El siguiente artículo se basa en el relato de Vilmar Souza.
Mis padres nacieron en Piauí y, debido a que siempre trabajaron en la industria de la construcción, vivieron en diferentes lugares de Brasil.
Durante uno de esos traslados, mientras estaban en Belém do Pará, mis padres conocieron la Iglesia de Jesucristo y se bautizaron. Tiempo después, decidieron vender todas sus pertenencias y mudarse a São Paulo para poder sellarse en el templo.
Desde entonces, se mantuvieron siempre fieles a sus convenios con el Señor, sirvieron en la Iglesia y contribuyeron al crecimiento y división de varias ramas en la capital de São Paulo. El gran sueño de mis padres era servir juntos en una misión después de criar y educar a mis hermanos y a mí.
Como lo expresó el presidente Spencer W. Kimball:
“Quizás el matrimonio eterno sea la decisión más crucial de todas y posee un efecto más amplio, puesto que no solo se relaciona con la felicidad inmediata, sino con el gozo eterno. Afecta tanto a las dos personas involucradas como a las familias de cada una y, sobre todo, a sus hijos y a los hijos de sus hijos por muchas generaciones”. (“Oneness in Marriage”, Ensign, marzo de 1977).
La decisión de mis padres claramente impactó mi vida y la de mis hermanos. Crecí con un fuerte testimonio del evangelio, serví en una misión de tiempo completo y me casé en 2013.
La peor semana de mi vida
En 2020, en medio de la pandemia y sirviendo como consejero en el obispado, pasé por una de las mayores pruebas de mi vida. A finales de 2020, mi padre comenzó un tratamiento para la meningitis criptocócica, y a principios de febrero de 2021 se le dio de alta.
Durante el tratamiento, mi padre contrajo COVID en el hospital, y una semana después de su alta, mi madre, que estaba cuidando de mi padre, también tuvo que ser hospitalizada porque había contraído COVID y su estado solo empeoró.
El 20 de febrero, después de varios días en el hospital, mi madre me llamó y me pidió una bendición. Esa misma semana, mi obispo estaba hospitalizado y me había dado cuatro asignaciones para cumplir. Le expliqué que necesitaba cumplir con la solicitud de mi obispo y que la visitaría tan pronto como terminara.
A lo largo del día, me llamó diciendo que se sentía mejor y que sería muy tarde para que la visitara. Habló sobre lo serios que eran mis compromisos y cómo, al vivir en ciudades diferentes, sería difícil para mí poder ir a verla.
Me dio algunas indicaciones personales y me pidió que cuidara de mi padre y de mis hermanos. Me dijo:
“Ya es mi hora y sé que tengo un propósito mayor que cumplir, y el Salvador me necesita”.
Una vez más, reiteró que su sueño era servir en una misión con mi padre.
Al día siguiente, cuando llamé al hospital, me dijeron que estaba en coma, en estado crítico y que no estaba respondiendo al tratamiento. El martes, falleció.
Una despedida inesperada
En medio de todos los trámites tras la partida de mi madre, mi padre tenía una cita de rutina debido a su tratamiento y tuvo que tomar algunos medicamentos fuertes que lo dejaron desorientado. Estaba completamente ajeno a lo que había sucedido.
El miércoles, 25 de febrero, realizamos un breve velorio y luego la enterramos.
Fue hasta el jueves, ya sin los efectos de los medicamentos y aún con poca conciencia de los que pasaba cada día, que mi padre recordó que había asistido en un evento y echó de menos a mi madre.
Le expliqué lo que había sucedido, la conversación que tuve con ella el sábado y noté que sintió mucho la muerte de su querida esposa.
Después de algunos minutos llorando, me llamó y me preguntó si estaba bien, si mis hermanos estaban bien y me pidió que reuniera a nuestra familia para un almuerzo de despedida el viernes.
Le pregunté por qué quería ese almuerzo, y me dijo que su misión ya estaba cumplida y repitió las mismas palabras de mi madre sobre su deseo de servir en una misión juntos. Sus palabras fueron:
“Ella ya se fue, así que creo que yo partiré en los próximos días”.
Almorzamos en familia y después de eso, mi padre quiso quedarse en casa para descansar. No cenó y dijo que el sábado saldríamos a dar un paseo.
Cuando lo desperté el sábado, pidió ayuda para levantarse, me dijo que me amaba, me preguntó si no necesitaba nada más y, al escuchar mi respuesta, me pidió un abrazo y se fue para reunirse con mi madre.
En busca de respuestas
Después del fallecimiento de mis padres, caí en depresión y desarrollé ansiedad. No entendía cómo, a pesar de ayunar mucho, estudiar las Escrituras y orar, seguía pasando por eso.
Perdí el rumbo. Me alejé de mi llamamiento y de otras asignaciones en la Iglesia. Lo único que quería era encontrar respuestas.
Con el tiempo, las respuestas surgieron en las Escrituras, los discursos de conferencias y las palabras de los profetas vivientes. Como soy un atleta profesional de jiu-jitsu, puedo decir que el deporte también me ayudó a recuperar mi salud mental.
Hoy en día, mi testimonio del plan de salvación y nuestros convenios en el templo es aún más fuerte. Sirvo como obispo en mi barrio, sigo entrenando y participando en campeonatos de jiu-jitsu, y sé que mis padres están sirviendo en una misión juntos.
He tenido algunas experiencias especiales y sagradas con ellos, incluso estando en lados diferentes del velo.
Cuando pienso en todo lo que mi familia y yo hemos pasado, siempre recuerdo esta escritura en Doctrina y Convenios 58:1-3:
“Escuchad, oh élderes de mi iglesia, y dad oído a mi palabra, y de mí aprended mi voluntad en cuanto a vosotros, y también concerniente a esta tierra a la cual os he mandado.
Porque de cierto os digo, bienaventurado es el que guarda mis mandamientos, sea en vida o muerte; y el que es fiel en la tribulación tendrá mayor galardón en el reino de los cielos.
Por lo pronto no podéis ver con vuestros ojos naturales el designio de vuestro Dios concerniente a las cosas que vendrán más adelante, ni la gloria que seguirá después de mucha tribulación”.
Fuente: Maisfe