Cómo mi abuelo fallecido salvó mi vida y permitió que más tarde, me uniera a la iglesia

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Solo tengo tres recuerdos de un miembro especial de mi familia, mi abuelo Wilbur Yelvington. Uno, que se estaba quedando calvo. Si me posaba sobre las puntas de mis pies, podía ver la parte de atrás de su cabeza cuando se relajaba en su silla favorita después del trabajo. Sip. Ahí estaba el calvo.

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Dos, recuerdo que cuando llegaba a casa después de trabajar todo el día en el ferrocarril, se quitaba sus zapatos y decía, “Carol, ven aquí y huele mis medias.” Hacía lo que mi abuelo decía, olfateaba profundamente, y decía: “Eeeeew,” solo para hacerlo reír. Cada vez.

Tres, recuerdo el día en que lo encontré. Mi abuelo falleció mientras dormía. Cuando tenía 5 años, me dirigí a la puerta de su habitación (probablemente para oler sus medias) y me quedé observando hacia donde se recostaba sobre las sábanas, dormido, pensé. Todavía puedo escuchar el ruido de los zapatos de mi abuela sobre el piso de madera cuando corrió detrás de mí. De alguna manera, sabía que mi abuelo se había ido.

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Enviudó a principio de sus 40 años. No tenía educación, no más allá del octavo grado. No la contratarían en ningún empleo. Sin embargo, tenía fe. Creía en Dios. Se pellizcó, abandonó sus planes y se fue sin el resto de su vida.

Mi abuela era una creyente verdadera. Asistió fielmente a la primera iglesia bautista de New Smyrna Beach, Florida, durante toda mi infancia, de vez en cuando la acompañaba. Un domingo por la mañana mi hermana menor estaba tan desesperada por salir de la iglesia que corrió, gritando de alegría, se estrelló de cabeza contra una esquina de ladrillo y se rompió la cabeza. Esa es la historia.

No solo mi abuela era una creyente verdadera de Jesús (me enseñó a amar a Dios y Su Hijo) sino que también era la tercera de cinco hermanas y un hermano que también amaban a Dios y que toda la familia Oliver iba junta regularmente a comer, cantar y tocar guitarra además de contar historias. Era una familia que se dedicaba a la familia. Todo era acerca de reír y cuando los tiempos terribles llegaban, era una familia que se unía en esfuerzo.

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Le doy crédito a mi abuela por enseñarme sobre Dios y Su amor por nosotros. Mi abuela nos enseñó a orar por nuestra comida y me enseñó con su ejemplo a pagar el diezmo. A los 16 años, prometí a Dios que iría a la iglesia el resto de mi vida si ayudaba a mi mamá, mi hermana y yo. Cuando esta oración fue respondida, fui a buscar una iglesia a donde asistir. Visité varias. Un domingo, decidí ir a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

“Tienen jóvenes que enseñan sobre su iglesia,” dijo mi mamá antes de que dejáramos de investigar esta nueva religión. “Lo que sea que hagas, no los traigas a nuestra casa.”

No había dado ni tres pasos en el edificio cuando el líder misional de barrio y dos “jóvenes” me preguntaron quién era y si estaba interesada en aprender sobre el evangelio de Jesucristo.

“Ah,” dije, sintiéndome sabia, “mi mamá dijo que no podía llevarlos a nuestra casa.”

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Los tres se miraron.

“Puedes aprender sobre nuestra iglesia en mi casa con mi familia,” expresó el líder misional de barrio. “Háblalo con tu mamá.”

Ya que mi mamá no había dicho nada sobre esto, acepté.

No fue hasta mi misión, unos años más tarde, cuando aprendí a reconocer al Espíritu Santo y por eso, no puedo decir exactamente qué me impresionó de esas lecciones. Pero, sabía que esta era la iglesia a la que necesitaba unirme. No importaba cuánto me tomara (más de un año), no importaba a quien tuviera que enfrentar (mi mamá) y no importaba si tenía que esperar hasta que cumpliera 18 años para unirme (me faltaban seis meses cuando me dieron permiso).

Hubo oportunidades para bautizarme en otras religiones, pero esta vez, esta…esta era la correcta.

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Solo cuatro misioneros estuvieron en mi bautismo. Sin embargo, ese era el inicio del cumplimiento de la promesa que le hice a Dios, 18 meses antes. Iría a la iglesia por el resto de mi vida.

Estas son algunas de mis historias familiares. Cada vez que escribo una novela, me remonto al pasado y saco algo de alguna verdad que está ahí. Giro, abrazo, doblo y estiro esa idea. Luego, doy forma a cada historia hasta que se ajuste a lo que esté escribiendo. Todas mis novelas casi siempre tienen que ver con la familia.

Familia, lo vi de mi abuela, todos los tíos, primos y hermanos, es de lo que se trata la vida. La familia puede no ser perfecta, pero vale la pena luchar por ella.

No importa cuán difíciles hayan sido las cosas, siempre estuvimos dispuestos a defendernos el uno al otro. Con el tiempo, supe sobre las familias eternas. Esta familia era una realidad. Algo perfecto, incluso si la familia que tenía no era perfecta. Amaba a estas personas intensamente. Deseaba estar con mi familia para siempre. Y cuando fui al templo para poder servir en una misión y enseñar las verdades de Dios así como aprender cómo reconocer al Espíritu Santo, le di una base más sólida a mi vida. Lo que creía como mormona comenzó a hacerse más claro: la familia siempre se defenderá mutuamente, incluso del otro lado del velo. Esto se me mostró cuando era niña, pero no me di cuenta hasta que estaba escribiendo mi novela más reciente, Never That Far, que explora la idea de interactuar y encontrar fortaleza en aquellos que fallecieron.

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Mientras escribía, recordé una experiencia que viví con mi hermana.

Mi mamá estaba saliendo con alguien nuevo y los cuatro estábamos en la playa. Mi hermana y yo estábamos jugando en el oleaje cuando la corriente del mar nos llevó. Antes de que diera cuenta, estábamos en serios problemas.

Era tres años mayor que mi hermana, así que era responsable de mantenernos a salvo, pero no podía poner mis pies en el suelo y no podía respirar por completo. Sabía que íbamos a morir. Mi hermana y yo tomábamos turnos para subirnos una encima de la otra, salir a la superficie, pedir ayuda y tomar suficiente aire para las siguientes veces en que lucháramos bajo el agua.

Como adulta, todavía no sé cómo lo hice. La corriente del mar una vez arrastró a un adolescente a 40 kilómetros hacia el norte en esta misma playa. La corriente nos arrastró pero de algún modo, di la espalda a esa corriente y me liberé. Luego, alcancé a mi hermana, la tomé de su cabello y la llevé a salvo conmigo.

Esa noche nos acurrucamos en nuestra cama doble.

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“¿Lo viste?” preguntó mi hermana.

“¿A quién?” estaba casi dormida.

“Al abuelo.”

Seguí acostada por un minuto y ahora, completamente despierta. “¿El abuelo? ¿Nuestro abuelo?”

Mi hermana asintió. “Sí, estaba ahí. Lo vi, todo el tiempo cuando estaba bajo el agua.”

Cerré mis ojos y tomé la mano de mi hermana.

“¿Qué te dijo?” pregunté.

“Nada,” expresó. “Solo estaba… ahí hasta que nos liberamos.”

Me gusta pensar que mi abuelo deseaba que viviéramos y también me gusta pensar que de alguna manera me dio el impulso que necesitaba para liberarnos de lo que seguramente debería haber pasado, porque vivir significaba que muchos años después, me bautizara en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Mi hermana se uniría conmigo, mi mamá unos meses más tarde. Después, se uniría mi primo. Nada de eso hubiera sucedido si mi abuelo no nos hubiera salvado desde el otro lado, ese día en el agua.

Los muertos, tengo fe, no están tan lejos de los vivos, en la ficción o en la realidad.

 Artículo originalmente escrito por Carol Lynch Williams y publicado en ldsliving.com con el título “How My Deceased Grandpa Saved My Life and Allowed Me to Later Join the Church.”

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