por Fiona Givens
La fe comienza con una pregunta. Esperamos. Queremos creer, pero no estamos seguros. Como dice Alma, la fe no es un conocimiento (Alma 32:26). Es un deseo de creer. Por lo tanto, hacemos espacio en nuestros corazones para la semilla, y al hacerlo, confiamos en que si es de verdad una “buena semilla”, brotará y crecerá y nuestros corazones y mentes se ensancharán con “luz”.
Porque la fe siempre se trata de lo que todavía no sabemos, nunca estaremos seguros de lo que aprenderemos más adelante. Conforme la semilla vaya madurando, no siempre podremos saber cómo las ramas se doblarán o dónde las raíces se torcerán. Aprendemos línea por línea, y cada pregunta contestada nos lleva a otra pregunta, al igual que la Restauración comenzó cuando un simple joven hizo una pregunta sencilla y sincera.
Las preguntas son la base de una fe sana. Los discípulos tenían y tienen muchas preguntas. Las preguntas pueden edificar la fe y darnos entendimiento, pero también pueden conducirnos a la decadencia espiritual. Esto depende de lo fuerte que nuestras raíces son y lo resistente que nuestro sistema inmunológico espiritual es. Un espíritu sano, como un cuerpo sano, se encuentra con numerosas amenazas de intrusiones del mundo exterior. Las preguntas que perturban nuestra fe pueden ser perjudicial si nuestro sistema inmunológico espiritual es débil.
Por ejemplo, el recientemente converso Ezra Booth dejó la Iglesia, en parte, porque le parecía que la tendencia chistosa y bromista de José era incompatible con el comportamiento profético. Su colega, Simonds Ryder dejó la iglesia porque José se equivocaba al escribir el nombre de Ryder y esto le parecía incompatible con la inspiración profética. A veces, los cargos eran más graves, pero era el mismo problema de las expectativas. El presidente Uchtdorf recientemente se lamentó por los que empiezan a dudar cuando se enteran de que los profetas modernos han “dicho cosas que no estaban en armonía con nuestros valores”.
En este artículo, he identificado cuatro agentes patógenos que pueden atacar nuestro sistema inmunológico espiritual distorsionando preguntas fieles. En lugar de crear entendimiento y crecimiento, pueden enviarnos a la otra dirección. Si no son chequeadas, estas preguntas pueden conducir a la frustración, mala dirección, y la decadencia espiritual.
Patógeno # 1: La Naturaleza de Dios
José Smith dijo una vez que “con el fin de ejercer la fe para salvación”, necesitamos saber que Dios existe y conocer su carácter y atributos correctos. El profeta José reveló que muchas cosas claras y preciosas habían sido quitadas de la Biblia. El Antiguo Testamento, por ejemplo, ha tenido muchas doctrinas claras y preciosas que han sido reemplazadas por cosas que son perjudiciales para el crecimiento espiritual. El Antiguo Testamento muestra con frecuencia un Dios que es crítico, vengativo, y que condena. Si esa es la única manera en que pensamos de Dios, ¿cómo podemos buscarlo con sinceridad?
La acertadamente llamada Perla de Gran Precio describe una conversación importante entre Dios el Padre y Enoc. Mientras están mirando al mundo, Enoc se da cuenta de que Dios el Padre está derramando lágrimas de dolor. Esta es una revelación chocante para Enoc, y la razón por la que le pregunta a Dios, no una sino tres veces: “¿cómo es posible que llores?” El Padre responde a la pregunta de Enoc con una pregunta aún más impresionante: “por tanto, ¿no han de llorar los cielos, viendo que éstos han de sufrir?”
Sigmund Freud escribió que “nunca estamos tan indefensos contra el sufrimiento como cuando amamos”. Nuestro Dios eligió amarnos. Él eligió establecer su corazón en nosotros y, al hacerlo, se hizo vulnerable al sufrimiento. Sin embargo, en ese amor reside el poder de Dios para rescatar y sanar. La vulnerabilidad de nuestro Padre Celestial es Su poder para salvar a toda la familia humana.
Patógenos # 2 y 3: La Caída y la naturaleza del pecado
En la historia del Jardín del Edén, se le dice a Adán que ya que ha comido del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, “maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá”. Si entendemos que la tierra está maldita por causa de Adán, entonces podemos ver cómo el trabajo y el dolor nos podrían enseñar a “apreciar lo bueno” — la expiación de Jesucristo.
Sin embargo, con el fin de apreciar lo bueno, es necesario probar lo amargo. Eva sabía que con el fin de valorar la paz y el gozo, era necesario experimentar el pecado y el dolor. El pecado, como la Caída de Adán, no es una catástrofe inesperada, sino más bien una parte necesaria del plan de felicidad.
Si los niños nacen “limpios” y la expiación de Cristo nos ha limpiado de la “transgresión en el Jardín del Edén” de Adán y de la “transgresión original”, entonces entendemos que “el pecado”, en este caso, no es una fuerza malévola, sino es el equivalente espiritual de los espinos y cardos que se habla en el Jardín del Edén. Satanás no se menciona en ninguna parte en relación con el “pecado” en estos dos versos, lo que nos lleva a entender que “el pecado” en este contexto describe nuestras predisposiciones genéticas, químicas, y hormonales que heredamos de nuestros padres y antepasados a la entrada a esta esfera mortal. Es reconfortante darse cuenta de que todos compartimos, como Pablo lamentó, ese “aguijón en mi carne” con la que luchamos toda nuestra vida. Nadie está exento. Además de nuestra estructura básica también están todas las angustias que experimentamos durante toda la vida. No es de extrañar que Dios, en su infinita misericordia, se aseguró de que esta vida terrestre sea de corta duración.
La crueldad, la ira, y la frustración conforman nuestra educación espiritual en lugar de la evidencia de nuestro fracaso, el pecado y la lucha por superar las tendencias hacia la impaciencia. Es por eso que hemos venido a la Tierra, y aquí seguimos a Cristo que “aprendió la obediencia por las cosas que padeció”. Podemos encontrar consuelo en la vida del Salvador.
Cuando entendemos que no somos capaces de superar “el hombre natural” por nuestra cuenta, entonces nos asombramos de que Dios quiere estar íntimamente relacionado con cada uno de nosotros. Como dice el Padre: “Esta es mi obra y mi gloria”, para ayudarnos a superar los enredos espinosos de nuestras mentes y corazones, permitiendo a cada uno de nosotros volver a casa, a volver a él.
Patógenos # 4: La Naturaleza de Liderazgo
El mundo moderno tiene suposiciones muy definidas acerca del liderazgo, y más importante que esas suposiciones, es la suposición de que el mejor es el que guía. La mejor violinista toca en la primera silla, los mejores jugadores comienzan cada juego, y el CEO es el hombre más inteligente de una empresa. El mundo premia el mérito; la Iglesia, sin embargo, no lo hace. Esta es una lección que nuestro Padre Celestial ha enseñado muchas, muchas veces. En el Antiguo Testamento, Gedeón se prepara para llevar un ejército para liberar a Israel, pero el Señor lo manda a reducir el número de tropas a veintidós mil, luego a diez mil, y finalmente a apenas trescientos. Con tal pequeña fuerza, seguramente la gente entendería que era el Señor es el que los había salvado y no sus propias inteligencia o fuerzas. Por desgracia, los hombres de Israel no pudieron ver a Dios detrás de la milagrosa victoria y dijeron a Gedeón: “sé nuestro señor, tú”.
El Salvador reiteró este mensaje en nuestra dispensación, eligiendo al joven José no por su brillantez espiritual o cualquier otra fuerza, sino para mostrar lo que él podría hacer a través de “lo débil del mundo”. En las Escrituras modernas se incluyen numerosos castigos del Señor a José con el fin de ilustrar que su profeta era simplemente un hombre, falible como cualquier otro.
Esta suposición errónea continúa hoy. Muchos de nosotros creemos que los llamamientos de liderazgo en la Iglesia son la versión de insignias de mérito del Señor. Esto hace que algunos se esfuercen en vano por los llamamientos que facilitarán una sensación persistente de duda, y hará que otros sean mucho menos indulgentes con sus líderes de lo que serían con ellos mismos. Esta suposición peligrosa crea resentimiento y amargura en donde debería haber unidad, paciencia y apoyo a los más débiles de entre nosotros que son llamados a servir – no a liderar. Sólo tenemos un líder, y ese es Cristo, el Señor, que pasó toda su vida en servicio, no en el liderazgo.