Había una vez, un pueblo pequeño y recóndito que era muy conocido por su Oráculo, el cual muy rara vez hablaba pero y cuando lo hacía, nunca se equivocaba. Las personas del pueblo estaban orgullosa de su Oráculo y de hacer siempre lo que ella decía.
Un verano, el puente de la ciudad, su único vínculo con el mundo exterior, se dañó y nadie podía utilizarlo, por lo que tenían que decidir qué hacer al respecto.
Un grupo de habitantes pensó que debían derribar aquel puente dañado y crear uno nuevo. “Seguramente”, dijeron, “el Oráculo quiere que construyamos un puente nuevo, más estable y sólido. Es lo único que tiene sentido “.
El otro grupo de habitantes no estuvo de acuerdo. Pensaron que los cimientos del puente eran buenos y que el puente sólo debía ser reparado.
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“Seguramente ella desea que reparemos el viejo puente”, dijeron, “podemos hacer un buen trabajo. La construcción de un puente completamente nuevo llevará semanas y el dinero que se usaría ahí podríamos gastarlo mejor en reparar las murallas de nuestra ciudad o dárselo a los pobres. Reparar el puente es la única opción que tiene sentido”.
Mientras discutían, el Oráculo salió de su morada y les dijo. “No hagáis nada con el puente hasta que por lo menos pase un mes a partir de ahora”, les dijo, y volvió a entrar.
La gente del pueblo quedó decepcionada. Y para ser sinceros, estaban un poco enojados. ¡Obviamente, el puente necesitaba ser reparado o reemplazado! “¿Cómo es que ella no podía ver eso?” se preguntaron.
Algunos habitantes comenzaron a cuestionar al Oráculo por completo. Decirles que dejaran el puente en paz durante un mes entero, para que nadie fuera de la aldea pudiera entrar y que nadie pueda irse, les pareció una idea tan ridícula que perdieron totalmente la fe en ella.
Otros habitantes del pueblo no querían dejar atrás al Oráculo, pero tampoco querían renunciar a sus opiniones.
Entonces, algunos insistieron en que reparar el puente era precisamente lo que el Oráculo había querido decir. Ella no quizo decir que debían esperar hasta el próximo mes, sino que debían “repararlo ahora y ver si se podía usar dentro de un mes”.
Otros insistieron que lo que ella había querido decir era que “les llevaría un mes reconstruir todo el puente”. Estaban seguros de que la única forma de obedecer lo que seguramente habría querido decir el Oráculo era comenzar a reconstruir el puente ahora.
El debate continuó.
Finalmente realizaron una votación y uno de los grupos ganó. Al final, no importa qué grupo ganó, la ciudad pronto tuvo un puente que servía y que los conectaba con el mundo exterior.
Se mantuvo firme a poco menos de cumplir un mes, justo después de que los invasores cruzaran dicho puente y destruyeran por completo la ciudad.
La moraleja de la historia es:
No importa cuán inteligente seamos o cuán lógicas sean nuestras razones, estas siguen siendo las opiniones de un ser humano que vive dentro de cierta cultura. No son una verdad divina, no son palabras que vienen de Dios.
Los habitantes de la historia eligieron entre la opinión política que habían desarrollado y el consejo del oráculo viviente proveniente de un dios omnisciente. Las opiniones que tuvieron fueron más importantes para ellos que el consejo del oráculo, y, al final, esas opiniones los condujeron a su destrucción.
Nosotros, como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, tenemos un oráculo propio en la forma de profetas y apóstoles. Por otro lado, también tenemos nuestras propias opiniones sobre las circunstancias y problemas actuales, basadas en nuestras inclinaciones políticas o sociales y creencias personales.
Tendemos a ser personas sinceras, educadas y reflexivas, pero aún así… hay cosas que no sabemos. No somos oráculos, ni profetas, ni dioses. Somos solo personas.
No podemos predecir el futuro.
Pero Dios sí.
Él nos ha enviado profetas precisamente para poder decirnos las cosas que necesitamos saber y que no podemos saber por nuestra propia cuenta.
Como cuando los enemigos que no conocemos podrían utilizar un puente para destruirnos. O cuando una ley en particular, que parece perfecta, realmente generará problemas en el futuro. O cuando un hábito o comportamiento que el mundo aprueba nos hará daño.
Dios conoce las respuestas a cada desafío que enfrentamos como sociedad y les dice a sus profetas las cosas que necesitamos saber en el momento dado. Ellos pueden brindarnos el consejo y perspectiva que le falta a las creencias personales y los ideales de nuestros líderes políticos o de opinión.
Los profetas se dirigen al pueblo de Dios cuando lo necesitan, sin su guía andaríamos por el camino equivocado o haríamos las cosas de manera incorrecta. Eso significa que muchas (si no la mayoría) de sus instrucciones pueden parecer extrañas, inusuales, desfasadas, exageradas o insuficientes para algunos.
Los profetas protegen a nuestra sociedad de los peligros presentes o futuros del mundo, incluso cuando contradicen nuestras opiniones personales.
La pregunta es, ¿qué hacemos una vez que los profetas desafían una opinión o convicción que tenemos?
En esta historia, el Oráculo sabía algo que los habitantes del pueblo no: aquel puente los conduciría a su destrucción.
La ciudad no fue destruida solo porque el pueblo no sabía que el enemigo se acercaba. Fue destruida porque cuando se le dijo a estos habitantes que sus opiniones estaban en error, se negaron a aceptarlo. Amaron sus opiniones más de lo que amaron las palabras de su Oráculo.
Del mismo modo, nuestros profetas saben más que nosotros, y más de lo que saben nuestros líderes de opinión favoritos, más de lo que saben los noticieros, más de lo que saben los influencers, más de lo que sabe nuestro líder político de mayor confianza, y, por supuesto, más de todo lo que hemos leído en Facebook, Twitter y otra red social.
No tenemos que aceptar esto por fe; Dios mismo nos lo revelará en nuestra mente y en nuestro corazón si se lo pedimos.
Entonces, ¿qué hacemos cuando tenemos una opinión que parece tan clara, obvia e inexpugnable, pero los profetas dicen algo que contradice o socava esa opinión?
En ese caso, no son los profetas los que deberíamos cuestionar.
Fuente: Meridian Magazine