Hace poco, un misionero recién retornado nos preguntó qué significa que los apóstoles sean “testigos especiales del nombre de Cristo en todo el mundo” (DyC 107:23) y que los Setenta sean “testigos especiales… en todo el mundo” (DyC 107: 25). “¿Eso significa que han visto al Salvador?” preguntó con reverencia. Respondí, “Bueno, podría significar eso. Pero, también me gusta lo que el Presidente Harold B. Lee dijo en una ocasión: “Llegué a saber por un testigo más poderoso que la vista que Jesús es el Cristo’’”. Luego, hablamos sobre el testigo más poderoso que la vista. A continuación, relataré una historia sobre otro joven misionero que aprendió cómo es ese tipo de testigo.
Primero este pequeño comentario: En un rodeo, cuando un jinete está a punto de montar la espalda temblorosa y tensa de un animal que se encuentra bufando y está listo para atacar y resistirse al instante en que se abre la pequeña reja, un colaborador del rodeo probablemente le gritará al jinete, “¡VAMOS, VAQUERO!” Entonces, el jinete se sentará con fuerza, la puerta se abrirá de golpe, el animal pateará y saltará alrededor de la pista de carrera y el jinete no dejará de ser sacudido.
Cuando visitamos una misión en Nueva Zelanda, el presidente de misión nos habló sobre un Élder de Wyoming, que había tenido muchas dificultades durante sus primeros meses de misión.
Era un joven alto, fuerte y agradable que provenía de una granja. Sin embargo, interactuar todo el día con completos desconocidos, en el extranjero, fue más complicado de lo que imaginó y más difícil de lo que se sentía capaz de hacer. Después de intentar, una y otra vez, enfrentarse a sus responsabilidades diarias, finalmente le dijo al presidente de misión que no podía hacer la obra misional y que necesitaba regresar a casa.
El presidente de misión le aconsejó durante semanas con amor, comprensión y aliento. Luego, un día, el Élder se presentó en la casa de la misión con su compañero y sus maletas listas. Después de una última entrevista, el presidente llamó al presidente de estaca del misionero, hizo los arreglos para el boleto de avión y, después, llamó a sus padres. Cuando su padre estuvo en la línea, el presidente dijo, “Su hijo necesita hablar con usted”.
El presidente se quedó mientras el padre y el hijo hablaban. En resumen, la conversación fue algo así: “Papá, ¡lo siento mucho! Sé lo importante que es mi misión para ti, para toda nuestra familia y para mí. Pero, no puedo hacerlo. Simplemente no puedo”. Durante unos momentos, el misionero escuchó entre lágrimas lo que su padre le decía con amor. Pero, luego, los ojos del misionero se llenaron de total sorpresa. Apartó el teléfono de su oído, lo miro unos instantes, y luego lo colgó con una expresión de sorpresa en su rostro.
“¿Qué dijo su padre, Élder?” preguntó el presidente de misión. “Él no le colgó, ¿cierto?”
“No”.
“Bien, ¿qué le dijo?”
“Dijo, “¡VAMOS, VAQUERO!””
“¿Vamos vaquero? ¿Qué significa ESO?”
El Élder miró al suelo con un aire pensativo. “Significa que me quedaré”.
Poco después de escuchar esta historia, nos reunimos con el misionero, que en ese entonces estaba por terminar su misión. Trabajó muy duro y progresó hasta que se convirtió en un excelente ejemplo de dedicación y habilidad para los demás misioneros como una persona madura con fortaleza espiritual e intelectual.
Le preguntamos si la historia del “vamos, vaquero” era verdadera. Sonrió tímidamente y dijo, “Sí, es verdadera”.
¿Qué es lo que ahora este joven entiende y personifica que no podría haber entendido, todos esos meses anteriores, cuando quería regresar a casa? Al quedarse, servir y esforzarse, poco a poco descubrió su propia versión del testigo más poderoso que la vista. Al igual que los pioneros de los carromatos, llegó a conocer a Dios en sus momentos más difíciles. Aprendió cómo es pasar de la simplicidad inocente a través de la complejidad exigente a la simplicidad del “otro lado”. Pudimos ver en su rostro que fue sosegado y probado.
El testigo más poderoso que la vista se aplica especialmente al papel de la experiencia real y exigente en el desarrollo de un testigo que conoce al Salvador. Una cosa es saber acerca de Él o incluso verlo, pero otra muy distinta es conocerlo. Además, ese mayor grado de “conocimiento” viene después de la complejidad. A menudo, viene debido a la complejidad. La historia de vida del Apóstol Pablo ilustra claramente lo que esto significa.
Cuando Pablo ayudaba a perseguir a los primeros cristianos, iba por el camino hacia Damasco cuando “súbitamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hechos 9:3–5).
Pablo vio a Cristo, o al menos vio la luz en la que se encontraba Cristo. Pablo también escuchó Su voz, conversó personalmente, en voz alta, con Él. Pero, ¿Pablo lo “conoció” porque lo vio y lo escuchó de manera tan directa? Al contrario, preguntó, “¿Quién eres, Señor?” Luego, Pablo, “temblando y temeroso”, preguntó, “¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6).
Cuando Pablo se puso de pie tambaleándose, se dio cuenta de que había sido afectado por una ceguera que duraría 3 días. Sin embargo, el Señor le dijo cómo encontrar a Ananías, la persona que lo curaría.
Este fue el comienzo del viaje de fe de Pablo, tenía que quedarse ciego para poder ver. No es que uno deba ver para creer, sino que uno debe creer para ver. Asimismo, éste solo fue el inicio del encuentro de Pablo con la complejidad, ya que el Señor ahora le mostraría “cuánto le era necesario padecer por [Su] nombre” (Hechos 9:16).
Luego, Pablo se bautizó y comenzó, voluntaria e incluso fervientemente, las labores misionales a las que se dedicaría durante el resto de su vida. Por lo tanto, el Señor lo cuidó desde el momento en que comenzó a predicar de Cristo y de Cristo crucificado: “Saulo mucho más se fortalecía” (Hechos 9:22). Sin embargo, los siguientes años, Pablo sufriría, una y otra vez, lo que denominó “las aflicciones por el Evangelio” (2 Timoteo 1:8). En muchas oportunidades naufragó, fue encarcelado y perseguido mientras trabajaba para construir las ramas pequeñas y difíciles de la Iglesia en todo el Mediterráneo.
A medida que aumentaban estas formas de complejidad, Pablo finalmente llegó a “gloriarse en las tribulaciones” (Romanos 5: 3). Aprendió de su propio esfuerzo interminable en la causa del Señor que podemos llegar a “ser coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con Él” (Romanos 8: 17). Pablo sufrió por Él, con Él, llevó a cabo Su obra, se sacrificó por sus compañeros de misión y los primeros Santos, constantemente se afligió por sus aflicciones.
No se irritó por tener una vida de tanto trabajo arduo. Por el contrario, sus pruebas y su empatía por las tribulaciones de sus compañeros Santos ablandaron su corazón con el gran cariño que a menudo los buenos misioneros sienten por los miembros de la Iglesia: “Fuimos afectuosos entre vosotros como la que cría con ternura a sus hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas, porque habéis llegado a sernos muy queridos” (1 Tesalonicenses 2:7–8).
Después de años de vivir esta experiencia implacable pero gloriosa, Pablo llegó al Areópago en Atenas, un punto de reunión que se parece a la versión original y antigua de Facebook: “Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, de ninguna otra cosa se ocupaban, sino en decir o en oír algo nuevo” (Hechos 17:21).
Entonces, cuando Pablo habló en este centro antiguo de democracia y filosofía a los amantes del debate por su propio bien, les dijo que acababa de pasar por un monumento que construyeron para celebrar que Dios es misterioso y, ahora, quería compartir con ellos su testimonio personal de Cristo, que obtuvo con mucho esfuerzo, porque ahora “conocía” al Dios desconocido: “Varones atenienses, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio” (Hechos 17: 22–23; énfasis añadido).
Luego, Pablo dijo que el verdadero Dios del cielo y de la tierra “hizo el mundo y todas las cosas que en él hay”, y agregó que si los hombres y las mujeres “buscan a Dios… palpando, le hallarán” porque “no está lejos de cada uno de nosotros”. De hecho, como algunos de los poetas griegos dijeron, “linaje suyo somos” (Hechos 17:24, 27–28).
¿Cómo es que Pablo podía “conocer” a Dios tan bien ahora, de una manera en la que simplemente no pudo ni hubiera podido conocerlo cuando vio y escuchó esa visión impresionante años antes cuando iba de camino a Damasco? Pablo respondió esa pregunta cuando dijo, “Jesús, mi Señor, por amor de quien lo he perdido todo… a fin de conocerle, y… la participación de sus padecimientos” (Filipenses 3:8, 10; énfasis añadido).
Al igual que los sobrevivientes de los carromatos, Pablo llegó a conocer a Dios en sus momentos más difíciles, pagó un precio tan alto que a veces pudo haberse sentido más como una carga que como un privilegio. Pablo aprendió a conocerlo íntimamente a través de toda una vida de “participación de sus padecimientos”. Porque “¿cómo conoce un hombre al amo a quien no ha servido… y se halla lejos de los pensamientos y de las intenciones de su corazón?” (Mosíah 5:13).
Pablo conocía a su Maestro por lo que aprendió al darle su corazón y su vida. Ese fue el testigo más poderoso que la vista.
La historia de la vida de José Smith revela un camino similar. El propósito original de José al ir a la arboleda fue su gran deseo de obtener perdón y salvación. La contención que sintió entre las denominaciones religiosas en Palmira, lo angustió principalmente por el efecto que tuvo en su búsqueda personal, no solo porque a los catorce años se viera envuelto en inmensos problemas con respecto al estado histórico del cristianismo: “La corrupción y la confusión en las iglesias parecían interponerse en el camino hacia su salvación”.72 Por eso, cuando más tarde escribió sobre su visión, al principio “lo explicó como debió haberlo entendido primero, como una conversión personal… Era el mensaje de perdón y redención que [quiso] escuchar”.73 Además, “en los años posteriores de su Primera Visión, José… habló poco sobre su desarrollo espiritual. No tenía sentido de misión ni identidad profética emergente”.74
Su preocupación por su situación personal con el Señor también fue lo que motivó su oración crucial de 1823, que fue respondida con la aparición de Moroni en su habitación. Sin embargo, el mensaje asombrosamente específico de Moroni tuvo inferencias mucho mayores, “Dios tenía una obra para mí, y que entre todas las naciones se tomaría mi nombre para bien y para mal”.75 A pesar de que este mensaje “hizo que José dejara” de pensar solo en su conversión personal,76 no fue hasta que escribió sus relatos posteriores sobre la Primera Visión en 1835 y 1838 que comprendió que su descripción de la visión cambió completamente de su “propia salvación” a “la apertura de una nueva época de la historia [religiosa]”.77
Este desarrollo natural de la propia comprensión de José sobre quién era, y quién Dios pensaba que era, ilustra la forma orgánica en la que José necesitaba madurar por experiencia real en su comprensión de lo que ver a Dios verdaderamente significaba.
Al igual que Pablo, José Smith llegó a conocer mejor a Dios en sus momentos difíciles, como lo demuestran muchas experiencias desgarradoras, pero espiritualmente valiosas.
Por ejemplo, unos meses después de la organización de la Iglesia en 1830, José y Oliver Cowdery sufrieron múltiples ataques personales y desafíos legales en la región ubicada entre Harmony, Pensilvania, y Colesville, Nueva York. Mientras huían de una turba, se vieron obligados a correr toda la noche a través de un área llena de árboles y lodo. En cierto punto, “Oliver estaba exhausto y José casi lo cargó a través del lodo y el agua”. Casi al amanecer, un Oliver totalmente agotado dijo, “Hermano José, ¿cuánto tiempo tenemos que sufrir esto?” Sin embargo, “en ese mismo momento Pedro, Santiago y Juan se acercaron a ellos” para restaurar el Sacerdocio de Melquisedec y “los ordenaron al Apostolado”.78
En 1832, José se encontraba en Kirtland, sintiéndose tenso e indeciso en cuanto a guiar al pueblo del Señor por el lejano Misuri y Ohio. Después de que lo cubrieron de brea y plumas, huyó de Kirtland a Misuri, solo para ver que algunos de sus seguidores más fieles le increpaban y desafiaban. En su viaje de regreso a Kirtland, su compañero, Newel Whitney, se rompió la pierna en un accidente tratando de escapar. José envió a Sidney Rigdon a Ohio, se quedó a ayudar a Newel a recuperarse y sufrió una intoxicación por alimento que lo mantuvo en penitencia durante un mes. Finalmente, llegó a Kirtland solo para encontrar problemas con Sidney Rigdon, su consejero en la Primera Presidencia. José denominó esto como una temporada de “aflicción y gran tribulación”.79
Sin embargo, incluso durante este mismo tiempo de dificultades, José recibió las secciones 76, 84, 88 y 93 de Doctrina y Convenios, cuatro de las revelaciones doctrinales más profundas de la Restauración, todas relacionadas con el tema de la exaltación. Este derramamiento celestial incluyó su visión del reino celestial y los tres grados de gloria, junto con las doctrinas sobre el sacerdocio mayor y menor, y recibir los “poderes de la divinidad” en los templos, cuatro años antes de dedicar el templo de Kirtland.
De alguna manera, en lugar de que la adversidad bloqueara su acceso al reino celestial, “el cambio de amonestación a la visión indica el alivio que José Smith encontró en la contemplación de la eternidad. Cuando la presión de dirigir a Sion se volvió demasiado grande, las visiones le devolvieron la fuerza”.80
Seis años después, José se encontraba en la Cárcel de Liberty, separado de los miembros de la Iglesia durante cinco meses y sintiéndose completamente abatido. Sus cartas a los Santos capturan su frustración y súplicas a Dios por las terribles persecuciones en Misuri: “Sí, oh Señor, ¿hasta cuándo [tu pueblo] sufrirá estas injurias y opresiones […]?… que ya no quede cubierta tu morada oculta por más tiempo… Permite que tu enojo se encienda en contra de nuestros enemigos… Acuérdate de tus santos que sufren” (DyC 121:3–6).
Las siguientes oraciones de la larga carta de José no se incluyen en Doctrina y Convenios, a pesar de que otros extractos de dicha carta conforman el texto de la sección 121 a la 123. El texto completo de la carta nos permite ver un cambio gradual, pero completo en el estado de ánimo de José, después de que su desesperación lo agotara y antes de que continuara el lenguaje revelador de la sección 121. Después de desahogar su comprensible furia en esos primeros versículos de la sección 121, hace una pausa. Luego, en sus cartas describe haber recibido cartas “con un espíritu amable y consolador” de Emma y otros amigos. Las cartas “fueron para [sus] almas como el aire suave que refresca, pero [su] alegría se combinaba con el dolor debido al sufrimiento de los Santos pobres y heridos en gran medida”.
Nuestros “ojos eran una fuente de lágrimas; sin embargo, aquellos que no han sido encerrados entre las paredes de una prisión sin causa alguna… no pueden tener ni la más mínima idea de cuán [agradable] puede ser la voz de un amigo. Una muestra de amistad… despierta… todo sentimiento de empatía” del pasado y “se apodera del presente con la velocidad de un rayo”. “Se sujeta firmemente del futuro con la ferocidad de un tigre” hasta que “finalmente toda enemistad, malicia y odio… se convierten en víctimas a los pies de la esperanza y cuando el corazón está lo suficientemente contrito, entonces la voz de inspiración se eclipsa y susurra…” 81
Luego, escribe en la carta exactamente lo que el Señor le dijo en ese momento. Ahora, ese texto se registra para nosotros como DyC 121:7: “Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento” (énfasis añadido). El Señor continúa, “Entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien” (DyC 122:7).
En los primeros años de la Restauración, Dios llamó a José “mi siervo” (DyC 1:17). Después de que José maduró a lo largo de los años tumultuosos, en ocasiones sublimes, de experiencias como las que acabamos de mencionar, Dios ya no llamó “siervos” a él y a sus asociados sino “mis amigos” (DyC 88:62). Probablemente, José sabía lo que el Señor dijo en otra parte: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre os las he dado a conocer” (Juan 15:15).
Entonces, José lo conoció un poco más, cuando en su momento más difícil en la Cárcel de Liberty, el Señor lo llamó “mi hijo” (DyC 121:7). Poco a poco, José pasó de siervo a amigo y, después, a hijo. Al igual que Pablo, José pagó el precio de conocer al Señor de manera más plena cuando sufrió con Él y por Él, al participar de los sufrimientos de Cristo.
¿Qué aprendió José en el “templo” de la Cárcel de Liberty que no sabía, y no podría haber sabido, ese día de primavera de 1820 en la arboleda? Línea por línea, oposición tras oposición, fue el testigo que se basó en la experiencia, el testigo más poderoso que la vista.