La evidencia de la preservación divina en el contexto de la guerra es irrefutable para aquellos que poseen sensibilidad espiritual. Dios está con nosotros en todo momento y más en tiempos de conflicto.
Hoy compartimos contigo dos relatos de soldados Santos de los Últimos Días que percibieron la mano del Señor para preservar sus vidas en medio de la guerra.
Don Carlos Bloomfield
Segunda Guerra Mundial, Pacífico, Ejército
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Los prisioneros de guerra de los japoneses sufrieron un trato horrendo a manos de sus captores y Don no fue la excepción.
Su comida era precaria. Comían un tipo de “rábano” japonés que se preparaba en una especie de sopa acuosa con muy pocos nutrientes. Si tenían suerte, en ocasiones, les tocaba un trozo de pescado.
Tenían poca o ninguna atención médica. Don sufrió de malaria varias veces además de otros problemas de salud. No tenía la ropa apropiada, especialmente en Japón, donde trabajaba con un frío extremo en una carbonería, paleando y transportando carbón.
Como ejemplo del trato inhumano que sufrieron, los prisioneros en el viaje a Japón fueron hacinados como ganado en la bodega del barco sin instalaciones sanitarias, comida o agua. Algunos sobrevivieron bebiendo su propia orina.
Debido a las privaciones y la enfermedad, la salud de Don se deterioró y murió poco más de un año después de regresar a los Estados Unidos. Murió seis semanas antes de que naciera Candace, su pequeña hija.
A su regreso, Don habló de su “experiencia cercana a la muerte”. Había tenido malaria y lo habían puesto en la “tienda de los muertos”. Los japoneses tenían dos tiendas grandes: una para los enfermos y otra para los muertos.
Don dijo que su espíritu había dejado su cuerpo y se había ido al “otro lado”, donde rogó a “los que estaban a cargo” que le permitieran volver a la vida el tiempo suficiente para volver a los Estados Unidos y poder ver a sus seres queridos una vez más.
Lo siguiente que supo fue que estaba caminando fuera de la tienda para los muertos.
El guardia japonés le dijo: “¿Qué haces aquí? Estas muerto”. Él respondió: “No estoy muerto”.
Conde Catmull
Segunda Guerra Mundial, Pacífico
Las Autoridades Generales de la Iglesia recomendaron que todos los jóvenes dignos de 18 años en adelante obtuvieran sus investiduras antes de comenzar su servicio militar.
En consecuencia, cuando llegué por primera vez a Salt Lake desde Idaho, llamé al templo para saber a qué hora abriría a la mañana siguiente.
Me informaron que cerraría después de la última sesión de esa noche y que permanecería cerrado por limpieza durante un tiempo.
Les conté que se suponía que debía ir al templo antes de entrar al servicio militar, así que llamaría un taxi y trataría de llegar antes de la última sesión.
Primero fui a buscar algunos gárments y, luego, entré al templo. Cuando entré, alguien dijo: “Debe ser él ahora, para que podamos comenzar”.
Nadie puede imaginar lo impresionado que estaba al saber que aparentemente habían retrasado el inicio de la última sesión para una sola persona: yo.
Después de salir del salón celestial mientras me dirigía a las escaleras para bajar y vestirme, un hombre con un traje blanco se me acercó y me dijo:
“Supongo que vas a ir al servicio militar. Supongo eso porque estás solo. Así que, no te vas a casar y te ves demasiado sano como para ir a una misión”.
En ese tiempo, solo los 4-F, aquellos que no calificaban para el servicio militar, eran llamados a servir en la misión. Luego, el hombre agregó:
“Me gustaría prometerte que, si te mantienes fiel a los votos que has hecho en el templo este día, regresarás de la guerra sin un rasguño”.
No sabía quién era ese hombre, pero tenía fe en lo que decía.
Era plenamente consciente de que no a todas las personas se les da esa promesa. Sin embargo, por alguna razón, a mí sí me la dieron.
Por cierto, mi tío abuelo, que era el patriarca de la Estaca Minidoka en Idaho, me había hecho la misma promesa justo antes de dejar Rupert.
Durante la Primera Guerra Mundial, mi tío y otros cinco jóvenes estaban listos para dejar Rupert, Idaho, para ir al ejército. Mi tío abuelo, que en ese entonces era obispo, se sintió inspirado a darles a esos seis hombres la misma promesa por el poder del sacerdocio.
Todos regresaron, y mi tío, que era uno del grupo, era miembro de una compañía de unos doscientos hombres. Después de una batalla, él fue el único que no resultó herido y otros dos fueron llevados en camillas. El resto fueron asesinados.
Creí en su promesa. ¡Qué consuelo fue ese y qué incentivo para vivir las normas lo mejor que pude!
Fue una gran fuente de esperanza y fortaleza durante los años que serví.
Puedo decir, con toda sinceridad, que nunca tuve miedo. No era un tonto que intentaba hacer rebotar balas en su pecho para probar un punto. No obstante, nunca sentí miedo como el sargento que conocía, que estaba sentado debajo de un arbusto en Iwo Jima, blanco como una sábana y temblando como un conejo asustado.
El sargento estaba muy asustado, fuera de control. Estuve, y siempre estaré, agradecido al Señor por la seguridad que me dio.
Cuando estábamos a bordo del barco que se dirigía a la zona de guerra del Pacífico, mencioné que mi novia estaba esperando un bebé.
Uno de mis compañeros pensó que fui muy desconsiderado al dejar embarazada a una esposa joven cuando sabía que existía la posibilidad de que no regresara y ella quedara viuda con un hijo.
No les dije la fuente de mi fe en regresar, pero sí dije que estaba seguro de que regresaría.
Un compañero dijo: “Puedes estar seguro, pero una bomba que se atraviesa en tu camino puede no saberlo, y te matará junto con el resto de nosotros”.
Respondí: “Si veo una bomba a punto de caer sobre mí, me moveré muy rápido, y si golpea demasiado cerca, será un fracaso y no explotará”.
Algunos de nosotros hablábamos de ese tema de vez en cuando. Sin embargo, nadie cuestionó mi creencia desde entonces.
Aparentemente, alguien quedó impresionado por mi determinación de regresar a casa con vida.
Me asignaron al centro de mensajes de la división en Iwo Jima y, en una oportunidad, cuando entré para comenzar mi turno, escuché a un hombre decir:
“Bueno, no tengo ni un poco de fe, pero Catmull tiene suficiente para los dos, así que me mantengo muy cerca de él”.
Él no sabía que lo había escuchado decir eso. Sin embargo, sí me di cuenta de que cuando yo estaba de servicio, él se quedaba allí en lugar de irse y cuando iba a su turno, me invitaba a ir con él.
Le encantaba el café y cuando a veces anunciaban que venía un carro con hot cakes y café, íbamos.
No obstante, si solo era café, yo no iba, así que él tampoco, a pesar de que le encantaba el “java” y nunca parecía tener suficiente. Él también volvió sin un rasguño.
Sabemos que hoy vivimos en un tiempo de incertidumbre por la guerra entre Rusia y Ucrania, quisimos dar esperanzas con este artículo de que Dios siempre está con nosotros por más terrible que parezca una situación. Siempre habrá una luz de esperanza si tenemos fe. Esperamos inmensamente que el conflicto actual pueda cesar. Oremos para que terminen estos conflictos que hieren a persona inocentes.
Fuente: Meridian Magazine