Con una sonrisa de oreja a oreja, los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días te reciben con un cálido apretón de manos.
Nuestros centro de reuniones irradian máxima felicidad.
“No pueden estar siempre tan felices”, exclaman mis amigos.
Y es verdad. Como todos los hijos de Dios en el mundo, por más fieles a Sus mandamientos que seamos, no estamos libres de pesares, dolores ni debilidades. Aunque cantemos por todo lo alto “Tengo gozo en mi alma hoy”, siempre tendremos momentos de aflicción.
Situaciones angustiantes en las que, no, no tenemos por qué pretender una supuesta felicidad. Dios no quiere hijos hipócritas. Él desea que seamos auténticos.
“No vamos a la Iglesia a esconder nuestros problemas, sino a sanarlos”, compartió el élder Dieter F. Uchtdorf, del Cuórum de los Doce Apóstoles, durante su discurso titulado “El ser genuinos”.
Aunque el evangelio de Jesucristo nos infunde esperanza y gozo, no significa que debemos siempre mantener una felicidad forzada sin la libertad de expresar la frustración, tristeza o enojo que, naturalmente, podemos sentir.
Abraham, a quien Dios dio la dura indicación de sacrificar a su hijo, no subió rumbo a colina saltando y rebosando de alegría.
La fidelidad y la felicidad no son lo mismo.
Cuando me imagino a Abraham llevando a Isaac por la colina, asumo que iba lo más despacio posible, temiendo lo que tendría que pasar para obedecer al Señor. Yo creo que no pudo sonreír cuando Isaac le preguntó:
“¿Dónde está el cordero para el holocausto?” (Génesis 22:7).
Sin embargo, la disposición de Abraham a tener fe, incluso si no tenía felicidad, fue recompensada con grandes bendiciones de Dios (Génesis 22:16-17).
Al reconocer que la tristeza no disminuye nuestra fe, entendemos la preciosa verdad de que podemos sentir dolor por las pérdidas que sufrimos y también estar agradecidos de que, a través de Cristo, todas esas pérdidas son temporales.
Y podemos quejarnos de las cosas sin pecar en el proceso. A veces, las bendiciones incluso llegan no a pesar de nuestras quejas, sino como resultado directo de ellas.
No debes sufrir en silencio
Tomemos como ejemplo a Emma Smith. En lugar de considerar un honor limpiar el desorden del tabaco que dejaban los poseedores del sacerdocio en la escuela de los profetas o simplemente sufrir en silencio, se quejó a José por la situación.
Al respecto, Brigham Young recordó:
“… las quejas de la esposa [de José] por tener que limpiar un piso tan sucio hicieron que el profeta pensara en el asunto, y preguntó al Señor en relación con la conducta de los élderes en cuanto al uso del tabaco, y la revelación conocida como la Palabra de Sabiduría fue el resultado de su indagación”.
En un momento dado, Moisés estaba luchando con su llamado y tenía que hacer todo por sí solo. Se quejó a Dios, diciendo: “Es demasiado pesado para mí”, e incluso llegó al punto de decirle a Dios que prefería morir antes que seguir siendo el único líder de los israelitas (Números 11:14-15).
Dios, entonces, estableció el Primer Cuórum de los Setenta, prometiéndole a Moisés que “llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo.” (Números 11:16–17).
Y cuando Nefi y sus hermanos regresaron a Jerusalén para buscar las planchas de bronce, su madre Saríah “se lamentó sinceramente”, porque “suponía que [ellos] habían perecido en el desierto”, y procedió a “quejarse contra” Lehi (1 Nefi 5:1–3).
Aunque ella culpó falsamente a Lehi, él la conocía lo suficiente como para ver más allá de esas acusaciones y descubrir el verdadero motivo de su queja: preocupación y dolor.
En lugar de reprenderla por quejarse, le dio testimonio, compartió con ella su fe y esperanza y, como resultado, ella se sintió consolada (1 Nefi 5:4–6).
Dios nunca espera que suframos en silencio. Siempre que sea posible, debemos tomar medidas para aliviar nuestras circunstancias, y quejarnos con rectitud es a veces la mejor acción que podemos tomar.
La clave para quejarse con justicia
Lo que hizo que esos ejemplos fueran quejas justas en lugar de murmuraciones es que no se hicieron solo por el hecho de quejarse. Se hicieron como peticiones para encontrar soluciones, y cuando se brindó la ayuda, se aceptó.
Moisés obedeció la petición de Dios de reunir a 70 élderes y continuó sirviendo con su ayuda. Saríah se dejó consolar.
Nuestras quejas pueden ser pedidos justos de simpatía, estímulo o ayuda, pero solo si estamos verdaderamente dispuestos a ser consolados y alentados, a aceptar la ayuda brindada o a actuar según el consejo brindado.
Si nos quejamos con el único propósito de difundir el descontento, sin estar dispuestos a hacer nada más que quejarnos, entonces hemos cruzado lo que la hermana Chieko Okazaki, quien fue consejera en la Presidencia General de la Sociedad de Socorro, llamó “la línea de lo apropiado entre compartir nuestro dolor y difundir quejas”.
Las quejas abren tu corazón
La etimología de la palabra quejarse revela la profunda importancia que tiene para el pueblo del convenio de Dios quejarse.
Quejarse viene del latín complangere, con el prefijo com- que significa “con o junto”, y plangere, que significa “lamentar; golpear o golpear el pecho”.
Literalmente, una queja es una invitación a “llorar con los que lloran” (Mosíah 18:9), algo que todos hicimos convenio de hacer al bautizarnos.
Cuando elogiamos a alguien por nunca quejarse, como si esa fuera una de las más altas virtudes que una persona puede alcanzar, no puedo evitar preguntarme cuántas oportunidades perdemos de llorar y consolar a quienes sufren.
En cambio, alabemos a quienes tienen la fuerza de ser vulnerables y admitir que están luchando. Alabemos a quienes tienen la fe de pedir ayuda.
Y alabemos a quienes nos dan la oportunidad de poner en práctica nuestros convenios al permitirnos ser testigos y representantes de Cristo, quien verdaderamente “vive para escuchar y oídos a mis quejas dar” (Himno 73).
Si te sientes turbado, no tienes por qué fingir una forzada alegría ni esconder tus problemas. Expresa tu pesar, quéjate y permite que el poder transformador de Cristo convierta esas quejas en bendiciones.
Fuente: LDS Living