Mi esposo está sirviendo como un líder de barrio por tercera vez.
La primera vez fue como obispo, la segunda como presidente de rama y actualmente sirve como obispo.
No fui de esas esposas que “nunca se quejaban” del tiempo que mi cónyuge pasaba fuera de casa. Lo confieso, solté una que otra queja.
Pero finalmente me di cuenta de que su servicio ya era lo suficientemente difícil sin que yo lo molestara en casa, y tuve que aprender a apoyar incondicionalmente a mi esposo en sus diferentes llamamientos en la Iglesia.
Cargas adicionales
Cuando Julián sirvió por primera vez como obispo, teníamos hijos pequeños. Lo más difícil fue asumir esa responsabilidad los domingos mientras que yo tenía que lidiar con cada uno de ellos para que puedan ir a la Iglesia.
En medio de nuestras citas semanales, frecuentemente lo llamaban y teníamos que acortar nuestras salidas. Pasaba mucho tiempo en reuniones, en la computadora y en el teléfono, dejándome a cargo de los niños.
Sus días de vacaciones se usaban en campamentos de las mujeres jóvenes, excursiones, PFJ u otras actividades de la Iglesia.
Solucionamos las dificultades de nuestro matrimonio de distintas maneras, estas son soluciones temporales, pero evitaban que me afectaran.
Por ejemplo, a veces, mi esposo llevaba a uno de los niños con él en sus visitas, lo que aligeró mi carga.
Limitaba los días que programaba entrevistas a los domingos y un día durante la semana. Y como tenía consejeros capaces para ayudarlo, él podía tener un tiempo adecuado para nosotros, su familia.
Sentimiento de exclusión
Más agotador que el estrés físico fue la tensión emocional en nuestro matrimonio. Estábamos acostumbrados a compartir todo entre nosotros y, de repente, tenía un mundo de preocupaciones que no me conciernen.
Compartir nuestras cargas y aconsejarnos mutuamente había sido una de las formas en que nos unimos como pareja.
De repente, él compartía sus cargas con sus consejeros y sentí que ya no me necesitaba.
Afortunadamente, un sabio presidente de estaca le aconsejó que “usara a su esposa como su tercer consejero”.
El presidente de estaca fue un pionero en reconocer el valor de incluir el punto de vista femenino en las decisiones de la Iglesia, este consejo ayudó enormemente a nuestra relación.
Julián no compartía los nombres de las personas del barrio que le preocupaban, pero podía compartir la situación para que pudiéramos aconsejarnos eficazmente juntos.
Esto no solo me ayudó a sentirme parte de su vida nuevamente, sino que aligeró su carga y le ayudó a encontrar soluciones que desesperadamente necesitaba.
Le aseguré que era buena guardando confidencias. Aunque no conocía los nombres de las personas a las que ayudaba, me negaba a compartir lo que hablábamos con alguien más que mi esposo. Él podía estar seguro de que yo era un “espacio seguro”, que guardaría sus confidencias bajo llave y nunca las revelaría.
El secreto definitivo de nuestro éxito
El mayor descubrimiento que hicimos, y el cambio que ha definido nuestro servicio en la Iglesia, fue cuando ambos nos preocupamos igualmente por nuestro rebaño.
Sus ovejas se convirtieron en mis ovejas, las personas que él amaba se convirtieron en las personas que yo amaba.
Ya no iba a cumplir “su llamamiento”, decidimos que siempre que él sirviera sería “nuestro llamamiento”.
En un barrio, me llamaron a servir como maestra de Seminario, ministrando a los mismos jóvenes durante la semana que Julián ministraba los domingos.
En otra ocasión, él me llamó para enseñar la clase de Escuela Dominical de jóvenes, para poder enseñar a nuestros jóvenes los dos domingos en los que no estaban en sus clases de Cuórum o Mujeres Jóvenes.
Cuando iba a visitar a una nueva familia en el barrio, me invitaba a ir con él para que pudiéramos conocerlos juntos, cuando alguien quería una entrevista en un día diferente a los que había reservado para entrevistas, los invitaba a venir a nuestra casa donde yo podía sentir su espíritu y apoyar su necesidad.
Juntos lloramos con los que lloraban y consolamos a los que necesitaban consuelo.
Una noche estábamos en una cita y una madre del barrio llamó diciendo que había peleado con su hijo adolescente y que él se había ido a la casa de su novia.
Sugerí que dejemos el restaurante inmediatamente y busquemos al chico, llegamos a la casa de la novia y encontramos a la pareja en una situación muy comprometedora.
El joven vino con nosotros y se quedó en nuestra casa unos días hasta que él y su madre pudieron reconciliarse.
Cada uno de los miembros eran mis ovejas, al igual que las de Julián.
Bendecidos como líderes de misión
El valor de servir juntos nos permitió realmente disfrutar nuestro tiempo como líderes de misión.
Durante tres años estuvimos “pegados”, pasábamos todos los días juntos en reuniones de distrito, conferencias de zona, bautismos, haciendo traslados y visitando investigadores, nos sentimos más unidos que nunca en nuestro matrimonio.
A veces, un misionero pedía si yo podía estar presente en una entrevista que había programado con el presidente de misión. A veces, un compañerismo de misioneros pedía una entrevista conmigo.
Julián y yo siempre nos conversábamos juntos en consejo sobre estos misioneros y el Espíritu nos inspiraba a ambos sobre cómo podíamos ayudarles mejor.
Una de las lecciones más valiosas que aprendimos sobre servir juntos fue el poder del estudio de las escrituras en pareja. Ambos las conocíamos bastante bien y frecuentemente recibíamos revelación personal cuando leíamos por nuestra cuenta.
Sin embargo, repasar las lecciones de “Ven, Sígueme” juntos nos ha llevado a conversaciones fascinantes y descubrimos que podemos aprender aún más cuando consideramos el punto de vista del otro.
Cuando fue llamado como obispo por primera vez, algunas personas ofrecieron sus felicitaciones y otras ofrecieron sus condolencias.
Aquellos que ofrecieron condolencias quizás no sabían qué gran privilegio es amar a las mismas ovejas y servir al mismo rebaño, la oportunidad de apoyarnos mutuamente en nuestros diversos llamamientos y de acercarnos más como pareja ha hecho que el servicio en la Iglesia sea una bendición en lugar de una carga.
Fuente: Meridian Magazine