Hace poco estuve en Moscú y conocí a un hombre ruso que me contó acerca de su viaje de fe.
Su nombre era Alexander Ogorodnikov y tenía 70 años. Fue líder del movimiento juvenil pro-Lenin del Komsomol de la Unión Soviética. Sin embargo, en 1973, escandalizó a sus padres y al Partido Comunista al convertirse al cristianismo.
Organizó una pequeña comunidad de cristianos ortodoxos y comenzó a hacer campañas por la libertad religiosa, por lo que los soviéticos lo enviaron a prisión en 1978.
Ogorodnikov no fue condenado a muerte, pero las autoridades soviéticas decidieron darle una lección por haber renunciado a su privilegio comunista por Cristo.
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Lo colocaron en el corredor de la muerte en una de las cárceles más peligrosas de la URSS. Ogorodnikov, dijo lo siguiente sobre su experiencia:
“Cuando entré a la celda y vi a los demás que estaban allí, les dije: ‘Escuchen hermanos, me enviaron aquí para ayudarlos a enfrentar la muerte, no como criminales sino como hombres con almas que se van a reunir con sus creadores, para ir al encuentro de Dios, el Padre’”.
Ogorodnikov les dijo a estos criminales que tenían el corazón endurecido que, aunque no era un sacerdote, aún estaría dispuesto a escuchar sus confesiones.
“Les dije que no podía absolverlos, pero cuando muriera y compareciera ante el Señor, sería testigo de su arrepentimiento. Si quisiera describirte sus confesiones, necesitaría ser Dostoievski. Yo mismo no tengo las palabras”, relató.
Cuando las autoridades de la prisión se dieron cuenta de que el confinamiento en una celda con los peores criminales no estaba llevando a Ogorodnikov a arrepentirse de sus supuestos pecados contra el estado soviético, lo pusieron en confinamiento solitario.
Finalmente, fue trasladado a otra prisión. Allí, Ogorodnikov escuchó la confesión más inquietante. Esta vez, no provino de un prisionero, sino de un guardia de la prisión. Dijo:
“Cuando era un joven carcelero en otra prisión, solían reunir a 20 o 30 sacerdotes que habían estado tras las rejas y los llevaban afuera.
Los amarraban a un trineo de tal manera que pudieran tirar de él.
Tiraban del trineo hacia el bosque. Los hacían correr todo el día, hasta que los llevaban a un pantano. Luego, los ponían en dos filas, una detrás de la otra.
Yo era uno de los guardias que estaba en el perímetro alrededor de los prisioneros.
Uno de los chicos de la KGB (organización de la antigua Unión Soviética dedicada al espionaje y contraespionaje) se acercó al primer sacerdote.
Le preguntó con mucha calma y tranquilidad: ‘¿Existe un dios?’ El sacerdote dijo que sí. Le dispararon.
Luego, continuaron, fueron al siguiente sacerdote y le preguntaron: ‘¿Existe Dios?’
‘Sí, existe’.
El hombre de la KGB le disparó a este sacerdote de la misma manera. No les vendábamos los ojos. Vieron todo lo que estaba a punto de pasarles”.
Ogorodnikov, cuyo rostro permanece parcialmente paralizado por las golpizas que recibió en la prisión, luchó por contener las lágrimas cuando terminó de contarme su historia.
Con voz entrecortada, el ex preso político me dijo: “Ninguno de esos sacerdotes negó a Cristo”.
En la actualidad, gozamos de las bendiciones de la libertad religiosa. Sin embargo, como advirtió el difunto disidente soviético Aleksandr Solzhenitsyn, lo que pasó en Rusia podría suceder en cualquier parte del mundo.
Viajé a Rusia y otros países del antiguo bloque soviético para reunirme con numerosos disidentes cristianos. Busqué aprender lo que nosotros, en occidente, deberíamos saber sobre cómo soportar la persecución en nombre de Cristo.
En estas conversaciones, surgió un hilo que conecta las persecuciones de los primeros cristianos y la fe nacida del sufrimiento en nuestros días.
Para estos cristianos que eran perseguidos en la época soviética, el amor a Cristo fue el mortero que los unió entre sí y con Dios.
El sufrimiento fue un ensayo de resistencia. Para Ogorodnikov, el campo de concentración fue donde aprendió que no solo era un admirador de Cristo, sino su discípulo.
Al igual que Ogorodnikov, Francis Webster, un Santo de los Últimos Días sobreviviente de la mortal migración de carromatos a Utah en 1856, experimentó sufrimiento por su fe y dijo:
“El precio que pagamos por conocer a Dios fue un privilegio”.
El cristianismo en occidente está cambiando. Las cosas podrían ponerse más difíciles para los creyentes tradicionales.
No obstante, para los cristianos siempre hay un motivo de esperanza, lo que, para el cristiano, no es lo mismo que optimismo.
El optimismo nos dice que todo mejorará, pero puede que no.
El optimismo no tenía cabida en Getsemaní. Jesús estaba a punto de soportar una prueba que le quitó la vida. Asimismo, lo han hecho todos los mártires y confesores de la larga historia de la iglesia.
La esperanza, por el contrario, nos dice que incluso si somos llamados a entregar todo, incluida nuestras vidas, por la causa de Cristo, Dios redimirá nuestro sacrificio.
Incluso si el optimismo entusiasta en el presente es una mala apuesta, todavía tenemos motivo para tener esperanza.
El entorno cultural emergente no será una segunda Unión Soviética. No obstante, sin duda, los tiempos venideros, presentarán a los creyentes la oportunidad de redescubrir las enseñanzas fundamentales del cristianismo histórico.
Redescubrir el camino del peregrino recorrido por generaciones de creyentes desde los doce apóstoles.
El camino es empinado y lleno de adversidades, pero tomar la cruz y caminar sin miedo es la más pura imitación de Cristo.
Fuente: Deseret News