Este es un mensaje para todas las mujeres que luchan por aceptar las marcas de la maternidad en sus cuerpos.
Quizás una de las luchas más desalentadoras que sufrimos las mujeres es la batalla interminable con nuestros propios cuerpos.
La actitud que tenemos hacia nuestros propios cuerpos está cargada de conceptos erróneos alimentados por un mundo que celebra un cuerpo femenino casi prepúber como la norma ideal.
Desafortunadamente, para la mayoría de nosotras, el tiempo pasa. Ya no tenemos diecisiete años, varios niños se han abierto camino a través de nuestros canales de parto y la gravedad está ejerciendo su fuerza inexorable.
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Cada vez que nos miramos en el espejo, recordamos lo que no somos. Al enemigo le encanta eso. Nos hace pensar que debido a que nuestros cuerpos no se ven de una manera determinada, supuestamente “deseables”, no vale la pena tenerlos.
Por lo tanto, entramos en una guerra con nuestros cuerpos, odiando el mismo tabernáculo que nuestro Padre Celestial nos ha dado, despreciando la carne.
Si Satanás puede hacer que nos obsesionemos con nuestros cuerpos, ya sea por vanidad o autodesprecio, entonces nos ha hecho perder la visión del papel que juegan nuestros cuerpos en nuestra salvación.
Estuve embarazada todo un verano. Pasé mi tiempo flotando en el fondo de una piscina mientras veía pasar mujeres. Me preguntaba por qué las mujeres que más habían contribuido a nuestra sociedad parecían sentirse menos seguras.
¿Por qué cubrían sus cuerpos como si estuvieran avergonzadas? Se quitaban la toalla para zambullirse rápidamente en la piscina, solo sus hombros quedaban al descubierto mientras veían a sus hijos nadar.
En un mundo mejor, más amable y santo, el cuerpo de una madre sería considerado, con amabilidad, respeto y honor por lo que ha dado y hecho.
Estoy aprendiendo que una madre da todo lo que tiene: partes de su cuerpo, órganos internos, extremidades. Algunas partes son donadas temporalmente; otras, resultan alteradas irreparablemente.
La mayoría de los efectos son permanentes, como las estrías, las caderas más anchas, las cicatrices en el vientre producto de cesáreas, los rollitos de más, los dolores de espalda, la caída de cabello, entre otros.
Si permitimos que esta maternidad llegue hasta la médula de nuestros huesos, si permitimos que el esfuerzo de la crianza luche con nuestro espíritu, nuestra alma se forjará a la imagen de Dios.
Para mí, tener el cuerpo de una mujer ha significado una tutoría especial en la vida y la muerte. He estado embarazada cuatro veces. Cada embarazo terminó en un procedimiento quirúrgico y mucho dolor. Sin embargo, cada uno de ellos fue motivo de un inmenso gozo. Mis hijos Julia, Christian y Seth son una gran bendición en mi vida.
Asimismo experimenté mucha tristeza al enterarme de que mi penúltimo hijo no estaría con nosotros. Pasé 10 horas de labor de parto sabiendo que mi cuerpo, por su propia sabiduría, expulsaría un feto deforme.
La medicina lo llama aborto espontáneo, pero yo no tengo nombre para el sentimiento desolador que nubló mi espíritu mientras mi cuerpo trabajaba.
Sabía que en ese valle de desolación no estaba sola, el Salvador envió ángeles para estar conmigo y ayudarme a cargar este inmenso dolor. El Señor me dio un esposo maravilloso que me tomó la mano y se quedó conmigo esperando, sintiéndose impotente por no poder detener mi dolor y deseando poder soportarlo por mí.
Mi esposo y yo sentimos que los brazos del Salvador nos rodearon después de esa terrible semana. Asimismo, sentimos el apoyo de nuestros semejantes, que se preocuparon por nosotros.
Sé que la muerte de mi pequeño trajo luz a mi alma que quizás no podría haber entrado de otra manera.
He aprendido que este cuerpo humano también puede hacernos seres más divinos, que los dolores peculiares de la carne de una mujer le enseñan de manera muy profunda. El dolor desaparece o el cuerpo se acostumbra a ello, pero el conocimiento desciende como rocío del cielo y amplía nuestras almas.
En ese recuerdo yace la gloria de este cuerpo terrenal: A pesar de que podamos resucitar en un marco perfecto, las lecciones que aprendí en mi cuerpo maternal resucitarán conmigo.
El sacrificio, el dolor, el miedo y la fe de mi maternidad profundizarán en mi alma y permanecerán conmigo por las eternidades. Mi espíritu y mi cuerpo maternal constituyen la plenitud de mi gozo.
El llamamiento divino que recibimos como mujeres nos permite proporcionar un cuerpo y un refugio seguro a los espíritus que se nos confían para cuidarlos.
Las marcas que la maternidad deja en nuestro cuerpo – las caderas más anchas, los senos caídos, los pies más planos – no son motivo para avergonzarnos. ¡Mírate en el espejo y reconoce todo lo bueno que tienes!
Fuente: LDS Living