Hace algunos años, mientras renovaba mi recomendación para el templo, con un miembro de la presidencia de mi estaca, se me hizo la última de las preguntas para la recomendación, que en ese tiempo era: “¿Se considera digno en todo sentido para entrar al templo?” Respondí, con entusiasmo, “¡Absolutamente!” – A lo cual el buen hermano que me entrevistaba parecía realmente impactado. Sentí que en verdad lo había incomodado, tal vez como si hubiera confesado alguna transgresión grave.
También te puede interesar: El miedo a perderse… en el reino celestial
Cuando le pregunté por qué parecía tan desconcertado, dijo que muy pocas de las personas que había entrevistado a lo largo de los años le respondieron en afirmativo, sin duda o clarificación, como: “Bueno, estoy intentándolo” o “me esfuerzo.” Mi respuesta optimista, dijo, simplemente lo tomó por sorpresa.
Entonces, pregunté: “Presidente, ¿cometo algún error al sentirme de esa manera? O ¿Debería sentirme menos seguro de mi dignidad o aceptabilidad ante el Señor?” Me aseguró que ese no era el caso y que simplemente no estaba acostumbrado a que los miembros de la estaca se sintieran tan seguros de que estaban viviendo como lo deseaba el Señor. Esa experiencia ha permanecido conmigo e hizo que me preguntara una y otra vez por qué este sería el caso: ¿Por qué pocos miembros de la iglesia no se sienten seguros de cuan bien están haciendo la búsqueda de la vida eterna?
Aparentemente, un gran porcentaje de nosotros tiende a preguntarse si realmente somos capaces de hacer todo lo necesario para merecer un lugar en la más alta recompensa celestial. En mi opinión, ese pesimismo o incertidumbre no surge tanto del sentimiento de indignidad sino más del malentendido del gran plan de Dios y lo que el Señor espera realmente de nosotros.
El Élder Russell M. Nelson del Quórum de los Doce Apóstoles nos recuerda: “Cuando comparamos nuestro desempeño personal con la norma suprema de lo que el Señor espera de nosotros, la realidad de nuestra imperfección puede resultar a veces desalentadora. Me siento muy triste por aquellos miembros de la Iglesia que, por motivo de sus defectos, permiten que la depresión les prive de la felicidad de sus vidas. Es preciso que recordemos lo siguiente: “existen los hombres para que tengan gozo” ¡sin sentimientos de culpabilidad!” (Russell M. Nelson, “La Inminencia De La Perfección,” Conferencia General de octubre de 1995).
Las leyes y las ordenanzas a través de las cuales los hombres y las mujeres son exaltados en el reino celestial de nuestro Dios son eternas y no cambian. Sí, siempre han existido y han estado operativas. Y, no, no son negociables. Todos los seres son salvos en los mismos principios, por medio de las mismas leyes y ordenanzas, en todas las dispensaciones, en cada tierra creada por el gran Dios que “sostiene todos los mundos y todas las cosas con Su poder” (Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: José Smith). Sin embargo, es fundamental entender que, a pesar de que todos somos juzgados por las mismas leyes, nuestras circunstancias influyen en lo que se espera de nosotros individualmente bajo esas leyes.
Desde el mismo comienzo de la institución del plan de Dios, todos sabíamos que tendríamos menos capacidad que Jesús para guardar los mandamientos del Padre. Por eso, se nos enseñó que una parte importante del plan de Dios era que el Padre tenía la intención de proporcionarnos un Salvador. Confiamos en esa promesa y ciertamente, nos regocijamos por el anuncio. Nuestra desigualdad con Cristo hizo de esto un componente necesario del plan de Dios. Asimismo, tú y yo también somos distintos respecto a nuestras habilidades personales de guardar los mandamientos, cuando se nos compara el uno al otro. De manera instructiva, en la parábola de Jesús sobre los talentos (véase Mateo 25: 14 – 30) el Señor recompensa a todos sus siervos por igual, aunque no todos fueran igualmente productivos. Solo los totalmente improductivos fueron descartados como indignos. En la parábola queda claro que la recompensa no se basaba en cuánto hicimos, sino en lo que hicimos con lo que se nos dio. De este modo, es con nosotros.
Debemos recordar y creer firmemente que el plan de salvación, el gran plan de felicidad, se diseñó para funcionar. De hecho, no se hubiera llamado el plan eterno de salvación/ felicidad/ redención/ misericordia/ liberación/ etc. Si no funcionara, particularmente si su efecto primario fuera la condenación de la gran mayoría de los descendientes de Dios. Desde una posición mormona, ser condenado significa estar privado de nuestro progreso (es decir, permanecer siempre en un estado no exaltado). Va instintivamente contra todo lo que sabemos sobre la naturaleza de Dios al insinuar que Él crearía e instituiría un plan que, por diseño, condenaría a la mayoría de Sus hijos.
Sí, el libre albedrío se debe preservar. Pero, diseñar un plan tan difícil de lograr, en el cual la mayoría fallaría, no preserva el libre albedrío. Al contrario, esto frustraría tanto el libre albedrío como el mismo propósito por el que se creó el plan de Dios: nuestra exaltación. La idea de que Dios promovería algo que aseguraría que la gran mayoría de sus hijos nunca más pudiera morar en su presencia es incomprensible. Y, la suposición de que nuestra Madre Celestial se sentaría sin hacer nada y permitiría que ese fracaso garantizado la despojara eternamente de cualquier interacción con su descendencia espiritual es igualmente incomprensible. ¡Eso no podía, ni pasó!
Además, sabemos que al presentarnos el plan en el mundo premortal, estuvimos muy felices con lo que el Padre nos decía, nos regocijamos. A menudo, citamos el libro de Job, que dice: “cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios” (Job 38:7).
Si el Padre nos hubiera informado que “había buenas y malas noticias” y hubiese continuado, “la buena noticia es que hay un plan, pero la mala es que la mayoría de ustedes no lograrán regresar,” seguramente no hubiéramos tenido motivo para regocijarnos. Pero, eso no sucedió. El Padre literalmente nos presentó la buena noticia: la buena noticia de que Él tenía un plan que sin problemas nos asemejaría a Él y la buena noticia de que Cristo sería enviado para expiar nuestras debilidades y defectos. Vimos esto como una situación de ganar/ ganar. Sabíamos que no seríamos perfectos, pero también sabíamos que el plan del Padre nos proporcionaría un remedio.
Jesús y el Padre tenían el propósito de salvar y exaltar a todos los que creyeran. No deseaban la condenación ni pérdida de ninguno. Además, Jesús fue enviado para cumplir con el deseo y la voluntad del Padre. Cuando escuchamos el plan de Dios con sus parámetros y requerimientos presentado en el mundo premortal, “confiamos en Jesús” y “confiamos en el Padre.” Sabíamos que no nos colocarían en una situación peligrosa. No olvidemos que nos regocijamos cuando se nos reveló este plan de Dios. Cantamos “la canción del amor que redime” cuando Él lo presentó. Con Alma, “quisiera preguntaros: ¿Podéis sentir esto ahora?” (Alma 5: 26). ¡Oh, cómo debemos!
El mensaje de las Escrituras es positivo y seguro. El mensaje del evangelio restaurado es igualmente positivo y seguro. El mensaje del Espíritu Santo es positivo y seguro. Si nuestras vidas están saturadas con el Espíritu Santo de Dios, no podemos sentirnos pesimistas respecto a nuestra salvación. Solo debemos sentir regocijo y anticipación por lo que pronto será nuestro. El entonces Élder Gordon B. Hinckley nos aconsejó: “¡No sean tontos!” (Gordon B. Hinckley, “Let Not Your Heart Be Troubled,” devocional de BYU de 1974).
El mensaje del evangelio restaurado es una de las “buenas nuevas” y además de todas las “buenas nuevas” que solemos predicar, se encuentra el hecho que se menciona de manera poco frecuente: “¡existen probabilidades de que vas a ser exaltado!”
Artículo originalmente escrito por Alonzo A. Gaskill, adaptación del libro “Odds Are, You’re Going to Be Exalted: Evidence That the Plan of Salvation Works,” y publicado en ldsliving.com con el título “Why You Should Be More Confident That You’ll Make It to the Celestial Kingdom.”