Muchos de los discursantes de la Conferencia General son narradores por naturaleza. Nos cautivan sus historias que advierten del peligro, enseñan los mandamientos y nos recuerdan que no estamos solos en las pruebas.
Sin embargo, parece que hay pocas historias muy conmovedoras. El Élder Uchtdorf, en especial, siempre cuenta el tipo de historias que te recuerdan cómo se sintió leer un cuento para dormir cuando eras niño, excepto que estas historias son incluso mejores porque se basan en la verdad eterna.
En realidad, todo el mundo, sin importar tu edad, necesita una historia para dormir de vez en cuando. A continuación, compartiré algunos extractos de nuestras historias favoritas del Élder Uchtdorf para calmarte, animarte y ayudarte a enfrentar la mañana.
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Un verano con la tía abuela Rosa
La historia es sobre una jovencita llamada Eva. Hay dos cosas importantes que deben saber sobre Eva: una, es que tenía once años; y la otra es que ella no quería por nada del mundo ir a vivir con su tía abuela Rosa. Para nada, de ninguna manera.
Pero la madre de Eva iba a someterse a una operación que requería una recuperación lenta. Por ello, sus padres iban a enviarla a pasar el verano con su tía abuela Rosa.
Eva pensaba que había mil razones por las que eso no era una buena idea. En primer lugar, estaría lejos de su madre; también tendría que dejar a su familia y a sus amigas; además, ni siquiera conocía a la tía abuela Rosa. Agradecía la oferta, pero ella estaba muy bien donde se encontraba.
Sin embargo, ni sus argumentos ni sus gestos de desaprobación lograron cambiar la decisión. Así que, Eva empacó sus cosas e hizo el largo viaje con su papá hasta la casa de la tía abuela Rosa.
Desde el momento en que entró en la casa, la detestó.
¡Todo era tan viejo! En todos los rincones había libros viejos, botellas de colores extraños y recipientes de plástico repletos de cuentas, lazos y botones.
La tía abuela Rosa vivía sola; ella nunca se casó. Su única compañía era un gato gris al que le gustaba subirse a los lugares más altos de las habitaciones para observar desde allí, cual tigre hambriento, todo lo que ocurría abajo.
La casa en sí daba sensación de soledad; se hallaba en una zona rural donde las casas estaban muy distantes; no había niñas de la edad de Eva que vivieran cerca; eso hacía que Eva se sintiera sola.
Escucha el resto de la historia acerca del verano con la tía abuela Rosa que le cambió la vida a Eva.
El mesero fracasado
Hay una antigua anécdota de un mesero que le preguntó a un cliente si le había gustado la comida. Éste contestó que todo estuvo bien, pero que habría estado mejor si le hubieran servido más pan. Al día siguiente, cuando el hombre regresó, el mesero le dio el doble de pan, dándole cuatro rebanadas en vez de dos, pero aun así, el hombre no estuvo satisfecho. Al día siguiente, el mesero volvió a ponerle el doble de pan, pero sin ningún éxito.
El cuarto día, el mesero estaba resuelto a que ese hombre estuviese contento, de modo que tomó una hogaza de pan de tres metros de largo, la cortó a la mitad y, con una sonrisa, se la sirvió al cliente. El mesero casi no podía esperar ver su reacción.
Después de la comida, el hombre levantó la vista y dijo: “Delicioso, como siempre, pero veo que otra vez sólo dan dos porciones de pan”.
Escucha al Élder Uchtdorf relatar la historia “Agradecidos en cualquier circunstancia”.
Las tres hermanas
Hace mucho tiempo, en una tierra lejana, vivía una familia de tres hermanas.
La primera era una persona triste. Nada de su aspecto le parecía suficientemente bueno, desde la nariz a la barbilla, ni desde la piel a la punta de los dedos de los pies. Cuando hablaba, las palabras a veces le salían atropelladas y la gente se reía. Cuando alguien la criticaba o se “olvidaba” de invitarla a algo, ella se sonrojaba, se marchaba y buscaba un lugar secreto para suspirar con tristeza mientras se preguntaba por qué la vida se había vuelto tan vacía y sombría.
La segunda hermana era una mujer irascible. Se creía muy lista, pero siempre había alguien que obtenía mejores resultados que ella en los exámenes de la escuela. Se consideraba divertida, guapa, elegante y fascinante; pero siempre parecía haber alguien más divertida, guapa, elegante o más fascinante que ella.
Nunca era la primera en nada y no lo soportaba. ¡Se suponía que la vida no tenía que ser así!
A veces se enfadaba con otras personas y parecía que siempre estaba a punto de estallar por cualquier cosa.
Obviamente, esto no hacía que fuese más apreciada ni popular. A veces rechinaba los dientes, apretaba los puños y pensaba: “¡Qué injusta es la vida!”.
Y así llegamos a la tercera hermana. A diferencia de la triste y la irascible, esta era, pues, alegre; y no porque fuera más lista, más bella ni más capaz que sus hermanas. No, a veces la gente también la eludía o la ignoraba y se reían de cómo se vestía o de lo que decía. A veces le decían cosas desagradables, pero ella no dejaba que nada de eso la molestara demasiado.
A esta hermana le gustaba mucho cantar. No tenía una gran voz y las personas se reían de ella, pero eso no la detenía. Solía decirse: “¿Voy a dejar que las personas y sus opiniones hagan que deje de cantar?”.
El hecho mismo de que siguiera cantando hacía que la primera hermana se entristeciera y la segunda se enojara.
Pasaron los años y, con el tiempo, cada hermana llegó al final de su paso por la tierra.
La primera hermana, que una y otra vez descubrió que en la vida las decepciones no eran pocas, murió triste.
La segunda, que cada día encontraba algo nuevo que le desagradaba, murió furiosa.
La tercera hermana, que se pasó la vida entonando su canción con todas sus fuerzas y con una sonrisa de satisfacción en el rostro, murió alegre.
Por supuesto que la vida nunca es tan simple ni las personas tan unidimensionales como las tres hermanas del relato, pero incluso ejemplos extremos como estos nos enseñan algo de nosotros mismos. Si ustedes son como la mayoría de nosotros, tal vez hayan reconocido una parte de sí mismas en una, dos o tal vez en las tres hermanas. Examinemos con detenimiento a cada una.
Escucha el resto de la historia haciendo clic en el video.
Bobbie, el “perro maravilla”
Hace casi un siglo, una familia de Oregón estaba de vacaciones en Indiana —a más de 3.200 km de distancia— cuando perdieron a su querido perro, Bobbie. La familia, desesperada, buscó al perro por todos lados, pero fue en vano; Bobbie no apareció.
Con el corazón destrozado, regresaron a casa, y cada kilómetro que recorrían los alejaba más de su querida mascota.
Seis meses después, la familia quedó atónita al hallar a Bobbie frente a la puerta de su casa en Oregón. “Sucio, escuálido, con las patas gastadas hasta los huesos, parecía haber caminado toda aquella distancia… por sí mismo”. La historia de Bobbie suscitó el interés de la gente en todo Estados Unidos, y se lo llegó a conocer como Bobbie, el “perro maravilla”.
Bobbie no es el único animal que ha desconcertado a los científicos con un increíble sentido de la orientación e instinto por el hogar. Algunas poblaciones de mariposas monarca emigran 4.800 km cada año hacia climas más adecuados para su supervivencia; las tortugas laúd atraviesan el océano Pacífico desde Indonesia hasta las costas de California; las ballenas jorobadas nadan ida y vuelta desde las heladas aguas de los Polos Norte y Sur hasta el ecuador; y lo que tal vez sea más increíble, el charrán ártico vuela ida y vuelta cada año desde el círculo polar ártico hasta la Antártida, recorriendo cerca de 97 000 km.
Cuando los científicos estudian este fascinante comportamiento, se hacen preguntas tales como: “¿Cómo saben adónde ir?” y “¿Cómo es que cada generación sucesiva aprende este comportamiento?”.
Cuando leo acerca de este poderoso instinto de los animales, no puedo evitar preguntarme: “¿Es posible que los seres humanos tengan un anhelo similar —un sistema de orientación interno, por así decirlo— que los atrae a su hogar celestial?”.
Creo que cada hombre, mujer y niño ha sentido el llamado de los cielos en algún momento de su vida. En lo profundo de nuestro ser yace el afán de atravesar el velo, de algún modo, y abrazar a los Padres Celestiales que alguna vez conocimos y amamos.
Algunos podrán suprimir ese anhelo y sofocar ese llamado, pero aquellos que no apagan esa luz en su interior pueden embarcarse en un viaje increíble: una maravillosa migración hacia climas celestiales.
El sublime mensaje de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es que Dios es nuestro Padre, que Él se interesa por nosotros y que hay una manera de regresar a Él.
Dios los llama.
Dios conoce cada uno de sus pensamientos, sus pesares y sus más grandes esperanzas. Dios sabe las muchas veces que lo han buscado; las muchas veces que han sentido un gozo ilimitado; las muchas veces que han llorado en soledad; las muchas veces que se han sentido desamparados, confundidos y enfadados;
Sin embargo, sin importar su pasado —si han flaqueado o fallado, si se sienten destrozados, resentidos, traicionados o derrotados—, sepan que no están solos; Dios aún los llama.
El Salvador les extiende la mano; y, como hizo hace mucho tiempo con aquellos pescadores que estaban a orillas del mar de Galilea, con infinito amor les dice a ustedes: “Venid en pos de mí”.
Si lo escuchan, Él les hablará hoy mismo.
Cuando recorran el sendero del discipulado —cuando avancen hacia el Padre Celestial—, algo en su interior les confirmará que han escuchado el llamado del Salvador y puesto su corazón en dirección a la luz; les dirá que se encuentran en el camino correcto y que están regresando a casa
Hacer un paseo en bicicleta con su madre
Un domingo, los misioneros llevaron a nuestras reuniones a una familia nueva que jamás había visto. Era una madre con dos hermosas hijas. Me pareció que esos misioneros estaban haciendo un muy, muy buen trabajo.
Me llamó particular atención la hija que tenía un bellísimo cabello oscuro y grandes ojos color café; se llamaba Harriet y creo que me enamoré de ella desde el primer momento en que la vi. Lamentablemente, esa hermosa joven no parecía sentir lo mismo por mí. Había muchos jóvenes que deseaban conocerla y empecé a preguntarme si algún día me consideraría algo más que un amigo. Pero no dejé que eso me desalentara. Me las ingenié para estar donde ella estaba. Cuando repartía la Santa Cena, me aseguraba de estar en la posición correcta para que fuera yo quien se la diera a ella.
Cuando teníamos actividades especiales en la capilla, iba en bicicleta hasta la casa de Harriet y tocaba el timbre. Por lo general, contestaba la madre de Harriet; de hecho, abría la ventana de la cocina de su apartamento en el cuarto piso y me preguntaba qué quería. Yo le preguntaba si a Harriet le gustaría que la llevara a la capilla en mi bicicleta; y ella contestaba: “No, ella irá más tarde, pero a mí me encantaría ir contigo a la capilla”. Aunque no era exactamente lo que yo tenía en mente, ¿cómo iba a negarme?
Así que fuimos juntos a la capilla. Tengo que admitir que yo tenía una bicicleta admirable. La madre de Harriet se sentaba en la barra y yo intentaba ser el conductor de bicicleta más elegante sobre las calles de desparejos adoquines.
El tiempo pasaba. Mientras la hermosa Harriet salía con muchos otros jóvenes, parecía que yo nunca tenía ningún progreso con ella.
¿Me sentía desilusionado? Sí.
¿Me daba por vencido? ¡Por supuesto que no!
Es más, al recordarlo me doy cuenta de que no hace ningún mal estar en buenos términos con la madre de la joven de tus sueños.
Años más tarde, cuando ya había terminado mi entrenamiento como piloto de combate de la fuerza aérea, experimenté un milagro moderno con la respuesta de Harriet ante mi cortejo constante. Un día me dijo: “Dieter, has madurado mucho durante los últimos años”.
Después de eso, actué rápido y, pocos meses después, me casé con la mujer que había amado desde la primera vez que la vi. El proceso no había sido fácil: hubo momentos de sufrimiento y desesperación; pero, finalmente, mi felicidad fue total, y todavía lo es, incluso más que antes.
Ve la dulce reacción de la hermana Uchtdorf durante la Conferencia General mientras su esposo compartía su historia de amor.
¡Puedes hacerlo ahora!
Cuando era joven, si me caía, levantarme era instantáneo. Sin embargo, a lo largo de los años he llegado a la inquietante conclusión de que las leyes de la física han cambiado— y no a mi favor.
No hace mucho, estaba esquiando con mi nieto de 12 años. Estábamos disfrutando juntos cuando pasé por una zona congelada y acabé haciendo un espectacular aterrizaje forzoso en una pendiente pronunciada.
Intenté por todos los medios levantarme, pero no podía; me había caído, y no podía levantarme.
Me sentía bien físicamente, pero mi ego estaba un poco dolido. Así que me aseguré de tener bien colocados el casco y las gafas, ya que prefería que los demás esquiadores no me reconocieran. Podía imaginarme a mí mismo, ahí sentado y desvalido, mientras ellos pasaban esquiando con elegancia y gritándome un alegre, “¡Hola, hermano Uchtdorf!”
Empecé a preguntarme qué haría falta para que me rescatasen. Entonces llegó mi nieto. Le dije lo que había sucedido, pero no parecía muy interesado en mis explicaciones de por qué no podía levantarme. Me miró a los ojos, extendió la mano, tomó la mía y con un tono firme dijo: “Opa, ¡puedes hacerlo ahora!”.
Al instante me levanté.
Sigo sin entenderlo. Lo que parecía imposible sólo un momento antes, de inmediato se hizo realidad, gracias a que un niño de 12 años me extendió la mano y me dijo: “¡Puedes hacerlo ahora!”. Para mí, fue una inyección de confianza, entusiasmo y fortaleza.
Hermanos, habrá ocasiones en nuestra vida cuando el levantarnos y seguir adelante parezca ser algo que supera nuestra propia capacidad. Ese día, en una ladera cubierta de nieve, aprendí algo. Aunque pensemos que no podemos levantarnos, todavía hay esperanza; y a veces, sólo necesitamos a alguien que nos mire a los ojos, nos tome de la mano y diga: “¡Puedes hacerlo ahora!”
Mira cómo el Élder Uchtdorf cuenta esta historia, da clic en el video.
Sentirse pequeño en Big Spring
Hace muchos años asistí a un entrenamiento para pilotos en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Me encontraba lejos de mi hogar, siendo un joven soldado de Alemania Occidental, nacido en Checoeslovaquia, criado en Alemania Oriental y que hablaba inglés con mucha dificultad. Recuerdo claramente mi viaje a nuestra base de entrenamiento en el estado de Texas; estaba sentado en el avión al lado de un pasajero que hablaba con un marcado acento sureño; casi no podía entender una palabra de lo que decía, y en realidad me preguntaba si en todo ese tiempo me habían enseñado el idioma equivocado. Me provocaba pánico el pensar que tendría que competir para los puestos más destacados del entrenamiento de pilotos con estudiantes cuya lengua materna era el inglés.
Al llegar a la base aérea en el pueblito de Big Spring, Texas, busqué y encontré la rama Santo de los Últimos Días, que consistía en un puñado de miembros maravillosos que se reunían en cuartos alquilados en esa misma base aérea, mientras construían una pequeña capilla que serviría como lugar permanente de la Iglesia. En aquellos días, los miembros ponían mucha de la mano de obra de los nuevos edificios.
Día tras día asistía a mi entrenamiento y estudiaba lo más que podía y después pasaba la mayor parte del tiempo libre trabajando en la nueva capilla. Allí aprendí que un “dos por cuatro” no es un paso de baile, sino un pedazo de madera; también aprendí la importante técnica de supervivencia de no pegarle al dedo con el martillo al clavar un clavo.
Pasaba tanto tiempo trabajando en la capilla que el presidente de la rama, que también era uno de nuestros profesores de vuelo, expresó preocupación de que tal vez debía pasar más tiempo estudiando.
Mis amigos y compañeros que eran pilotos también se mantenían ocupados en actividades de tiempo libre, aunque creo que se podría decir que algunas de esas actividades no se parecerían a lo que hay en el folleto Para la fortaleza de la juventud. Por lo que a mí respecta, disfrutaba de ser parte de esa pequeña rama del oeste de Texas, de practicar mis nuevas destrezas de carpintero y de mejorar mi inglés al cumplir mis llamamientos para enseñar en el quórum de élderes y en la Escuela Dominical.
En esa época, Big Spring (Manantial Grande), a pesar de su nombre, era un lugar pequeño, insignificante y desconocido; y muchas veces yo me sentía igual: insignificante, desconocido y un tanto solitario. No obstante, siempre supe que el Señor se acordaba de mí y de que Él podía encontrarme en ese lugar. Sabía que a mi Padre Celestial no le importaba donde estuviera, el lugar que ocupara en mi clase de entrenamiento como piloto o el llamamiento que tuviera en la Iglesia. Lo que le importaba es que me estuviera esforzando, que inclinara mi corazón hacia Él y que estuviera dispuesto a ayudar a los que me rodeaban. Yo sabía que si me esforzaba, todo saldría bien. Y todo salió bien.
Al Señor no le importa si pasamos nuestros días trabajando en recintos de mármol, o en los cubículos de un establo. Él sabe dónde estamos, no importa cuán humildes sean nuestras circunstancias. Él usará, a Su propia manera y para Sus santos propósitos, a aquellos que inclinen su corazón hacia Él.
Dios sabe que algunas de las almas más grandes que han vivido son las de aquellos que nunca aparecerán en las crónicas de la historia. Son almas benditas y humildes que se esfuerzan por emular el ejemplo del Salvador y que se pasan la vida haciendo el bien.
Escucha al Élder Uchtdorf contar esta historia y dar más ejemplos de almas bendecidas y humildes que hacen el bien.
Esta es una traducción del artículo que fue escrito originalmente por Emily Abel y fue publicado en ldsliving.com con el título “7 Stories from Elder Uchtdorf Heart-Warming Enough to Be Bedtime Stories”.