El presidente Henry B. Eyring es conocido por su liderazgo, pero millones de personas ignoran algo fundamental en su vida: su arte.
Desde 1979 ha pintado más de mil acuarelas pequeñas, cada una nacida de un sentimiento, un recuerdo o una impresión espiritual. Para él, la pintura no es un pasatiempo; es una forma de recordar, de sentir y de buscar al Señor.
Su historia artística comenzó en un día común de playa en Hawái, cuando sufrió una lesión en la espalda mientras surfeaba.
Incapaz de volver al mar, compró unas acuarelas económicas para ocupar el tiempo y pintó la vista que tenía desde la camioneta mientras sus hijos seguían en el agua. No lo sabía entonces, pero ese instante marcaría el inicio de una práctica que lo acompañaría toda su vida.
A partir de ese día adoptó el hábito de pintar casi a diario. Nunca buscó exhibirse ni formar una carrera artística. Su propósito era guardar emociones antes de que se desvanecieran.
En varias ocasiones comentó que no se consideraba un artista, sino alguien que intenta preservar una memoria antes de que se escape.
Las obras que crea suelen ser pequeñas, casi del tamaño de una mano. Usa colores suaves, mucha agua y trazos breves. Trabaja rápido, antes de que la emoción pierda fuerza.
En su caso, la acuarela se convierte en un lenguaje espiritual que mezcla lo que observa, lo que siente y lo que desea guardar. Es un diario visual hecho de luz y agua.
Aproximadamente la mitad de sus pinturas muestran océanos o barcos, y esto tiene una razón profunda. Su esposa, Kathleen, amaba el mar, y ambos navegaron juntos en varias etapas de su vida.
Las olas, las velas y los cielos despejados terminaron siendo un símbolo íntimo de su relación. Cuando ella empezó a perder la memoria, él continuó pintando barcos para proteger esos recuerdos compartidos.
En entrevistas ha explicado que cada pintura está unida a su esposa. No captura solo un lugar, sino una emoción. En ocasiones recreaba la sensación de estar con ella en un bote, escuchando el viento o viendo el atardecer. Ese acto lo acercaba a lo que más atesoraba.
Durante los últimos años de su esposa, el arte se convirtió en consuelo. Mientras ella lo observaba sin recordar del todo, él pintaba para sostener lo que el tiempo intentaba borrar.
Sus acuarelas se transformaron en un puente entre el pasado y la esperanza eterna, una forma silenciosa de decir: “Esto sigue vivo dentro de mí”.
En una exposición temporal dedicada a sus obras, él mismo se emocionó al verlas reunidas. Mencionó que cada una guardaba un “tiempo dulce”.
No esperaba que el público evaluara la técnica; su deseo era que su familia, especialmente sus hijos, pudiera volver a esos momentos con solo mirar una imagen.
Su proceso artístico también habla de su espiritualidad. Considera que la memoria es un don divino. Cuando toma un pincel, intenta captar no solo lo que ve, sino el mensaje detrás de la escena.
A veces una pintura surge de una impresión espiritual recibida en la oración; otras, de una emoción que no quiere olvidar. Para él, el arte es revelación personal.
Todas sus acuarelas están guardadas en cajas y cuadernos. Muchas nunca serán expuestas, porque no fueron creadas para un museo, sino para su corazón.
Aun así, quienes las han visto coinciden en algo: transmiten paz. Hay luz, calma y una sensación de cercanía. Sus pinturas no solo representan lugares, sino una certeza profunda: Dios está cerca.
Hoy, más de cuarenta años después de su primera acuarela, el presidente Eyring continúa pintando. No busca perfección, sino memoria. Tampoco busca reconocimiento, sino Espíritu. Y, en cada trazo, busca a su esposa. Así deja un testimonio silencioso de que el amor y la fe pueden sobrevivir al tiempo.
Fuente: Deseret News
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