José Smith, el profeta de la restauración, vivió una vida llena de pruebas y desafíos, como cualquier otro profeta. Una de ellas ocurrió en una noche de marzo de 1832.
Esa noche, una turba irrumpió en su hogar, lo arrastró de la cama, lo cubrió con brea caliente y plumas y lo golpeó. Pero al amanecer, aún adolorido, José se levantó y fue a predicar. Esa decisión lo cambió todo.
Para quienes hoy enfrentamos burlas y rechazo, sea por nuestras creencias o lo que sea, su historia nos recuerda que la fe sigue siendo una opción cuando todo parece perdido.
Una agresión brutal y una fe firme

La noche del 24 de marzo de 1832, en Hiram, Ohio, José Smith dormía en la casa de la familia Johnson. Esa misma noche, una turba de entre 25 y 30 hombres irrumpió sin previo aviso.
Lo arrastraron. Le arrancaron la ropa, intentaron forzar ácido en su boca, lo cubrieron con brea caliente y luego con plumas para dejarlo tirado en la nieve.
“Antes de que me cubrieran de brea y plumas, se me permitió hablar. Les dije que los santos habían tenido que sufrir persecución en todas las épocas del mundo; que yo no había hecho nada que debiera ofender a nadie; que si me maltrataban, estarían maltratando a una persona inocente; que estaba dispuesto a sufrir por Cristo, pero que en ese momento no estaba dispuesto a salir de la región…
Soporté el maltrato con tanta resignación y mansedumbre que la multitud pareció quedar atónita y permitió que me retirara en silencio. Muchos de ellos parecían muy solemnes y, tal como pensaba, sintieron compasión; y en cuanto a mí, me sentí tan lleno del Espíritu y del amor de Dios, que no sentí odio hacia mis perseguidores ni hacia nadie más”. –Manuscript History of the Church, tomo A-1, págs. 327–328, josephsmithpapers.org.
Según el propio relato de José, al regresar a la casa, su esposa Emma creyó que estaba muerto debido a la sangre abundante que le corría. Pero ese mismo día amaneció domingo y, a pesar de la violencia reciente que había enfrentado, decidió presentarse a la reunión dominical.
Con el cuerpo lleno de marcas, José se dirigió a la congregación y bautizó a tres personas. Aquella fue una de las mayores demostraciones del poder de un profeta del Señor.
Sus heridas se convirtieron en testimonio

José no fue el único expuesto a las agresiones. También fue herido Sidney Rigdon, un compañero de fe de José Smith, quien fue arrastrado desde su hogar y brutalmente agredido.
Otra de las consecuencias más graves producto de la violencia fue la muerte de uno de los bebés adoptivos de José y Emma, de tan solo once meses, el cual contrajo resfriado y falleció pocos días después del ataque (“Last Testimony of Sister Emma,” Saints’ Herald, 1 Oct. 1879, 289.).
Ese pequeño se convirtió en un símbolo doloroso del martirio de los primeros santos. Pero incluso en medio de tanto sufrimiento, algo cambió.
Algunos de los agresores asistieron a la reunión del día siguiente. Al ver a José hablar sin odio y con tanta paz, se conmovieron. Algunos más tarde testificaron, se arrepintieron y la obra siguió avanzando.
El dolor no siempre termina en destrucción, sino que a veces, produce transformación.
Fe, perdón y valor para responder al odio

Esta historia no es solo un “cuento”. Guarda una enseñanza para nuestra vida. Quizás no nos arrojen brea ni plumas, pero sí enfrentamos rechazo y burlas por el simple hecho de vivir nuestra fe libremente.
En esos momentos, quizás muchos quieran renunciar o responder con agresividad. Pero el evangelio nos invita a otra cosa:
“No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres.”
El ejemplo del profeta José Smith nos enseñó que incluso cuando todo parece perdido, la fe siempre vencerá el odio.
Sus heridas no fueron un fin, sino un testimonio viviente de que el valor está en responder al dolor con amor y perdón.



