Hace muchos años, tuve un sueño maravilloso.
En la mayoría de mis sueños intento encontrar desesperadamente una clase en la escuela y no puedo recordar donde es, mis libros están en mi casillero y no puedo recordar mi combinación. O, me muevo muy lento, huyo de algo o corro hacia algo y no hago ningún progreso. ¿Tienes ese tipo de sueños? Yo, los llamo “pesadillas escolares.” Sin embargo, este fue un sueño encantador. El tipo de sueño que Dios nos envía, no extraído de nuestros propios miedos y aspiraciones inconscientes.
Soñé que vivía en un pueblo medieval como el que podíamos encontrar en Europa, hace unos siglos.
Había calles empedradas y pequeñas casas de estilo Tudor. Era un contexto de “érase una vez.” Había un hermoso castillo en lo alto de una montaña, donde el rey, con sus señores y sus damas, gobernaban a los campesinos en el pueblo. ¿Qué posición ocupaba yo en la prisa y el bullicio de nuestro pueblo? ¿Cómo Dios me mostró a mí mismo? Era un niño, un niño pequeño. Era el mendigo del pueblo. Oscurecido por la suciedad, con los cabellos revueltos. Vestía harapos, pedía limosnas en las calles. Era la persona más intrascendente de la ciudad.
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Un día, las puertas del castillo se abrieron y el rey, con sus señores y sus damas, vestidos elegantemente y montando caballos hermosos, recorrieron las murallas – cruzando el puente levadizo – y descendieron la montaña hacia el pueblo. El rey, una figura de dignidad abrumadora, montó el caballo más blanco que jamás haya visto.
Quería ver al rey de cerca, pero también todos los demás y yo solo era el mendigo del pueblo. En medio de la multitud dando empujones, me impulsé hacia el frente y encontré un lugar al lado del camino y esperé. Había personas a mi alrededor y me sentía muy pequeño e insignificante, vestido con harapos, con la cara sucia y mi cabello despeinado. Recuerda, era la persona menos importante en la pequeña ciudad.
Cuando el rey pasó, supe en mi sueño que Él era mi Salvador. Llevaba una hermosa corona en su cabeza, cubierta de gemas brillantes de todos los colores y tonalidades. Cuando el Salvador pasó por mi lado, tiró de las riendas de su caballo hasta detenerse justo donde yo estaba de pie. Me miró con compasión y amor. Extendí mi mano porque era un mendigo, esperaba algo. El Salvador se quitó la corona y la puso en sus manos. Observó todas esas joyas brillantes y hermosas – las rojas, las azules, las verdes y las amarillas – y escogió una para mí. Era una gema verde brillante, que sacó de la montura de Su corona. Luego, el Salvador se bajó de Su caballo y la puso en mis manos. Dijo: “Levántala alto y permite que la luz la atrape. Deja que brille para que todas las personas contemplen su belleza.”
Habiendo hecho esto, siguió adelante con las personas que lo acompañaban. Miré mi gema verde. Le di vuelta en mi mano y vi lo verdaderamente hermoso que era Su regalo. Lo sostuve como me dijo mi Salvador. La luz atrapó la gema y disparó hermosos rayos a cada rincón oscuro del pueblo. Las personas vinieron corriendo a ver su esplendor y su luz era semejante a la de un rey. Pero, sabía que era el menos importante. Era el mendigo del pueblo.
Artículo originalmente escrito por S. Michael Wilcox, extracto del libro “Finding Hope: Where to Look for God’s Help,” y publicado en ldsliving.com con el título “When I Saw the Savior in a Dream and the Gift He Gave Me That Changed My Life.”