En diciembre de 1839, el Profeta José Smith y Ellias Higbee viajaron a Washington D.C. para que el gobierno respondiera por las pérdidas que sufrieron los Santos de los Últimos Días que fueron perseguidos y asediados.
En su reunión con el Presidente Martin Van Buren, José Smith registró que el presidente “les preguntó en qué se diferenciaba su religión de las otras de la época”. Si hubieras estado en el salón y te hubieran pedido que respondieras la pregunta de Presidente Van Buren, ¿cómo hubieras respondido?
Quizás, hubieras comenzado explicando que los Santos de los Últimos Días creen que en el año 1820 Dios, el Eterno Padre, y Su Hijo Jesucristo aparecieron en persona en una arboleda en el estado de Nueva York para dar inicio a la última dispensación del Evangelio.
O, podrías haber abierto tu ejemplar del Libro de Mormón y hubieras leído pasajes seleccionados, mientras enfatizabas que estabas leyendo un registro sagrado de las Escrituras que preservó una antigua rama de Israel que se estableció en los Estados Unidos.
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Es posible que hubieras enfatizado que tu religión enseña sobre la existencia premortal. Es decir, todas las personas vivieron con Dios en espíritu antes de su nacimiento terrenal.
O, tal vez hubieras explicado cómo las visiones de las glorias (Doctrina y Convenios 76) son un comentario de las Escrituras sobre las palabras del Salvador, “en la casa de mi Padre muchas moradas hay” (Juan 14:2).
Cualquiera de esas respuestas habría sido correcta. Todas esas enseñanzas doctrinales son características importantes del Evangelio restaurado, perspectivas que son diferentes a las que se encuentran en el cristianismo más tradicional.
Sin embargo, el Profeta de la Restauración eligió dar una respuesta totalmente distinta.
“El hermano José dijo que diferíamos en la forma de bautizar y en el don del Espíritu Santo por la imposición de manos. Consideramos que todos los demás aspectos están comprendidos en el don del Espíritu Santo”.
La declaración de José es una respuesta plena que llega al corazón del Evangelio de Jesucristo.
Imagina que tuviéramos las enseñanzas, los convenios, las ordenanzas, la estructura organizativa, el liderazgo apostólico y el sistema misional de la Iglesia actual y, sin embargo, no existiera el don del Espíritu Santo, ¿qué sucedería? ¿De qué servirían las enseñanzas o las doctrinas si no hay un Espíritu que proporcione claridad o convicción a las almas de las personas?
¿De qué servirían los convenios y las ordenanzas si no hay un Espíritu Santo que actúe como el Espíritu Santo de la promesa para ratificar, aprobar y hacer obligatorias esas ceremonias? Y, ¿Qué bien se podría hacer al enviar a decenas de miles de hombres y mujeres jóvenes además de parejas experimentadas a todas partes del mundo si no hubiera una forma de que la audiencia pudiera saber que el mensaje del Evangelio restaurado es de Dios y es verdadero?
Los Santos de los Últimos Días creen que de alguna forma la Iglesia de Jesucristo ha estado en la tierra desde los días de Adán y Eva; que los profetas y videntes, a lo largo de las generaciones, han sido sostenidos para revelar la mente de Dios; que los poderes y las llaves del sacerdocio han sido revelados para administrar el Evangelio de Jesucristo; y que el Espíritu Santo ha sido conferido a los individuos a lo largo del tiempo registrado para que pudieran ser inspirados, consolados, fortalecidos, advertidos, santificados y sellados en la vida eterna.
El Profeta de la Restauración declaró lo siguiente:
“Creemos que en la actualidad se disfruta del don del Espíritu Santo tan ampliamente como en los días de los apóstoles… Creemos que los santos hombres de la antigüedad hablaron según fueron guiados por el Espíritu Santo, y que los santos hombres de esta época hablan de acuerdo con el mismo principio”.
A medida que pasan los años, el dolor y las presiones de la vida hacen que me arrodille con más frecuencia, aprecio de manera más plena lo significativas que son las palabras del profeta José Smith.
La gran diferencia entre los Santos de los Últimos Días, y otros hombres y mujeres benevolentes es el don del Espíritu Santo. Ese don valioso que solo lo recibimos a través de la imposición de manos de aquellos que poseen el Sacerdocio de Melquisedec.
Ese otorgamiento divino es la diferencia, en la forma en que como Santos de los Últimos Días percibimos nuestra experiencia terrenal; hablamos, enseñamos y testificamos; enfrentamos y lidiamos con las tragedias y traumas inevitables de la mortalidad; recibimos y somos fieles a los convenios y ordenanzas sagradas y salvadoras; y, esperamos la vida eterna en el mundo por venir.
Esta es una traducción del extracto del libro “The Holy Spirit” de Robert L. Millet, que fue publicado originalmente por ldsliving.com con el título “What the Prophet Joseph Told a US President Is the Most Unique Feature of the Church”.