Dos meses después de graduarme de la escuela secundaria, me senté con mi hermano menor y dos de mis amigos más cercanos en la mesa de la Santa Cena en nuestro centro local de reuniones. Era una mesa lisa cubierta con fórmica, que se ubicaba justo debajo del estrado.
Las tarjetas de oración laminadas estaban pegadas sobre un micrófono que giraba en un pequeño cajón. Por primera vez en muchos meses, me senté en la mesa de la Santa Cena ese domingo de ayuno de agosto de 1990.
Fui un joven rebelde que fue criado por padres separados y, por lo general, cumplía con mi cometido, incluso si mi madre me obligaba a seguir asistiendo a la Iglesia la mayoría de los domingos. Siempre me gustó leer, uno de los mejores dones que adquirí de mi madre, y me decidí por el ateísmo como la salida a mi rebeldía.
Sin embargo, los placeres del desenfreno adolescente disminuyeron cuando llegué a la edad adulta. Como parte del intento de poner mi vida en orden, me reuní con mi obispo para desarrollar un plan de reforma. Mi obispo sintió que lo mejor era suspender mis derechos como miembro como parte de nuestra solución y estuve de acuerdo.
Tuve una sensación de liberación cuando llamó mis conductas adolescentes por su nombre. En realidad, mis pecados menores fueron mucho menos dramáticos de lo que muchos miembros del barrio imaginaron, pero aun así eran pecados. Independientemente de lo que llegara a decidir acerca de mi creencia o incredulidad en Dios, mi vida no estaba en buen camino y podía soportar la corrección de rumbo.
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Mi buen amigo Tyler, un hombre joven recto y fiel que oró innumerables veces por mí, para que pudiera entrar en razón, recitó la oración del pan con una voz temblorosa, pidiéndole a Dios que “bendiga y santifique este pan para las almas de todos los que participen de él.” Luego, distribuimos el pan a los diáconos, que lo llevaron a la congregación.
Pasé la noche anterior en la motocicleta de dos tiempos de un amigo, para alejarme de la tensión de mi restauración como miembro y el inminente encuentro con mi creencia o incredulidad. En mi mente joven, ese domingo seria mi última oportunidad de descubrir si existía un Dios.
Como una señal de mi inmadurez espiritual, de alguna manera, decidí que si la motocicleta podía subir por un acantilado pequeño pero empinado, entonces existía un Dios: Mi versión extenuante de la antigua práctica de echar suerte. Varias veces conduje la bicicleta por el acantilado hasta que se detuvo y se desplomó a la derecha.
Finalmente, uno de esos destellos de sabiduría que preservan las columnas vertebrales de los hombres jóvenes me convenció de abandonar la búsqueda inútil de subir hasta la cima del acantilado. Regresé a mi casa, aún desconcertado, y revisé, leí y oré con respecto al Libro de Mormón. Nada. Ninguna cosa.
Aproximadamente a la medianoche, me quejé con mi madre de que no había recibido ninguna respuesta a mis oraciones. Ella siempre me amó bien y sabiamente, y me recordó que Dios no es una máquina expendedora, que no haría lo que quería en el momento que quería. Así que fui a dormir. Han pasado casi 25 años y no recuerdo qué sucedió el siguiente días, antes de que Alex ofreciera la oración del pan.
Luego, fue mi turno, la bendición del agua. Mi primera oración vocal en meses. Jalé el pequeño cajón con la tarjeta de oración y comencé a recitar las palabras que había escuchado cientos de veces antes.
“Oh Dios…” me quedé mudo.
Recuerdo que por primera vez, mi mente se encontraba sin su voz constante en mi interior. En ese silencio, sentí la presencia de algo más. Esa presencia fue real para mí, aunque no parecía física ni totalmente verbal, podría decir que lo más cercano que sentí en ese momento o desde entonces, fue un amor puro.
Amor sin dirección ni restricción. Esa sensación, esa presencia, abrumó mi capacidad de hablar. El sabor de las lágrimas en mi labio superior me sorprendió. No lloraba a menudo, pero esta vez no sentí vergüenza. Después de un largo minuto, intenté hablar otra vez, “… el Eterno Padre.”
Un episodio de lágrimas de paz interrumpió cada frase de la oración de la Santa Cena. Después de varios minutos, gesticulé “amén”, abrí mis ojos y me puse de pie. Mi madre sonrió y la mayoría de la congregación parecía inquieta de una manera positiva. Mi hermano y mis amigos lloraron en silencio a mi lado.
Esa experiencia me llevó a una vida de fe. El ateísmo no fue una opción para mí desde entonces. Sin embargo, la experiencia en sí no fue la única, sino que se produjo en compañía de muchas otras decisiones y experiencias importantes, tanto antes como después. No estuve solo a lo largo de mi camino de fe. Experimenté y me pregunté sobre las muchas ramificaciones de mi conversión.
Si bien mi creencia en Dios nunca se detuvo, pasé décadas esforzándome para comprender y dar sentido a esa creencia. ¿Qué significado tiene mi creencia? ¿Cómo explico esa creencia con palabras? ¿Qué sucede cuando lo intento?
A medida que he estudiado y vivido el Evangelio durante las dos últimas décadas, el poder de estas doctrinas básicas y la dificultad de expresarlas con palabras me ha sorprendido. Aunque estos fundamentos parecen simples, contienen un universo de posibilidades.
Este artículo es un extracto del libro “First Principles and Ordinances” de Samuel Brown y fue publicado originalmente en ldsliving.com con el título “From Atheism to Disfellowship and Back to God: How a Sacrament Prayer Changed Everything for Me.”