dañarla.
En la primavera siguiente, Chuck y yo pasamos tiempo en New Hampshire con su hermano que estaba a punto de morir. Después, fui a la iglesia Metodista para asistir a un servicio especial de adoración contemplativa. Tuve la oportunidad de pensar en paz en una habitación iluminada con velas llena de personas tranquilas y centradas. Durante media hora en silencio, tuve una revelación: yo no tenía que elegir un camino u otro.
Poco después, le dije a Chuck que si yo recibiera un diagnóstico similar al de su hermano, mi mayor pesar sería no resolver mi inquietud espiritual. Él entendió, entendió muy bien, y sentí que era seguro seguir adelante.
Rápidamente me reuní con el obispo y le pregunté si yo podía bautizarme si tenía la intención de asistir la mitad del tiempo y alternar domingos para asistir a la otra iglesia con Chuck. Él dijo que no veía por qué no y dijo enfáticamente: “Tu matrimonio está primero”.
El verano pasado, mi hijo, el misionero retornado, me bautizó mientras mi hijo mayor y mi esposo sonreían, entre los tantos amigos que jugaron un papel decisivo en mi búsqueda. A pesar de toda la angustia que estuvo presente en mi decisión, me ha ido muy bien en mi primer año como miembro de la Iglesia.
La validación del tiempo perfecto de Dios se puede encontrar en mi matrimonio feliz. Pueda que esto no diga mucho de mí, pero no he cambiado tan drásticamente y eso no ha sacudido mi unión matrimonial. Le prometí a Chuck que no trataría de convertirlo. Respeto su fe y estoy muy feliz de ser capaz de vivir la mía.
Cuando la gente me pregunta qué es lo que me llevó a esta decisión, les digo que primero me enamoré de los mormones, luego, me embarqué en mi viaje de la búsqueda. Pasó al revés y así llegué a creer que José Smith era un profeta y que el Libro de Mormón es verdadero. Una declaración que escuché de un reciente converso y que se quedó para siempre en mi corazón fue: “Unirme a esta iglesia fue como caer en el cielo”.
En lugar de estar confundida y afligida, ahora disfruto de asistir a los servicios en ambas iglesias. Mi alma está en paz porque siento que mi Padre Celestial está conmigo dondequiera que esté.
Este artículo fue escrito originalmente por Ann Cochran y fue publicado en ldsliving.com, con el título como “Methodist Mom: How My Son’s Mormon Mission Changed My Life”
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