En 2019, recibí la gran oportunidad de servir en una misión en Singapur, un hermoso país al sudeste de Asia que limita con Malasia. Debía aprender malayo, uno de los idiomas oficiales del país.
Después de 5 semanas y media en el Centro de Capacitación Misional, llegó el COVID-19. A pesar de la incertidumbre, continuamos estudiando y preparándonos para nuestra misión.
Días antes de mi partida, me informaron que se había cerrado la misión en Singapur. Me sentía desanimada, pero pronto me reasignaron a la Misión Toronto, Canadá.
Tenía la esperanza de que en mi nueva misión conocería a alguien que hablara malayo.
Al llegar a Toronto, descubrí que no había muchas personas con las que pudiera comunicarme en malayo. Toda mi obra misional fue en inglés.
Sin embargo, a pesar de eso seguí estudiando el idioma y saludando a la gente malaya hasta encontrar la oportunidad de conocer a alguien con quien pudiera practicar el idioma.
La situación empeoró cuando fui trasladada a una ciudad lejos de Toronto y era improbable encontrar a alguien que hablara malayo.
Me sentí frustrada y decepcionada, y me preguntaba cómo podría cumplir con mi llamamiento si no recibía la ayuda que necesitaba.
“Yo organicé este encuentro, permíteme seguir formando parte de ello”
Mientras mi compañera y yo corríamos, vi a un hombre que parecía ser de otro país, tal vez ¿Malasia?
Como estaba molesta con el Señor, decidí no acercarme a él y seguir con mi rutina de ejercicios. Sin embargo, cuando el hombre estaba a punto de retirarse, sentí una gran impresión del Padre Celestial en todos los sentidos.
Lo que escuche fue lo siguiente:
“Si no saludas en malayo, no podrás ver cuánto te amo y cuán grande es Mi poder”.
Luego de eso, lo saludé en malayo.
Él no contestó de inmediato, así que pregunté: “¿Conoce algún restaurante malayo?”
Volteó y respondió: “Creo que solo lo puedes encontrar en Toronto” .“Oh, Está bien”, dije
“¿Por qué quieres saber si hay un restaurante malayo?”, me preguntó.
“Iré pronto a vivir esa zona y me encanta todo lo relacionado con Malasia”, respondí.
“Qué interesante. Soy malayo. ¿Cómo lo sabías?”, expresó el hombre.
Podía decirle la verdad, pero iba a parecer raro, pero tuve una respuesta de inmediata del Espíritu Santo:
“Yo planeé este encuentro, permíteme seguir formando parte de ello”.
Así que le dije la verdad a este hombre:
“Mientras estaba corriendo, Dios me dijo que eras de Malasia y tenía que hablarte”.
Después, le expliqué que era misionera e iba a servir en Malasia (específicamente en Singapur).
Le pregunté si podía ayudarme a mejorar en el idioma. Después de una corta conversación, él aceptó.
En ese momento, comprendí por qué fui reasignada a la pequeña ciudad y entendí que el Señor estaba involucrado en los detalles de mi vida. Me arrodillé para orar con gratitud y reconocí que debía confiar plenamente en Él.
Me impresionó mucho el milagro que el Señor había preparado para mí.
Lo que aprendí
Después de encontrarme con el hombre malayo, nos reunimos varias veces durante 12 semanas para leer El Libro de Mormón en su idioma natal.
Poco a poco, nuestra amistad se volvió significativa y mostró interés en la Iglesia de Jesucristo y la manera en que los miembros criaban a sus hijos para salir y servir en todo el mundo.
Aunque no sé qué ha planeado el Señor para este hombre en el futuro, esta experiencia cambió mi relación con Dios inmensamente.
A pesar de que me sentía muy frustrada, el Señor nunca me abandonó. Me di cuenta de que me había llevado al lugar donde necesitaba estar y me dio la oportunidad de conocer a esa persona.
Aunque me sentía alejada de mi misión, en realidad terminó estando más cerca de mí.
Fuente Meridian Magazine
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