En medio de un devocional de misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, un momento distinto captó la atención: decenas de jóvenes se levantaron para entonar con fuerza el himno «La Batalla de la República».
Lejos de ser un espectáculo, la escena mostró energía, camaradería y un entusiasmo contagioso que sorprendió a más de uno.
Un ambiente cargado de ritmo
El himno no es desconocido. Se trata de una pieza que, aunque tiene raíces históricas en los Estados Unidos, se ha convertido en un canto adoptado en muchos países.
Su ritmo marcial y repetitivo lo hace fácil de seguir, lo cual explica por qué se proyectaba en una pantalla grande, con la letra visible para todos.
Una hermana misionera tomó la batuta improvisada al frente, marcando el compás con un himnario en la mano, mientras el resto respondía al unísono.
Desde las primeras notas, los misioneros se pusieron de pie, algunos todavía ajustándose la corbata o el saco. La instrucción era clara: cantar con fuerza.
El eco en el salón, con paredes de madera y bancas largas, multiplicaba la potencia de las voces, generando un ambiente que más parecía un ensayo de coro que una reunión regular.
La fuerza de lo colectivo
Más allá del canto mismo, lo que destacó fue la dinámica de grupo. Nadie se quedó atrás. Los misioneros formaron filas, se pusieron hombro con hombro y hasta se enlazaron con los brazos.
El movimiento fue espontáneo, como si la música misma empujara a estar más cerca. Esa imagen, corbatas de colores, vestidos sencillos, placas de identificación brillando bajo la luz del salón, reforzaba la idea de comunidad.
La interpretación no buscaba perfección musical. No había partituras individuales ni voces divididas en secciones de soprano, tenor o bajo. Lo que primó fue la potencia grupal, la sensación de estar todos en la misma página, siguiendo una letra que repetía mensajes de victoria y esperanza.
Un cierre con eco
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Cuando el último “¡Gloria, gloria, aleluya!” resonó, el ambiente se quedó con un eco curioso: mezcla de triunfo y camaradería. Los misioneros se soltaron de los hombros, algunos rieron, otros intercambiaron miradas de complicidad.
La reunión continuó y para los presentes, el momento quedó marcado como un recordatorio de lo que significa cantar juntos: no solo repetir palabras, sino dejar que el sonido colectivo hable por ellos.
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