Los estudios del Antiguo Testamento generalmente se enfocan en la relación que tuvo Dios con Sus profetas, sin embargo, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob también es el Dios de Sara, Rebeca y Lea.
Las esposas de estos patriarcas ofrecen poderosos ejemplos de una vida recta en tiempos difíciles.
Desde el principio, las mujeres han formado parte de los relatos e historias de la Biblia. Han actuado, reaccionado, hablado, sufrido y sido consoladas por Dios.
Esto es especialmente cierto en el libro de Génesis, donde las mujeres se encuentran en el centro de estas historias, enfrentando dilemas y tomando decisiones que influyen en las generaciones futuras de manera poderosa.
Sara
Como muchas mujeres, Sara, la esposa de Abraham, conoció la angustia de la esterilidad.
Esto es difícil de sobrellevar para cualquier mujer, pero para la esposa de un profeta a quien se le prometió que su posteridad sería como “las estrellas del cielo”, también fue espiritualmente confuso (Hebreos 11:12).
¿Por qué se les retuvo esta bendición? Sara sabía que Abraham había sido preordenado como el “padre de muchas naciones” (Génesis 17:4).
Naturalmente, ella creía que esta bendición profética se extendía a ella como su esposa. Durante 60 años esperó tener un hijo.
Finalmente, cuando ella creyó que sus años fértiles habían terminado, Sara instó a su esposo a tomar a la esclava egipcia, Agar, como su segunda esposa y tener hijos con ella.
Algunos han sugerido que Sara actuó precipitadamente y con poco juicio, ¿no debería haber tenido la suficiente fe como para esperar?
Sin embargo, los eventos que ocurrieron después del nacimiento del hijo de Agar, Ismael, confirmaron que la acción de Sara no fue un error; fue una prueba y un sacrificio para ella y parte del plan de Dios para traer al mundo la posteridad de Abraham.
De hecho, el apóstol Pablo dijo de ella:
“Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque consideró que era fiel el que lo había prometido”. -Hebreos 11:11
No fue hasta después de esta prueba que Sara quedó embarazada y se confirmó el convenio abrahámico. Debajo de las estrellas que contarían su posteridad, Abraham y Sara volvieron a escuchar la voz de Dios. Junto con las bendiciones del sacerdocio, la posteridad y la prosperidad, Dios los invistió tanto con Su espíritu como con Su nombre.
Sara sacrificó voluntariamente su propia paz y comodidad para asegurar la posteridad de su esposo. Su fe fue recompensada con la bendición de la maternidad. Se ganó el nombre de Sara, que significa “princesa”, porque poseía la nobleza de una reina.
Rebeca
Rebeca es otra matriarca del Antiguo Testamento que dejó la comodidad de su hogar, logro superar 20 años de esterilidad y exhibió una fe personal fuerte mientras buscaba la guía del Señor con respecto a su familia.
Rebeca conocía el poder de la oración personal. Mediante la oración recibió guía sobre la misión que tendrían sus hijos. Y mediante la oración, su esposo, el profeta Isaac, pronunció las bendiciones apropiadas sobre la cabeza de esos dos hijos.
Rebeca recurrió al Señor en busca de guía a lo largo de su vida. Cuando estuvo preocupada durante su embarazo porque los bebés “luchaban dentro de ella”, ella “fue a consultar a Jehová” personalmente y en privado (Génesis 25:22).
El Señor le respondió con una poderosa revelación: “Dos naciones hay en tu vientre, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; y un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor” (Génesis 25:23).
Al igual que María, que “meditaba [estas cosas] en su corazón” (Lucas 2:19), cuando le dijeron a Rebeca la misión de su hijo, meditó sobre la profunda respuesta a su oración personal.
Cuando se hizo evidente que Isaac planeaba darle una bendición a su hijo mayor, Esaú, Rebeca supo que había llegado el momento de ayudar al Señor a cumplir la respuesta que Él le había dado.
Guiada por esa revelación personal, que desafiaba las tradiciones de la época, actuó con rapidez y confianza para asegurarse de que Isaac le diera la bendición al hijo menor sin decirle a su esposo, el profeta.
Disfrazando a Jacob para que pareciera Esaú, lo envió a la tienda de su padre, donde Isaac pronunció:
“Dios te dé el rocío del cielo, y de las grosuras de la tierra… Sírvante pueblos, y naciones se inclinen ante ti; sé señor de tus hermanos, e inclínense ante ti los hijos de tu madre”. -Génesis 27: 28–29
Rebeca amaba y respetaba a su esposo, un hombre de gran fe y obediencia, pero el tiempo y los años habían nublado los ojos de Isaac (Génesis 27:1). Rebeca sintió la impresión de guiar a su esposo en la dirección correcta e hizo bien.
Aunque Isaac “se estremeció” cuando se dio cuenta de que le había dado la bendición a su hijo menor, sintió la confirmación del Espíritu cuando proclamó: “Yo le bendije, y será bendito” (Génesis 27:33).
Lea
Lea es otra esposa de un profeta cuya historia ofrece consuelo y guía a las mujeres de hoy. Como esposas de los patriarcas, Sara, Rebeca y Lea compartieron el honor y la bendición del convenio abrahámico.
Sin embargo, la historia de Lea comienza con rechazo y tristeza. Soportó la rivalidad que tenía con su hermana, la indiferencia de su esposo y la rebeldía de sus hijos antes de encontrar la paz que proviene de volverse al Señor.
Cuando Jacob entró en Harán, se enamoró de Raquel, la hermosa joven hija del hermano de su madre, Labán. Pero Labán, decidido a seguir la costumbre de que la hija mayor se casara primero, cambió a su hija en la noche de bodas.
Jacob había trabajado siete años para poder casarse con Raquel, pero se despertó con Lea. Jacob, sintiéndose comprensiblemente traicionado, amó a “Raquel más que a Lea… Y vio Jehová que Lea era menospreciada y abrió su matriz, pero Raquel era estéril” (Génesis 29:30–31).
Esta sería la fuente de una amarga rivalidad y de un dolor tormentoso durante muchos años. Las hermanas se volvieron frías la una con la otra mientras competían por el afecto de su esposo y deseaban tener hijos.
Esta rivalidad también afectó a sus hijos y, a medida que crecían, muchos de los hijos de Lea se volvieron descarriados. ¡Qué dolor y tristeza debe haber sentido!
El nombre de los hijos de Leah nos brindan una idea de cómo lidió con este dolor. Al principio esperaba cambiar a su marido. Llamó a su primogénito Rubén, que significa “Mira, un hijo”, y dijo: “Ha mirado Jehová mi aflicción; ahora, por tanto, me amará mi marido” (Gen 29: 32).
Después de llamar a Simeón, que significa “oír”, dijo: “Por cuanto oyó Jehová que yo era menospreciada, me ha dado también a este [hijo]”.
Cuando nombró a Levi, que significa “unido” o “prometido”, ella nuevamente expresó su deseo de que su esposo cambiara: “Ahora esta vez se unirá mi marido conmigo, porque le he dado tres hijos”.
Finalmente, Lea comenzó a volverse hacia el Señor en busca de consuelo y fortaleza, y encontró ambos. Después del nacimiento de Judá, cuyo nombre significa “alabanza”, ella dijo: “Ahora alabaré al Señor”.
Cuando Gad y Aser nacieron de su sierva Zilpa, Lea los llamó Gad, que significa “buena fortuna”, y Aser, que significa “bendecido”, y dijo: “Para dicha mía, porque las mujeres me dirán dichosa”.
Con el nacimiento de sus últimos hijos, Isacar y Zabulón, cuyos nombres significan “recompensa” y “morada exaltada”, Lea finalmente vio las bendiciones en su vida y reconoció: “Dios me ha dado mi recompensa”.
El nombre de su hija, Dina, que significa “justicia”, indica que, después de todo, sintió que el Señor la había tratado con justicia (Génesis 29:32–30:20).
En resumen, cuando Lea se acercó más al Señor, sintió que Él se acercaba más a ella y eso cambió su vida. La gratitud venció al sentimiento de lástima.
Al nutrir su relación con Dios, Lea fortaleció su relación con su esposo, sanó la división que tenía con su hermana y reunió a sus hijos “como la gallina junta a sus polluelos”.
Fuente: LdsLiving