Hay un Salvador que te conoce a la perfección, que quiere ayudarte y sostenerte, secar tus lágrimas y brindarte consuelo.
No hace mucho, estaba conversando por teléfono con mi esposo a altas horas de la noche debido a que ha estado trabajando en otra ciudad desde hace un tiempo.
Estaba contándole sobre mi día y mientras le describía cómo me sentía sobre una interacción que tuve con alguien en particular, comencé a sentir desagrado por el tono de mi voz.
No me gustó la manera en que me estaba expresando y aunque la conversación había pasado a otros temas, me detuve y le dije: “Espero que lo que expresé antes no suene como un chisme o con resentimiento. No quise decirlo de esa ma-…”
Él me detuvo en ese momento y me dijo: “María, sé lo que hay en tu corazón”.
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No necesitó escuchar más explicaciones. Él conocía mi corazón. Una sonrisa que él no vio, pero que probablemente pudo sentir a través del teléfono, apareció en mi rostro.
Es una bonita sensación que alguien te conozca y te ame lo suficiente como para que no necesite escuchar una explicación para lo que querías decir.
Que alguien entienda lo que hay en tu ser de tal manera que puede ayudarte, escucharte y ser sincero contigo mismo sin criticarte por lo que estás pasando o lo que has vivido.
Pero hay Alguien más que me conoce de esa manera y que también te conoce a ti.
Después de que el Salvador fuera traicionado con un beso por un querido amigo, fue llevado al palacio del sumo sacerdote Caifás, donde los principales sacerdotes y los ancianos “[buscaron] falso testimonio contra Jesús para entregarlo a la muerte” (Mateo 26: 60).
Sin duda, el lugar estaba lleno de personas con expresiones tan duras y frías como las paredes de piedra caliza que los rodeaba, en aquel palacio construido para un hombre que no pudo reconocer al Rey de Reyes.
Se levantaron acusaciones, pero Jesús guardó silencio. Finalmente, el sumo sacerdote le dijo:
“Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios”.
Jesús le respondió: “Tú lo has dicho… veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mateo 26: 64).
Eso había sido suficiente.
Caifás le rasgó las vestiduras y le dijo a los demás que no necesitaban más testigos. Ellos mismos habían escuchado la blasfemia, directamente de los labios del acusado.
Los demás concluyeron, como habían concluido mucho antes de ese juicio, que Él era culpable y debía morir.
Lo que pasó después es un momento en el que pienso continuamente. Contemplo la vida y misión de Cristo y siento ese anhelo constante de ser escuchada y comprendida.
“Entonces le escupieron en el rostro y le dieron de puñetazos; y otros le abofeteaban, diciendo: Profetízanos tú, Cristo, quién es el que te ha golpeado”. -Mateo 26: 67.68
Se burlaron de él, se mofaron de Su divinidad y no creyeron en Él ni por un segundo. Y, sin embargo, no puedo pensar en este momento sin imaginar cuán íntimamente conocía a todas las personas que lo golpearon cruelmente.
Él había realizado la expiación esa misma noche, Él sintió toda su tristeza, pesar, dolor y decepciones más profundas; Él pagó el precio por sus pecados.
Cada mano que con fuerza golpeaba Su rostro era una mano que ahora Él podía sostener, había sido especialmente preparado para ello.
Jesús todavía estaba dispuesto a sobrellevar el dolor que deliberadamente infligían sobre Él.
Él los amó con un amor perfecto que todos ansiamos, Él los conocía, a cada uno de ellos. Ahora los conocía de una manera que nadie más podría.
Sabía exactamente quién lo había golpeado, sabía mucho más que sus nombres.
Me pregunto si alguno de los que lo golpearon pudo sentir eso. Si por casualidad, uno lo vio a los ojos y pudo sentir que el Salvador podía ver lo más profundo de su alma o que Él era en verdad quién decía que era.
Quizás en cierto momento, retrocedieron al darse cuenta de que Él sabía quienes eran.
Ahora, para nosotros, es una fuente de gozo tener un Salvador que desea conocernos y que quiere que lo conozcamos.
Fuera de mis relaciones más cercanas, paso gran parte de mi vida sintiéndome como una desconocida entre las personas del mundo.
No saben quién soy, no conocen mis pensamientos, ni mis intenciones. Tampoco saben de nuestros desafíos ni de nuestras dificultades.
La mayoría de nosotros dispone de al menos tres minutos para causar una buena impresión, pero aun así, es probable que pasemos la mayor parte de nuestras vidas sin ser plenamente conocidos por quienes nos rodean.
La mayoría de las personas con las que interactuamos rara vez logran vislumbrar quiénes somos e incluso entonces, es probable que nos malinterpreten o nos reduzcan a menos de lo que podemos ser.
Pero hay Alguien que deseó tanto poder conocerte que estuvo dispuesto a sufrir el dolor más grande que alguien pudiera sufrir.
Hay una gran diferencia entre las personas que creen conocerte y quien se pondría en tus zapatos, quien te acompaña en las buenas y en las malas, quien te sostiene en los momentos más difíciles.
Jesucristo hace todo esto por nosotros. Dejó su hogar celestial y asumió una vida mortal no solo para salvarnos de la muerte, sino para ayudarnos a alcanzar la vida eterna.
“Y tomará sobre sí la muerte, para soltar las ligaduras de la muerte que sujetan a su pueblo; y sus debilidades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las debilidades de ellos.”.-Alma 7:12
Él sabe cómo ayudarnos. Él se acerca a nosotros no como una obligación, sino con un amor perfecto y un conocimiento seguro de lo que estamos sintiendo para poder ayudarnos y sostenernos.
Nuestro Salvador conoce nuestros corazones. Lo sufrió todo por nosotros.
Lo único que tenemos que hacer es acercarnos a Él, conocerlo, permitir que obre milagros en nuestra vida, confiar en Él y seguirle.
Fuente: Meridian Magazine