Entre ruidos de la ciudad, muchas historias pasan por desapercibidas, pero a veces en medio de lo cotidiano, hay momentos que valen la pena al detenerse a mirar. 

Eso fue lo que ocurrió en una esquina cualquiera, cuando dos misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días hicieron algo que parecía insignificante, pero que para muchos, fue un poderoso recordatorio de bondad.

Un joven en medio de la vereda y con el brazo enyesado, no podía moverse con facilidad, ni atarse los zapatos, por más que lo podía, no lo lograba. 

Muchas personas pasaron y no hicieron caso a lo que estaba pasando por la persona, por lo que después de varios asistentes se cruzó con dos misioneros que caminaban en la misma dirección.

Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

Sin hacer preguntas, uno de ellos se detuvo y le ofreció ayuda. Se agachó, tomó el cordón suelto del zapato y empezó a atarlo con calma. Su compañero, de pie, observaba con una sonrisa serena, quizás acostumbrado a ver ese tipo de actos en su día a día.

 Ambos llevaban sus mochilas negras, sus placas de misioneros al pecho, y una actitud que hablaba más que mil palabras.

Podrían haber seguido de largo. Podrían haber fingido no ver. Pero eligieron detenerse. Eligieron servir.

El gesto duró apenas un par de minutos, pero dijo mucho: que aún existen personas que ven al prójimo; que ayudar no siempre requiere tiempo, dinero o grandes esfuerzos; que el discipulado real se vive en las calles, en los detalles, en lo que no se publica, pero transforma.

Cuando el pasador estuvo listo, el misionero se levantó. El joven sonrió, agradecido, y ambos intercambiaron unas palabras breves. 

Nada más. 

Imagen: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días

No hubo discursos, no hubo evangelización forzada, solo servicio el que nace del corazón. Del que no busca aplausos.

La escena, captada por alguien que estaba cerca, comenzó a circular en redes sociales, y no tardó en conmover a cientos. No por lo grandioso del gesto, sino por su sencillez. Porque recordaba que el evangelio no solo se predica, también se vive. Y muchas veces, se vive mejor cuando no se dice nada.

Ese día, el joven del yeso volvió a caminar con su zapato bien amarrado y, quizás, con el corazón un poco más liviano. Y los misioneros siguieron su camino como siempre, probablemente en busca de alguien más a quien servir.

En un mundo tan necesitado de empatía, este tipo de momentos nos recuerda que hay luz. Que hay bondad. Y que a veces, para cambiar el día de alguien, basta con agacharse, mirar a los ojos y atar un pasador.

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