Hemos visto cómo personas en las Escrituras, y también aquellos que conocemos, se han recuperado de ciertas enfermedades gracias al Salvador o las bendiciones de salud del sacerdocio.
Tal vez en algún momento hemos colocado el nombre de alguien en el templo o han colocado el nuestro, sin embargo, vemos que no todos son sanados.
Entonces, ¿por qué algunos se sanan y otros no?
El Señor, al igual que en las Escrituras, sana a las personas según su fe y la voluntad del Padre. A medida que maduremos en el evangelio, nos daremos cuenta de que no necesitamos de soluciones automáticas.
Algunas sanaciones físicas no suceden porque hay algo importante que debemos aprender del sufrimiento o la muerte de un ser querido.
A veces estos sucesos nos ayudan a desarrollar una fe más pura y profunda.
La sanación del Señor
Para entender la manera en que Cristo actúa, veamos la diferencia entre sanación y curación.
La cura hace que nuestro cuerpo regrese a su estado anterior, es decir, cuando estaba sano, lo cual es lo que la mayoría de nosotros espera. Sin embargo, en las Escrituras no se habla del don de curación, se habla del don de la sanación.
La sanación abarca un reavivamiento espiritual y emocional, no solo la desaparición de nuestras enfermedades físicas, sino que abarca un cambio personal y madurez.
La sanación convierte a la persona a Dios, pero no la abstiene del sufrimiento.
Es por ello que, aun con nuestras dificultades físicas, podemos disfrutar del milagro de la sanación.
Esta sanación puede curar nuestra alma y corazón. Además, trae consigo una paz interior, que ayuda a vencer los problemas externos.
Asimismo, incrementa nuestra paciencia, entendimiento, fuerza, empatía y amor.
En medio de nuestros dolores y dificultades, el Señor toca nuestros corazones y vierte en nosotros el bálsamo de Galaad, sanándonos así de nuestros problemas.
Cuando aceptamos la voluntad del Señor íntegramente, Él nos sostiene en todos nuestros problemas. Nuestro corazón se ablanda, nuestro espíritu se alinea al del Señor, nuestra fe se fortalece y la dulce paz de los cielos reposa y calma nuestra alma atribulada.
Esto se representa en la promesa del Señor a Sus apóstoles:
“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo”. – Juan 14:27
Más que el cuerpo, es el espíritu
Algo hermoso que sucede cuando vemos la sanación en la forma en que Cristo la da, es darnos cuenta de cómo Su poder puede estar con nosotros diariamente.
Si bien es importante buscar la sanación mediante la medicina y las bendiciones, es más importante aún buscar la sanación de nuestra alma.
Si dejamos que Su amor y misericordia vengan a nosotros, permitimos que nuestro corazón se alinee al Señor, trayendo así la paz consigo.
De esta manera permitimos que el Señor no solo sane nuestros males físicos, sino también nuestra mente, emociones, corazón, y espíritu.
Recordemos que Jesucristo, antes de curar al paralítico, lo perdonó de sus pecados. Sanó su alma y espíritu (Marcos 2:15).
A pesar de no poder ser curados por fuera, podemos recibir una sanación por dentro; un gran cambio y transformación.
El dolor físico se transformará en una vida de gratitud.
La frustración será superada por el don celestial de la paciencia.
La amargura se aliviará con la divina investidura de la aceptación.
Y la oración de fe será contestada con la sanadora bendición de la paz.
Fuente: LDS Living