En cada ocasión, el amor de Dios me quitó la duda, mi dolor, mi pena y el desaliento… A veces, el sentir el amor del Padre puede venir de maneras en que uno menos las espera.
Al igual que muchas personas religiosas de todo el mundo, los Santos de los Últimos Días afirman que las personas han sido creadas a imagen de Dios.
Así mismo, las disciplinas académicas de literatura, historia, filosofía, arte y más, nos brindan oportunidades para aprender más sobre la imagen de Dios a medida que aprendemos más sobre las personas.
En otras palabras, las humanidades, un conjunto de disciplinas relacionadas con la cultura humana, son un maravilloso campo para aprender y practicar la caridad.
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Nos enseñan a idear la comunión con las personas. Son métodos para experimentar reconciliación, para crear e imaginar la belleza y el significado tras el caos y el sufrimiento, y a conectarnos el uno al otro junto con el cosmos.
Leer ávidamente, aprender idiomas, escuchar música, ir al teatro o ver películas, participar en rituales religiosos; todas estas experiencias pueden revitalizar y expandir nuestro sentido del yo y nuestro sentimiento de pertenencia en el mundo.
Nada capta la forma en que la literatura puede enseñarnos sobre la caridad que esta declaración de C. S. Lewis:
“La experiencia literaria sana las heridas, sin socavar el privilegio de nuestra individualidad…
Al leer grandes obras literarias me convierto en mil hombres y, sin embargo, sigo siendo yo mismo…
Aquí, como en la adoración, en el amor, en la acción moral y en el conocimiento, voy más allá; y soy más yo mismo que nunca.”
Sin la experiencia de la caridad, somos propensos a los encantos de las emociones masivas que borran nuestra particularidad e identidad, y lo que tal vez es peor, nos enfrentamos a lo que algunos han llamado “balcanización”, que hace referencia al abandono de la búsqueda de comunidad la cual no encierra en nuestra propia mentalidad.
Experimentando el amor de Dios en nuestra vida
Ha habido momentos donde he podido experimentar la caridad a través del arte y otras veces en contextos religiosos. No creo que Dios esté muy interesado en las distinciones que nos gusta hacer entre lo sagrado y lo secular.
Por ejemplo, hace unos años, mi hijo Sam y yo viajamos a Los Ángeles para visitar a mi hermano. Mientras escuchábamos la Segunda Sinfonía de Mahler interpretada por la Sinfónica de Los Ángeles, todos lloramos por las palabras:
“Lo que se creó, debe perecer, ¡Lo que pereció, vuelve a levantarse! ¡Deja de temblar! ¡Prepárate para vivir!”
Fui transportado y llevado de regreso a la tierra, fui amado e invitado a cambiar.
Hubo un momento en que, en un viaje de investigación, me senté solo en el Salón Celestial del Templo de Santiago de Chile en un punto de mi vida donde me sentía triste y sin esperanza.
Me imaginé cómo sería tener a mi hermano fallecido a mi lado, y de repente sentí la presencia real de sus brazos envueltos alrededor de mí. Desde ese momento sentí que alguien me guiaba en mi trabajo de investigación.
En otra ocasión, se me llamó a servir en la Presidencia de Estaca y el Elder Marcus Nash me pidió en una entrevista que me imaginara qué es lo que le diría a Jesús si estuviera a solas conmigo.
En ese momento, la presencia de Cristo se hizo inequívocamente real, y me llené de lágrimas y sólo pude murmurar “Gracias”. Me sentí perdonado, aceptado, conocido, amado y llamado a servir. Fue empoderante descubrir cuánto amaba a Cristo.
Tengo experiencias similares al escuchar a los líderes de la Iglesia, lo cual me dio un testimonio fundamental de su llamado como testigos especiales de Cristo. Todavía puedo recordar la forma la fuerza de testimonio del Cristo viviente de los Elderes Dallin H. Oaks y Neal A. Maxwell cuando era misionero en el CCM.
De la misma forma puedo recordar lo que sentí hay escuchar al Elder Henry B. Eyring cuando era un Setenta que visitó mi estaca en Oakland cuando yo estaba en la escuela de posgrado.
Puedo recordar lo mismo cuando el Elder D. Todd Christofferson, cuando era un Setenta, visitó mi estaca en Flagstaff. Puedo recodar las dos veces que el Elder M. Russell Ballard estuvo en Provo.
En cada ocasión, sentí la inconfundible presencia del Salvador, experimenté y recibí el testimonio de que Él vive.
Estas experiencias, aquellas dentro y fuera del contexto de los Santos de los Últimos Días, han anclado mi esperanza y mi fe al Evangelio restaurado. En cada ocasión, el amor de Dios me quitó la duda, mi dolor, mi pena y el desaliento.
Las dudas a veces se benefician de las respuestas, pero la mayoría de las veces mis dudas surgen del miedo, la ansiedad, el abandono o la falta de confianza en mí mismo. Por esta razón, mi duda se resolvió de la mejor manera no por el conocimiento en sí, sino por mi relación y experiencias con el amor puro de Dios. Nada es más importante de experimentar que esto.
El propósito final de la vida
La música. La literatura. Los discursos de los líderes. Experiencias humanas y espirituales como estas enseñan que el entendimiento es importante y que llega, pero no es lo más importante y primordial. Como dice el gran poeta español Miguel de Unamuno:
“Lo primitivo no es que pienso, sino que vivo”. Por lo tanto, “el fin de la vida es vivir y no lo es comprender”.
Cuanto más vivimos, nos pondremos más en contacto con otras personas, tendremos más oportunidades para desarrollar caridad. Por eso creo que las humanidades no están sólo de adorno, sino que son esenciales para nuestra vida espiritual.
Nuestro crecimiento intelectual y espiritual debe ocurrir en nuestra relación con los demás, entre todos nosotros como hermanas y hermanos, entre todos nosotros que fuimos creados a la imagen de Dios.
Tal como las humanidades nos enseñan, hay algo fundamentalmente sanador en escuchar con compasión las historias de los demás. Escuchemos juntos.
Este artículo fue escrito originalmente por George B. Handley y es una adaptación del libre “If Truth Were a Child” y fue publicado originalmente por thirdhour.org bajo el título “Feeling a Deceased Brother’s Embrace in the Temple + More Ways We Can Experience the Divine Amidst Each Other”