Todo el tiempo escuchamos acerca de cómo superar las pruebas. Pero, ¿qué sucede con las pruebas que permanecen con nosotros? ¿Las que no se van?
En la película “Desayuno con Diamantes”, el personaje de Audrey Hepburn, Holly Golightly, le habla a Paul (George Peppard) acerca de los días en que se ve todo de color rojo.
“¿Conoce usted esos días en que se ve todo de color rojo?”
“Querrá decir…negro”
“No”, Holly responde lentamente. “Usted tiene un día negro porque se engorda o ha llovido demasiado, está triste y nada más…pero los días rojos son terribles… de repente se tiene miedo y no se sabe por qué. ¿Le ha ocurrido a usted alguna vez?”
He tenido esa sensación desde que tengo memoria. Cuando estaba en la escuela primaria, me ponía muy nerviosa cuando se programaba un simulacro de incendio. Me volvía muy ansiosa cuando sabía lo que iba a suceder. Eso no tiene mucho sentido, pero al saber lo que sé de mí ahora, me doy cuenta de que era una estudiante de primer grado de primaria que sufría de ansiedad.
Fingía estar enferma para que mi mamá viniera a recogerme antes del simulacro de incendio. Cuando intentaba explicarle lo que me molestaba acerca de saber que habría un simulacro de incendio, no podía. No podía explicar lo que sentía. No podía describir el pánico en mi cerebro de que algo sucedería.
No podía detenerme
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Sin embargo, no solo eran los simulacros de incendio. Me preocupaba por todo. Era la reina del pensamiento excesivo. Las personas me decían que dejara de preocuparme, pero no podía.
En la Iglesia, mi asesora Mia Maid me dijo que tenemos control sobre nuestros pensamientos. Esta no fue la primera vez que escuché eso. Pero, fue la primera vez que me di cuenta de que no podía controlar mis pensamientos de ansiedad.
Me sentía devastada y avergonzada porque no importaba cuánto lo intentara, me hundía en los espirales profundos y oscuros de pensamiento. Estaba completamente a la merced de cualquier pensamiento pequeño que estuviera a cargo de mi cerebro. Sabía que no era normal, pero no sabía qué hacer. Así que no hice nada.
Mi experiencia en la escuela secundaria fue un ciclo de espirales de pensamiento que rodeaba mi sentido de autoestima, perfeccionismo e inseguridades. No había forma de vivir. Afortunadamente, tuve personas a mi alrededor que me sacaron de la oscuridad en mis peores momentos.
La misma asesora Mia Maid siempre podía decir cuándo había algo malo conmigo y no dejaba que me encogiera de hombros, me hacía hablar con ella y me sentía en evidencia.
Mi hermana hacía todo lo posible por estar ahí para mí. Nunca le conté lo que estaba sucediendo en mi cabeza. Pero, ella sentía que no estaba bien. Estaba rodeada de las personas que me amaban y hacían su mejor esfuerzo con esta bola de nervios muy nerviosa.
Cuando estaba en mi misión, mi ansiedad iba y venía como quería. Hubo un traslado completo en el que estuve tan ansiosa que no pude dormir ni comer. Hubo días en los que estaba sumergida en el espiral de la baja autoestima. Sin embargo, aun así, no me di cuenta de que tenía ansiedad. Todas las actividades de la misión hicieron que fuera fácil ignorar todo lo que estaba sucediendo en mi interior.
Luego, cuando llegué a casa, era un desastre. Pensé que todo se trataba de mis problemas con la autoestima, pero eso solo era un síntoma del problema subyacente.
En mi último año como estudiante tuve el peor episodio de ansiedad que experimenté. La mejor manera de describirlo es con las palabras de Chidi Anagonye:
“¿Conoces el sonido que hace un tenedor en el triturador de basura? Ese es el sonido que hace mi cerebro todo el tiempo”.
Un domingo, tuve que salir de la Iglesia e ir a casa. No sabía por qué, pero simplemente no podía quedarme ahí. Tenía que salir. Fui a casa y clasifiqué las gomitas de ositos por color y escuché “Blackbird” de los Beatles durante dos horas, sin parar.
Sentía como si no pudiera callar mi cerebro sin importar lo que hiciera. Comencé a hacer algunas cosas que, para mí, eran autodestructivas. Eran pequeñas pero no me gustaba la dirección que me hacían tomar esos hábitos. Conversé con mi obispo y me sugirió que viera a un terapeuta porque veía lo que yo no: Estaba buscando control de todas las maneras equivocadas.
Aceptar la prueba
Comencé a reunirme con un terapeuta y me ayudó a enfrentar mi ansiedad. Hizo que pensara en mecanismos positivos de afrontamiento para cuando me sintiera fuera de control.
Mi parte favorita de lo que me dijo es que la ansiedad forma parte de la respuesta de lucha o huida y que es una parte importante de ser humano. Pero, desafortunadamente, mi cerebro no puede distinguir la diferencia entre una prueba y una carga.
Una vez que entendí lo que estaba sucediendo con mi cerebro, fue más fácil calmarlo. Descubrí que era muy útil decirle a alguien en quien confiara, “me siento ansiosa y es porque…”
Gran parte del tiempo, la persona en la que confiaba era mi mamá. Al principio, era difícil contarle sobre mi ansiedad porque, antes, en mi vida cuando les contaba a las personas lo que me preocupaba, me decían que no me preocupara tanto. Pero, mi cerebro no dejaba que la preocupación desapareciera y esto, por lo general, hacía que ellos se sintieran frustrados conmigo.
Pensaba, “No intento ser difícil. ¡Tampoco quiero hacer lo que estoy haciendo!” Afortunadamente, mi mamá siempre fue muy empática y compartió conmigo su experiencia con la ansiedad posparto. Eso me hizo sentir menos frágil y sola.
Mi cerebro ansioso forma parte de mí. He llegado muy lejos, pero todavía tengo días en los que no puedo respirar del todo y mi cerebro no se calma. Hace apenas unas semanas, estaba en el mercado y sentí que debía sentarme en el piso y llorar, o salir de ahí inmediatamente. Probablemente, vuelva a tener ataques de pánico en el futuro.
Cuando estaba en la misión, escuché una frase en una charla que se quedó conmigo:
“Hermanos y hermanas… reconozcan y afronten sus debilidades, pero no permitan que éstas los inmovilicen, ya que algunas de ellas los acompañarán hasta que partan de esta vida”.
Supe en ese momento que mis mayores dificultades – la ansiedad, el perfeccionismo, la baja autoestima – formarían parte de mí durante el resto de mi vida. No podía escapar de ellas ni enterrarlas profundamente en mi interior. Tuve que enfrentarlas o me comerían viva.
Con demasiada frecuencia, nos centramos en superar las pruebas y no en la posibilidad de que puedan quedarse con nosotros. Habrá fases pasajeras de nuestras vidas y pruebas que las acompañan. Pero, las pruebas más grandes de nuestra vida probablemente permanecerán con nosotros hasta el final.
Tenemos que aprender a sobrellevar esas cargas y vivir con ellas en lugar de desear que algún día desaparezcan. En uno de mis momentos más difíciles, leí el mensaje del Élder Holland “Como una vasija quebrada”. Me sentía muy frágil, pero leer ese mensaje fue reconfortante de una manera inusual.
“Al esforzarnos en busca de paz y comprensión en cuanto a estos asuntos difíciles, es crucial recordar que vivimos —y elegimos vivir— en un mundo caído, en el que, por designio divino, nuestro esfuerzo por lograr la divinidad será puesto a prueba una y otra vez”.
Ese mensaje me recordó que escogí esta vida. Antes de venir a la Tierra, escogí ser probada. Sabía que esta vida sería muy difícil. Pero, acepté el llamado a venir de todos modos. Existe poder en saber que esta fue mi elección. El Élder Holland dijo lo siguiente:
“La gran seguridad en el plan de Dios, es que se nos prometió un Salvador, un Redentor que, mediante nuestra fe en Él, nos levantaría triunfantes por encima de esas pruebas y dificultades, aunque el precio para lograrlo fuera inmensurable, tanto para el Padre que Lo mandó, como para el Hijo que aceptó venir. Sólo el agradecimiento a ese amor divino es lo que hará que nuestro propio sufrimiento, en menor escala, sea, en primer lugar soportable, luego comprensible, y finalmente redentor”.
Estamos aquí en esta tierra para comprender cuánto necesitamos la expiación de Jesús por todas las cosas que nos afectan.
Cuando soy débil entonces soy fuerte
Aunque no sepamos cuál fue la prueba del apóstol Pablo, sí sabemos que fue una prueba permanente. Al igual que yo, Pablo oró para que el Señor le quitara ese problema, pero cuando no lo hizo, Pablo tuvo que aprender a sobrellevarlo. Escribió:
… me fue dado un aguijón en mi carne…
Con respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor que lo quite de mí.
Y me ha dicho: Te basta mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.
Por lo cual, por causa de Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
Algunas de nuestras pruebas nunca nos dejarán en esta vida y eso está bien porque pueden volvernos más como nuestro Salvador. Al aprender a sobrellevarlas pacientemente y sentir compasión por nosotros mismos y los demás, podemos convertirnos en nuestro mejor yo.
Cuando tengo momentos difíciles, momentos en los que no soy paciente ni compasiva conmigo misma, hago todo lo posible por apoyarme en el Padre Celestial. Con frecuencia, busco comprensión o validación de lo que siento. En más de una oportunidad, pensé en las palabras de Isaías:
“…delante de mí están siempre tus muros”.
El Padre Celestial conoce mis pruebas. Él ve lo difícil que es para mí sentir que mis pensamientos no son realmente míos. Así como sé que Él lloró conmigo, sé que Él estuvo conmigo en los momentos en que no puedo respirar y tengo mucho temor y no sé por qué.
Siempre quise salir del otro lado de la ansiedad. Pero, en cambio, el Padre Celestial me ha dado paz en momentos de profunda aflicción.
En lugar de curarme, me enseña.
Esta es una traducción del artículo que fue escrito originalmente por Elisha Ransom y Amy Keim y fue publicado en thridhour.org con el título “The Trials That Don’t Go Away”.