Hace aproximadamente un año, me reuní con las misioneras de la congregación de jóvenes adultos en Vancouver y consideré, en oración, bautizarme en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Si bien, deseaba acercarme a Cristo, estaba segura de que el espacio entre quien era y quien La Iglesia deseaba que fuera era una distancia gigantesca para viajar sola.
Primero, era hija de padres gais y me preocupaba la postura de La Iglesia con respecto a la atracción entre personas del mismo sexo. Más importante aún, no estaba segura de cómo mi propia familia podría ser incluida en el plan de salvación eterna.
Segundo, vivía de manera contraria a la palabra de sabiduría, ya que era una barista adicta a la cafeína y tenía el estilo de vida de una típica universitaria fiestera.
Tercero, definitivamente era espiritual, pero todavía no tenía la confirmación con respecto a qué religión podría ser verdadera. Busqué esta verdad como estudiante de religión en la Universidad de British Columbia, pero no sentía ninguna conexión fuerte con alguna religión o práctica. No dudaba de que La Iglesia fuera verdadera, pero mi búsqueda anterior fue inútil. Estaba a punto de aceptar que quizá no habría una iglesia verdadera en lo absoluto.
A pesar de todo esto, sentí que debía aceptar la invitación de las misioneras para ver la Conferencia General. No estaba muy segura de qué esperar de la Conferencia General, pero las misioneras me aseguraron que escucharía mensajes inspiradores de los líderes de La Iglesia.
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Entré a la capilla, me senté en la sesión del domingo por la mañana y saqué mi diario para tomar notas como las misioneras me animaron a hacer. Incluso, antes de que se pronunciaran las primeras palabras, me sentí sobrecogida por la belleza del coro y el espíritu de esa ocasión.
El primer discurso fue ofrecido por Jean B. Bingham, la recuerdo enseñando que nuestra fe debe ser más grande que nuestros temores. Anoté la inspiración e inmediatamente me llené del consuelo y la paz que solo el amor del Salvador puede traer.
Especialmente, me sorprendió la afectuosa reverencia que las misioneras tuvieron por cada uno de los discursantes que vimos en la Conferencia General. Me pareció increíble que cada miembro de La Iglesia en el salón con nosotros tuviera una experiencia de revelación personal en las conferencias pasadas con un discursante o un tema de fe.
Aún más conmovedor fue que todos estaban ansiosos de compartir estos mensajes llenos de esperanza conmigo, una desconocida, mientras veíamos la Conferencia. Escuchar sus testimonios de la conferencia general y la inspiración detrás de los discursos fue edificante y me ayudaron a desarrollar mi propio testimonio.
Sentí una impresión especialmente profunda durante el discurso del Presidente Henry B. Eyring, “No tengáis miedo de hacer lo bueno.” Citó Doctrina y Convenios 6:34, “Así que, no temáis, rebañito; haced lo bueno; aunque se combinen en contra de vosotros la tierra y el infierno, pues si estáis edificados sobre mi roca, no pueden prevalecer.” Con esta guía, recibí mi primera impresión real de que Jesucristo era real y que había sido llamada a unirme a este “rebañito.” A medida que la sesión de la tarde continuó, fui inspirada una y otra vez a venir a Cristo y ser bautizada en Su nombre.
Después de la conferencia general, supe que a pesar de que había una gran distancia que cruzar, no estaría sola. Aprendí de la fortaleza que se ofrece en esta comunidad de fe y confié en mi Salvador para ayudarme a crecer de las maneras que necesitaba.
A pesar de mi fe y testimonio en desarrollo, los siguientes meses de esta Conferencia General fueron todo menos fáciles. No tomé la decisión de unirme a La Iglesia y bautizarme de la noche a la mañana, sino que sucedió después de meses de intensa oración, ayuno, lectura, estudio y crecimiento. Sabía que esta era una de las decisiones más importantes que tomaría y deseaba estar segura de que estaba lista para “entrar en el redil de Dios y ser llamada su pueblo,” (Mosíah 18:8).
A diferencia de la paz y el amor que sentía a medida que continuaba considerando el bautismo, me sentía intimidada por las llamadas inquietantes de las tinieblas de Satanás. Hice amigos en la congregación y continué recibiendo charlas con las misioneras pero de alguna manera me sentía más sola que antes.
Luché por vivir los estándares del evangelio en mi vida diaria. Me esforcé por aprender lo que “estar en el mundo, pero no ser parte del mundo” significaba, pero todavía me encontraba cayendo en las mismas trampas de las drogas, el alcohol y la vida inicua. Además, me sentía hipócrita, como si no estuviera realmente en La Iglesia ni en el mundo.
La revelación y la guía de los discursos de las Conferencias Generales me dieron consuelo durante ese tiempo. A menudo, regresaba a mis notas y oraba para sentir esa misma paz que sentí cuando escuché por primera vez esos mensajes. Debido a la verdad que reconocí en la conferencia general y las lecciones con las misioneras, supe que el sentimiento de soledad no era de Dios y que la mayor defensa contra Satanás era el bautismo y recibir el don del Espíritu Santo.
Finalmente, cuatro meses después de mi primera experiencia con la Conferencia General, me bauticé en la rama local de jóvenes adultos, rodeada de los hermanos y las hermanas que me ayudaron a encontrar a Cristo.
Llevo casi ocho meses como miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y me esfuerzo cada día para acercarme más a mi Salvador. Pronto, aprendí que este solo era el inicio de mi historia de conversión y que la verdadera fe proviene de hacer lo justo, en todo momento.
Junto con la elevación espiritual del bautismo que trajo felicidad, paz y luz a mi vida, todavía enfrento dudas personales, sentimientos de ineptitud, y soledad. Después de mi bautismo, mi vida de pronto no fue fácil. Me sentía muy triste porque a pesar de mis intenciones de ser mejor, mi conversión afectaba más a los demás que a mí misma.
Mi relación con mis padres era inestable, en el mejor de los casos, y podría decir que incomodé a algunos de mis amigos más cercanos debido a los cambios que tuve en mi vida. Aun así, persistí en mi conversión cada momento y busqué el consejo de aquellos que me acercaron a Cristo. Al hacerlo, mis relaciones, fe y felicidad, todo se fortaleció con el tiempo.
La revelación personal que recibí desde entonces me ha llevado millas por delante de donde soñé que podría llegar. Hoy, me encuentro en una nueva ciudad, una nueva universidad con nuevas aspiraciones y un amor cada vez más grande por mi Redentor, que me trajo exactamente a donde necesito estar. La revelación que recibí de la Conferencia General continúa ayudándome a convertirme en una mejor versión de mi misma y me inspira a acercarme más a Jesucristo.
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Articulo originalmente escrito por Mo Crockett y publicado en lds.org con el título “How General Conference Helped Me Join the Church of Jesus Christ.”