Cuando un misionero o misionera regresa a casa después de 18 o 24 meses, la emoción se siente en el aire. La familia se reúne, los amigos llaman, el barrio se organiza para darle la bienvenida.
Si bien todo eso es muy especial, hay algo sencillo que puede marcar la diferencia en ese primer día, esto es darles la oportunidad de enseñar.
Puede sonar básico, pero a veces estamos tan enfocados en celebrar, ponernos al día o retomar la rutina, que olvidamos que ellos acaban de pasar un año y medio o dos consagrados a compartir el Evangelio. Y lo que más necesitan, justo al volver, es seguir sintiendo ese Espíritu que los acompañó cada día.
Una noche familiar con propósito

Una joven que volvió de su misión pidió dirigir la noche de hogar el mismo día que llegó. La petición sorprendió un poco a su familia, que ya tenían planeado cenar, descansar y dejar que ella se acomodara; sin embargo aceptaron su invitación. Esa noche se convirtió en un momento inolvidable.
Ella empezó con una oración, abrió las Escrituras y luego compartió un breve resumen de dónde había servido. Pero lo más valioso no fue la geografía, sino las experiencias.
Habló con humildad de lo que el Señor le enseñó por medio de cada compañera, incluso en momentos difíciles. Mencionó a miembros que le abrieron las puertas y a personas que conoció en la calle y que cambiaron su manera de ver el mundo.
Compartió testimonios, desafíos, milagros y también momentos de incertidumbre. Pero en todo lo que dijo, había una constante, el cual era que el enfoque no estaba en ella, sino en el Señor.
El milagro de ver a Cristo en todo

Mientras hablaba, su familia notó algo con total claridad. No estaba ahí para hablar sobre sus logros o anécdotas divertidas (aunque también hubo algunas). Estaba ahí para dar testimonio de lo que el Salvador hizo durante su misión. Era como si todo el entrenamiento, el cambio y la experiencia adquirida tuvieran un propósito: ayudar a otros a reconocer la mano del Señor en su vida.
Al día siguiente, uno de sus hermanos le comentó lo mucho que le había tocado su manera de compartir. Ella le explicó que sus líderes misionales le habían enseñado que darle el crédito al Señor en todo. Le hablaron del ejemplo de Moisés, cuando se reencontró con su suegro Jetro y le contó todo lo que Jehová había hecho por Israel.
Moisés no habló de su papel como profeta, ni de su esfuerzo personal para guiar al pueblo. Lo que hizo fue testificar de la liberación de Dios, y eso fue lo que hizo que Jetro se regocijara con él (Éxodo 18:8–11).
Y ahora, ¿qué hacemos nosotros?

Tal vez no todos tenemos un misionero en casa en este momento, pero este principio se puede aplicar a todos nosotros.
¿Estamos dándole al Señor el lugar central cuando hablamos de nuestras experiencias? ¿Estamos enseñando lo que hemos aprendido, o solo contando lo que hemos vivido?
Recibir a un misionero puede ser una oportunidad sagrada. Claro que se vale celebrar, comer bien, tomarse selfies y bromear con ellos sobre cuánto crecieron sus hermanos menores o cómo olvidaron su contraseña de Instagram. Pero si hay algo que realmente puede tocar el corazón y traer el Espíritu al hogar, es darle espacio para enseñar.
Una noche de hogar dirigida por un misionero recién llegado puede ser más que una tradición familiar. Puede ser un momento para que testifique, para que sienta que su servicio continúa, y para que todos los familiares, amigos, incluso vecinos aprendan a reconocer lo que el Señor está haciendo en sus vidas también.
Al final, se trata de reconocer al Señor

La misión cambia a las personas, pero el propósito no termina con el vuelo de regreso ni con el honorable relevo. Como familia, como amigos y como comunidad, podemos ayudar a ese misionero a seguir sintiendo el gozo de servir cuando les damos oportunidades reales para compartir su testimonio.
Y de paso, nos inspiramos nosotros también. Porque cuando miramos con más atención, el Señor sigue haciendo milagros hoy, en cada rincón de nuestra vida. A veces solo necesitamos que alguien nos lo recuerde con amor y convicción.
Fuente: LDS Living



