Cuando leemos la Biblia en inglés o español, solemos pensar que entendemos lo que dice. Sin embargo, el hebreo bíblico funciona de una manera muy distinta.

Mientras que en nuestros idiomas los modismos son pequeños adornos que aparecen de vez en cuando, en hebreo casi todo es metafórico. Cada frase abre capas de significado que, a quienes hablamos lenguas modernas y rígidas, se nos escapan fácilmente.

Un ejemplo simple es la palabra shema. La escuchamos como “oye”, pero para un israelita antiguo escuchar, entender y actuar era un solo movimiento. No existía la idea de “oír sin responder”.

tiempo de los gentiles
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En un idioma conceptual, la palabra era un llamado a cambiar, a obedecer y a entrar en un compromiso con Dios. Nuestras lenguas modernas tienden a dividir, etiquetar y separar, pero el hebreo hacía justo lo contrario: entrelazaba significados para que el corazón participara con todo.

Ese contraste entre lenguajes “duros” y “blandos” nos prepara para una de las imágenes más profundas del libro de Génesis: la llegada de la mujer al jardín.

Un relato que respira más de lo que vemos

Biblia
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Con el paso de los siglos, las historias bíblicas se colorearon de interpretaciones, arte, debates y traducciones que moldearon cómo entendimos a Adán y Eva. Sin embargo, el texto hebreo conserva detalles que muestran una dinámica más rica que la versión reducida que muchos recibimos de niños.

Uno de esos detalles aparece cuando Dios observa al hombre solo en el jardín y declara: “No es bueno que esté solo”. 

La palabra traducida como “bueno” también puede significar “suficiente” o “adecuado”. Es decir, Adán no podía avanzar por sí mismo, no tenía lo necesario para cumplir plenamente lo que se le había encargado.

La respuesta divina llega en dos palabras hebreas que describen a Eva con una profundidad extraordinaria: ezer kenegdo.

biblia y un lapicero
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La primera, ezer, aparece en la Biblia casi siempre asociada a salvación o ayuda divina. Se usa para describir la intervención de Dios en momentos de rescate. La segunda, kenegdo, puede traducirse como “correspondiente”, “enfrente” o “cara a cara”, una expresión que en hebreo traslada la idea de igualdad, presencia y relación directa.

El rostro a rostro tiene un peso especial en la escritura: Jacob ve a Dios “cara a cara” y su vida es preservada; Moisés habla con el Señor “como quien habla con un amigo”; los levitas ministran ante Dios en un sentido de cercanía sagrada. Es un idioma que comunica encuentro, misión y unidad en propósito.

En ese contexto, Eva no aparece como un personaje secundario, sino como una compañera plena, una presencia que equilibra, impulsa y completa. El relato sugiere movimiento: la historia continúa porque ella entra en escena. Juntos caminan hacia lo que Dios tenía preparado.

El rostro a rostro en la Restauración

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Siglos después, ese patrón vuelve a surgir con fuerza en Nauvoo. Al organizar la Sociedad de Socorro en 1842, José Smith habló a las mujeres de la Iglesia con una visión sorprendentemente elevada. Las instruyó, las bendijo y les enseñó que Dios las había preparado para servir, consolar, elevar y ministrar junto a los hombres en la obra del Señor.

Les dijo: 

“Ahora os vuelvo la llave en el nombre de Dios”.

 Ellas registraron palabras sobre dones espirituales, sanaciones, profecía y, sobre todo, un llamado a formar un pueblo santo que trabajara unido.

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Cuando se establecieron las ordenanzas del templo en Nauvoo, hombres y mujeres entraron juntos a los convenios. Vestidos en símbolos sagrados, prometieron seguir a Cristo con la misma dedicación. El compañerismo eterno que empezó en el jardín se reflejó de nuevo: rostro a rostro, hombro a hombro, ambos necesarios en el plan del Padre.

La historia de Adán y Eva no es un recuerdo distante. Es un modelo. El jardín muestra que Dios obra por medio de la unión, no de la competencia. Nauvoo mostró que esa unidad sigue siendo parte del evangelio restaurado. Y nuestros días muestran que la revelación continúa abriendo comprensión, línea sobre línea.

Cada miembro, hombre o mujer, está invitado a acercarse a Dios, escuchar con un corazón dispuesto, shema, y caminar con Él en una obra que requiere de todos. Ese es el lenguaje blando de Dios: un lenguaje que no divide, sino que llama, conecta y transforma.

Fuente: Meridian Magazine

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