La vida es mucho más injusta de lo que creemos o podemos reparar. Al ver noticias, redes sociales o debates políticos, las opiniones sobre nuestros derechos y quién está detrás de su amenaza parecen incesantes.
Vivimos en un ambiente polarizado: cada lado busca enemigos y señala culpables, creando una separación cada vez mayor.
A medida que tratamos de corregir las injusticias percibidas, terminamos alejándonos. Nos distanciamos de quienes piensan diferente, creando cámaras de eco que carecen de los desafíos y la comprensión necesarios para el crecimiento personal.
Nos cuesta interactuar con personas cuyas elecciones y opiniones son distintas a las nuestras, olvidando que el costo de esta separación es mucho mayor que el de enfrentar y resolver los conflictos.
Según “BMC Medicine” en noviembre de 2023 reveló que el riesgo de mortalidad temprana aumenta un 39% entre quienes se aíslan de familiares y amigos. Esta estadística es un claro recordatorio de los efectos de la soledad y el impacto en nuestra salud física y emocional.
En una conversación reciente con una amiga que investigaba sobre matrimonios fallidos, coincidimos en que una de las principales razones por las que las relaciones se rompen es porque muchas personas esperan que sean fáciles.
La verdad es que compartir la vida con otros no es sencillo, pero es mucho más difícil vivir en aislamiento.
Distanciarnos de aquellos que desafían nuestras ideas nos lleva a consecuencias graves: el vacío de relaciones que deberían fortalecernos, tanto en los momentos de apoyo como en los de diferencias.
No es la ausencia de conflicto, sino el aprendizaje de cómo enfrentarlo, lo que fortalece nuestras relaciones. En lugar de eliminar las dificultades de las relaciones, debemos sumergirnos más en los vínculos que nos liberan, en la importancia de la compañía, aunque cueste.
Con estos principios en mente, una historia personal cobra vida: durante mi adolescencia, mi familia hospedó a Sule, una estudiante de intercambio musulmana de Bélgica.
Aunque nuestras creencias diferían en aspectos fundamentales, desarrollamos un respeto profundo por nuestras convicciones mutuas. Sule y yo no necesitábamos estar de acuerdo en todo para ser amigas; de hecho, nuestra amistad se fortaleció a través de nuestras diferencias.
Esta experiencia me enseñó que las relaciones no están destinadas a ser fáciles, sino a ser significativas. Las creencias profundas y personales pueden coexistir con respeto y aprecio, siempre que haya amor y voluntad de entender.
Si bien mi religión es importante para mí, reconozco que nadie tiene todas las respuestas, y Dios nos llama a ser uno, sin importar nuestras diferencias.
El presidente Russell M. Nelson ha enseñado maneras de lidiar con las diferencias de opinión sin caer en la contienda, enfatizando el amor, la humildad y la orientación del Espíritu.
A través de estos principios, podemos vivir la verdadera caridad, el antídoto contra el conflicto. Esta es la esencia de ser pacificadores: no es ignorar nuestras creencias, sino actuar con amor incluso cuando surgen desacuerdos.
Las relaciones familiares son las más profundas y, aunque exigen trabajo y sacrificio, ofrecen una oportunidad única de felicidad y unidad.
En tiempos modernos, parece que muchas personas ven las relaciones como una carga o una amenaza a la libertad. Se habla de derechos, de libertades individuales, y se intenta reemplazar los lazos humanos profundos con la validación superficial de redes sociales y políticas.
Nos preocupamos tanto por proteger nuestra independencia que perdemos la oportunidad de experimentar el amor genuino que solo las relaciones comprometidas pueden brindar.
La sociedad parece temer el compromiso, especialmente en temas familiares. Hay quienes ven el tener hijos como una limitación de su vida o temen al matrimonio. Sin embargo, no son estos vínculos los que nos limitan; más bien, es el egoísmo y la falta de compromiso lo que amenaza nuestra felicidad a largo plazo.
Es cierto que las relaciones no son fáciles, y ser padre o madre puede ser un desafío. Pero el precio de la responsabilidad hacia otros es mucho menor que el costo de la amargura y el aislamiento.
Nuestra verdadera prosperidad no viene de la búsqueda egoísta de derechos individuales, sino de poner a los demás primero y aceptar las responsabilidades que conlleva amar y cuidar.
Si queremos ver cambios en nuestra sociedad, necesitamos el valor de poner a Dios y a los demás en el centro de nuestras vidas. Dios nos llama a amar y a ser pacificadores, a ver a cada persona como un ser valioso, digno de nuestro respeto y compasión.
Como dijo Cristo:
“Bienaventurados son todos los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (3 Nefi 12:9).
Fuente: Meridian Magazine
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