Hace nueve años y tres días, llevamos a, nuestra hija recién nacida, Jadelynn a casa después de una estadía muy larga de 3 meses y medio en la Unidad de Cuidados Intensivos. Era por lo que habíamos estado orando y estábamos muy emocionados por nuestro milagro.
Mi bebé nació prematuramente debido a una condición llamada flujo diastólico. Ella nació de 31 semanas (casi ocho meses). Ella no había recibido el alimento necesario debido a esta condición y pesaba solo medio kilo cuando nació.
Fueron necesarios esos meses en UCI para que fuera lo suficientemente seguro para que le dieran de alta. Cuando lo hizo, nuestros corazones estallaron de alegría, y nuestro hijo de 2 años, Jimmy, balbuceó lo que había estado en nuestros corazones: “¡Casa, casa casa!”.
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Jadelynn volvería a casa con una sonda de gastrostomía para ayudarla a comer, un monitor cardíaco para medir su corazón y pulmones como medida de precaución, y oxígeno hasta que pudiera hacer estas cosas por sí sola.
Hace nueve años y dos días realicé mi primera salida con todos mis niños. Tenía el cochecito doble, el tanque de oxígeno, los monitores y llevé a Jadelynn, Elise y Jimmy a sus lecciones de natación en el Centro Acuático YMCA.
Fue un desafío tener tres pequeños menores de 4 años, pero estaba muy agradecida de tener a estos tres hermosos niños conmigo, considerando que había tenido mi segundo aborto espontáneo hacía menos de un año.
Mi último aborto espontáneo me afectó más que cualquier otra cosa hasta la fecha. La bendición de tener a mi bebé no me pasó por alto. Sentí como si nuestras oraciones hicieron que Jadelynn existiera.
Fuimos a la clase de ballet de Elise esa noche. Jimmy, Jadelynn y yo nos sentamos en la parte de atrás. Movía el auto de juguete de mi hijo con una mano y sostenía con la otra la cabeza de mi dulce niña mientras esperábamos. Eso era algo con lo que había soñado durante el último año de mi vida, y ahora era realidad. Estaba muy feliz.
Hace nueve años y un día, le di un baño a Jadelynn, maravillándome de lo pequeña que era, de lo confiada que me sentía de tener una niña tan milagrosa, de lo agradecida que estaba por todos los médicos y de lo emocionada que estaba de que un especialista viniera esa noche para enseñarle a Brian cómo usar la máquina de alimentación por sonda, la máquina de oxígeno y el monitor cardíaco.
Estaba empezando a cansarme, ya que tenía que despertarme cada dos horas para reponer la comida de Jadelynn durante la noche. A menudo pensaba en lo mucho que damos por sentado y en lo arduo que se esforzaba Jadelynn por crecer.
Mi hija había demostrado ser muy fuerte, desafiando las expectativas de los doctores, convirtiéndose en una respuesta literal a nuestras oraciones.
Brian tomó una foto de nosotras recostadas en mi cama una al lado de la otra.
Hace nueve años, pensé que tendríamos muchas más de esas fotos.
Hoy hace nueve años, todo cambió.
No podía ver más allá del mar de lágrimas que constantemente llenaban mis ojos.
No podía creer lo que le estaba pasando a mi familia.
No podía imaginar lo que me depararía el futuro, y mucho menos los próximos nueve años.
Hace nueve años, hoy, mi esposo y yo cambiamos nuestro último pañal. Limpiamos nuestra última botella. La alimentamos por última vez a las 3 de la mañana. No podíamos imaginar que ella partiría de una manera tan inesperada.
Hace nueve años, hoy, las alarmas de Jadelynn sonaron por primera vez, en los brazos de un profesional de la salud que inmediatamente comenzó a realizarle RCP mientras yo llamaba frenéticamente al 911.
Hace nueve años, hoy, me senté en una ambulancia, mirando a los paramédicos que se cernían sobre mi preciosa hija, tratando de salvar su vida, mientras Brian hacía los arreglos para que Elise y Jimmy pudieran quedarse con alguien, para luego dirigirse al hospital.
Con toda la conmoción, fue un milagro que mis otros dos hijos no se despertaran. Eran las 8 de la noche.
Hace nueve años, hoy, me senté en la sala de emergencias. Abrieron toda el área de cardiología, solo para ella. Nunca había visto a tantos médicos trabajar en una sola persona. Debía haber al menos unos 10 doctores y enfermeras en la habitación.
Observé cómo presionaban rítmicamente su pecho, observé los monitores, observé los rostros del personal médico para ver si quedaba algo de esperanza en sus ojos, observé el cuerpo de mi hija allí, rodeado de tantos extraños y me hice muchas preguntas.
Me pregunté si sentía dolor. Me pregunté si sabía que yo estaba allí. ¿Podía escuchar lo que mi corazón le decía? Y también me puse a escuchar.
Escuché a estos extraños que en ese momento trabajaron hasta la medianoche para salvar a mi Jadelynn, escuché al capellán, escuché los últimos sonidos de mi bebé.
Me sentí confundida. Ella acababa de llegar a casa. El médico dijo que estaba lo suficientemente sana como para ir a casa, esto no debió haber pasado.
Sentí un dolor inexplicable.
Tristeza. Dolor. Desesperación. Nostalgia.
Anhelando tener la oportunidad para abrazar a Jadelynn… que tal vez si podía abrazarla, su corazón empezaría a latir de nuevo. Luego, seguí escuchando…
“Hemos mantenido su corazón latiendo durante tres horas, pero no hemos podido parar. Todavía tenemos que mantener su corazón latiendo, pero ese es el problema. Seríamos nosotros los que mantendríamos su corazón latiendo. No podemos detenernos, porque de hacerlo ella fallecería… lo sentimos… Ha llegado el momento de decir adiós”.
Hace nueve años, mientras Brian y yo la abrazamos por última vez en la sala de emergencias. Lloramos. Lloré por nuestra hija.
La abrazamos y nos abrazamos. Hablamos de nuestro amor por ella. La besamos y sentimos que su piel se enfriaba, temiendo el momento en que tendríamos que dejar el hospital.
Hablamos sobre cómo es que pudo haber pasado esto y por qué esta había tenido que ser nuestra realidad. Pero no importaba el por qué, simplemente sucedió así y nada iba a cambiar eso.
Nuestros corazones estaban rotos. ¿A dónde podíamos ir? ¿Dónde hallábamos nuestro solaz? ¿Nuestro consuelo?
La hija con la que el Señor nos había bendecido había sido llamada de regreso a casa. No sabíamos el por qué. Los médicos tampoco.
Hoy hace nueve años, Brian y yo nos recuperamos lo suficiente como para ir a la Casa del Señor, el templo.
Fuimos por lo que se nos enseña en él. Las familias pueden estar juntas para siempre.
La muerte es la puerta de entrada a la vida eterna y a las familias eternas. Gracias a la expiación de Jesucristo, podemos ser limpios y ser dignos de entrar en el Reino de Dios donde sabíamos que está nuestra bebé.
Había enseñado estas verdades a muchos otros en las clases de la Escuela Dominical. El templo nos promete paz, y era ahí donde desesperadamente necesitábamos estar. Asistimos, y ahí sentimos paz por primera vez.
El dolor y la angustia no disminuyeron, pero aumentó nuestra capacidad para soportar esta difícil prueba. Sé que fuimos fortalecidos en el templo al derramar nuestro corazón en oración y esperar sentir Su paz.
Nos marchamos, sabiendo que nada volvería a ser lo mismo, pero que íbamos a estar bien.
Hace nueve años, atravesé por un momento crítico en mi vida, donde todo lo que me enseñaron cuando era niña, se puso en práctica.
Decidí que sin importar qué, necesitaba seguir en el camino del convenio, ejercer el don del arrepentimiento y esforzarme a través de la gracia y la misericordia de Dios para regresar a Su presencia donde mis queridos ángeles seguramente se encuentran hoy.
Esta experiencia, como muchas otras, tenía el potencial de derrumbarme por completo. Sin embargo, testifico que lo que dice Filipenses 4:13 es VERDAD:
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”.
No podría haber pasado los últimos nueve años sin Él, sin Su gran plan de felicidad, Su paz y la tranquilidad de que íbamos a estar bien.
Hace nueve años, apenas podía ver más allá del presente. Hoy, espero con ansias los próximos nueve años y lo que tienen reservado para mí a medida que camino junto a Él.
Fuente: Meridian Magazine