La Fe no es ciega - icon
CAPÍTULO 2
La Fe no es ciega - icon
2. La simplicidad más allá de la complejidad

Nos conocimos en una clase de religión de BYU llamada “Tus problemas religiosos”. Cuando ambos resolvimos nuestro mayor “problema religioso”, nuestra amistad de clase floreció en nuestro matrimonio. Durante cada clase, un alumno escogía una duda religiosa, hacía ingestigaciones al respecto y después dirigía un debate. Cada uno de nosotros escribió un breve artículo sobre cómo resolveríamos el problema.

Algunos alumnos abordaron temas relacionados con cuestiones de la historia de la Iglesia o las críticas hacia José Smith. Otros observaron dudas doctrinales y algunos, solo se preguntaron cómo vivir mejor el Evangelio. Fue una bendición explorar juntos estas preguntas en una actitud de confianza mutua. Con frecuencia, nuestro profesor, West Belnap, en ese entonces decano de religión de BYU, permitía que luchásemos. Quería que llegáramos a nuestras propias conclusiones. Sin embargo, sabía cuándo y
cómo guiarnos con un empujoncito ocasional. Nos enseñaba cómo ser buenos estudiantes del Evangelio, mientras nos ayudaba a fortalecer nuestra fe en él. Esa clase nos ayudó a ver que “la fe no es ciega”.

Ambos sabemos lo que significa encontrar problemas que requieren una investigación más profunda tanto en el pensamiento como en la fe. Pocas de las preguntas de hoy son nuevas. Lo que es nuevo es el volumen de diálogo crudo en torno a estas cuestiones facilitado por el Internet—una herramienta que, como todos sabemos, puede crear tanto claridad como caos.

Al buscar un pequeño orden para la parte caótica, nos gustaría compartir un modelo de pensamiento que intenta impulsar tanto el pensamiento claro como la elección fiel. Cuando se mantienen unidos, el pensamiento y la fe pueden interactuar para ayudarnos a mantener nuestro equilibrio espiritual y ayudarnos a crecer. Comencemos por observar la tensión natural entre los ideales del Evangelio y la realidad de la vida.

Cuando somos jóvenes, tendemos a pensar en términos de blanco o negro—sólo existe un ligero tono gris en nuestra perspectiva. Muchos jóvenes y jóvenes adultos solteros poseen un optimismo y una lealtad inocentes que hacen posible de una manera maravillosa que se les pueda enseñar. Por lo general, confían en sus maestros, creen en lo que leen y responden con entusiasmo a las invitaciones para presentar servicio en la Iglesia. Los nuevos conversos adultos tienen actitudes parecidas. Su espíritu y perspectiva alegres hacen una contribución refrescante a sus barrios y ramas.

Sin embargo, con el transcurso del tiempo, nuestra experiencia con la vida real presenta una nueva dimensión: un mayor conocimiento de el vacío entre lo real y lo ideal, entro lo que es y lo que debe ser. Un maestro de piano, que explica cómo la práctica conduce a la perfección, compartió el siguiente ejemplo acerca de establecer metas altas y esforzarse para alcanzarlas, lo que captura la relación entre lo real y lo ideal: “Una estrella distante, / pero no demasiado lejos / para llevarnos al firmamento. / Aunque nunca podamos alcanzarla, / hemos intentado / y en el intento / hemos aprendido, quizás
/ para hacer nuestra propia órbita”4. Nos ponemos de pie en la superficie terrenal de la realidad y nos estiramos para alcanzar nuestros ideales más elevados. Denominemos a la distancia entre dónde estamos y dónde queremos estar como “el vacío”.

Vemos el vacío por primera vez cuando nos damos cuenta de que algunas cosas sobre nosotros mismos o los demás no son como lo imaginábamos. Por ejemplo, en una universidad de la Iglesia en la que uno esperaría sentirse como en casa, una alumna nueva puede sentirse perdida e intimidada. O, tal vez, se encuentre con un miembro de la escuela cuyas actitudes con respecto a la Iglesia son más liberales, o más conservadoras, de lo que esperaba.

Cuando nos convertimos en adultos y nos familiarizamos con aquellos que fueron nuestros héroes, podríamos comenzar a ver sus limitaciones humanas. Por ejemplo, quizás, uno de nuestros padres nos decepciona de alguna manera. O, podríamos ver a un líder de la Iglesia olvidar una reunión importante o perder la calma cuando se siente estresado. Tal vez, nos esforzamos mucho por ser obedientes y oramos para recibir la ayuda que necesitamos, pero no recibimos la respuesta como lo prometen las Escrituras.

Al igual que un misionero nuevo, podríamos experimentar una gran sorpresa al pasar del idealismo vivificante del Centro de Capacitación Misional a las a veces desconcertantes realidades de la vida diaria en el campo misional. Quizás, sufrimos sorpresivamente de un problema de salud, o nos enfrentamos a un conflicto inesperado con un amigo cercano o un familiar. Podríamos encontrar información sobre José Smith o Brigham Young de la que nunca antes escuchamos. O, tal vez, encontremos alguna publicación en Internet que hace surgir preguntas sobre nuestra religión que no sabemos cómo responder.

Dichas experiencias pueden producir una sensación de incertidumbre y es comprensible que deseemos tiempos más sencillos y fáciles. Podríamos notar que nos volvemos un poco escépticos, o podríamos empezar a formular preguntas que no se nos ocurrieron antes. No todos experimentarán estas cosas de la misma manera, pero a medida que aumentemos nuestro conocimiento, la mayoría de nosotros se topará con cierta incertidumbre y oposición.

Las enseñanzas fundamentales del Evangelio restaurado son potentes, claras e inequívocas. Sin embargo, incluso las Escrituras contienen cierta ambigüedad.

Considera, por ejemplo, la historia de Nefi, que fue a matar a Labán para obtener un registro muy importante de escrituras. Esa situación está cargada de incertidumbre hasta que nos damos cuenta de que el mismo Dios, que le dio a Moisés el mandamiento de no matar, también fue la fuente de instrucción de Nefi.

Asimismo, el Salvador dijo una vez, “Mirad que no deis vuestra limosna delante de los hombres para ser vistos por ellos” (Mateo 6:1). Él también dijo, “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras” (Mateo 5:16). Otro ejemplo, el Señor dijo que Él no podía considerar el pecado con el grado más mínimo de tolerancia (véase DyC 1:31). No obstante, en otra parte dijo, “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11). De hecho, la justicia es una ley divina, pero también es una ley de misericordia. A veces, estos dos conceptos pueden parecer incongruentes, hasta
que la doctrina superior de la Expiación del Salvador los reconcilia.

Dios nos ha dado principios correctos por los cuales podemos gobernarnos a nosotros mismo. Sin embargo, a veces, puede parecer que estos mismos principios están en conflicto. Escoger entre dos principios (“dos cosas buenas”) es más difícil que escoger entre el bien y el mal. No obstante, aprender a tomar este tipo de decisiones es importante para nuestra madurez espiritual.

Además, la sociedad actual cada vez está más llena de disonancia y conflictos sobre un sinfín de temas políticos, culturales y sociales. Las personas en los extremos de estas preguntas parecen estar muy seguras de la respuesta correcta. Pero algunas personas prefieren estar seguras que tener la razón.

Así que la vida está llena de ambigüedad, y aprender a manejar el vacío entre lo ideal y lo real es uno de los propósitos del plan mortal. Por designio divino, todos nos enfrentamos a la “oposición en todas las cosas” (2 Nefi 2:11). Como nos enseña el sueño de Lehi, algunas partes de la mortalidad son ciertas y claras, como lo simboliza la barra de hierro que señala el camino hacia la vida eterna, mientras otras partes de la mortalidad no son claras, como lo simbolizan los vapores de tinieblas. Sin embargo,
permanece la distancia entre dónde nos encontramos en el camino y dónde queremos estar en el árbol de la vida. Esta distancia puede llenarse de neblina y aquellos que se aferran a la barra no siempre pueden ver con claridad hacia adelante.

Hablemos sobre cómo lidiar con esa incertidumbre. Nos gustaría sugerir un modelo de tres etapas que se basa en la perspectiva que ofreció el distinguido juez estadounidense Oliver Wendell Holmes: “No daría nada por la simplicidad [en] este lado de la complejidad. Pero, daría mi vida por la simplicidad al otro lado de la complejidad”5.

La primera etapa de nuestro modelo es la simplicidad de este lado de la complejidad, inocente y no probada. La segunda etapa es la complejidad, el vacío entre lo real y lo ideal, donde nos enfrentamos a los conflictos y la incertidumbre. La tercera etapa es la simplicidad más allá de la complejidad, una perspectiva firme e informada que ha sido moldeada y probada por el tiempo y la experiencia.

Por ejemplo, recientemente asistimos a una reunión de testimonios de los Santos de los Últimos Días para algunas de las reclusas de la Prisión Estatal de Utah. Mujeres que fueron separadas de sus familias y la sociedad debido a delitos y pruebas graves. Al compartir su testimonio, una de las reclusas dijo, “Cuando era pequeña, con frecuencia compartía mi testimonio en la Iglesia. Con mi voz alegre decía, ‘Amo a mi mamá y papá. Sé que la Iglesia es verdadera. Mi Padre Celestial me ama. Jesús sufrió por mis pecados’. Pero, hoy, detrás de estos barrotes, digo esas mismas palabras con una perspectiva diferente y un nuevo corazón. Ahora, entiendo lo que esas palabras realmente significan—sé que la Iglesia es verdadera. Mi Padre Celestial me ama. Jesús sufrió por mis pecados”.

Ella estaba descubriendo la simplicidad al otro lado de la complejidad.

El desafío para aquellos que se mantienen firmes en la simplicidad inocente e idealista es que es posible que su perspectiva aún no haya lidiado con la realidad de lo que Holmes denomina “complejidad”. Es por eso que no daría nada por el idealismo no probado de la simplicidad ingenua.

Algunas personas que aún se encuentran en la simplicidad temprana de la primera etapa, sencillamente no ven un vacío. De alguna manera, ignoran cualquier percepción de las diferencias entre lo real y lo ideal. Para ellos, el Evangelio en el mejor de los casos es un firme apretón de manos, un ¡choca esos cinco! Y un rostro sonriente.

Su misión fue la mejor, su barrio es el mejor y cada día nuevo probablemente será el mejor día que hayan tenido. Estas personas alegres son optimistas y relajadas. Pueden soportar muchas tormentas que parecen difíciles para aquellos que tienen una disposición menos optimista.

Otros, en esta etapa pueden ver el vacío, pero eligen, ya sea de manera consciente o no, ignorar la tierra firme de la realidad. De esa manera, fingen haber eliminado el vacío, con todas sus frustraciones. Se aferran a lo ideal de manera tan firme que simplemente no sienten la incomodidad que proviene de enfrentar los hechos reales sobre sí mismos, los demás, o el mundo que los rodea. Para ellos, quizás el vacío formula preguntas que son demasiado crudas, lo cual los introduce en una sensación de rechazo que hace oídos sordos a la dolorosa realidad.

Cuando no vemos el vacío o solo nos enfocamos en lo ideal mientras no prestamos atención a lo real, nuestra perspectiva carece de profundidad. Si este es nuestro paradigma, nuestra fe puede ser tanto ciega como superficial, ya que carece de conocimiento y de un pensamiento cuidadoso. Estas limitaciones pueden impedir que extendamos nuestras raíces en el suelo de la experiencia real con suficiente profundidad como para formar la base sólida que se necesita para resistir los vientos fuertes de la adversidad (véase Alma 32: 37–38). El crecimiento de las raíces profundas requiere que aprendamos a enfrentar las realidades incómodas.

A medida que nos adaptamos a la complejidad de la segunda etapa, podemos ver la realidad a pesar de que es diferente a nuestros ideales, “las cosas como realmente son” (Jacob 4:13). Solo cuando vemos tanto lo real como lo ideal, podemos lidiar con el vacío de una manera constructiva. Si no luchamos contra la frustración que surge de enfrentar con valentía las dudas que encontramos, careceremos de las raíces profundas de la madurez espiritual. Si no vemos los problemas que existen, no podremos ayudar a resolverlos.

Sin embargo, a pesar del valor de tomar consciencia de la complejidad, la aceptación de las sombras de la incertidumbre se puede volver tan completa que la barra de hierro se puede convertir poco a poco en tinieblas a nuestro alrededor y el escepticismo se convierte no solo en una herramienta útil sino en una filosofía guía.

A menudo, una persona que ve la vida solo desde la perspectiva de la complejidad, eliminará su visión hacia arriba de lo ideal y se centrará exclusivamente en lo real. En la primera etapa, la persona inexperta parece tener todas las respuestas, pero es posible que aún no sepa muchas de las preguntas. En la segunda etapa, esa misma persona puede tener todas las preguntas, pero solo algunas de las respuestas. En la primera etapa, la fe es ciega porque carece del conocimiento de la realidad. En la segunda etapa, la fe aún es ciega si considera la complejidad como el fin del viaje de la fe, ya que ha perdido su visión de lo ideal. Un poco de aprendizaje, por más valioso que sea, puede ser peligroso
cuando se piensa demasiado en él. La capacidad de reconocer la ambigüedad, un paso importante en nuestro desarrollo espiritual, no es una forma final del conocimiento, solo es el comienzo.

La gente que se deleita demasiado con las herramientas de complejidad de escepticismo a veces los prueban en un aula de la Iglesia o en conversaciones con otros. Les encanta interrogar a los desprevenidos, sólo buscando la burbuja idealista de alguien que flota alrededor para que puedan reventarlo con su brillante alfiler de escepticismo. Pero cuando rompemos esas burbujas, podemos perder la armonía, la confianza, y la una sensación de seguridad que sólo viene cuando el Espíritu está presente. Necesitamos buscar con más tiempo y con mayor fuerza en las preguntas difíciles y las respuestas directas, pero sin pasar de la extrema inocencia al extremo escepticismo. El mundo de
hoy está lleno de escépticos empedernidos que aman “iluminar” los que están atascados en la simplicidad idealista, ofreciéndoles la duda y el agnosticismo de la complejidad como una nueva y aparentemente valiente forma de vida.

En una ocasión, aprendí cómo el ser demasiado realista, quedar atrapado en la complejidad escéptica, puede impedir la obra del Espíritu. Estuve alrededor de un año en mi misión en Alemania, el tiempo suficiente para saber que nuestro trabajo era duro y nuestros éxitos pocos. Me dieron la asignación de entrenar a un nuevo misionero, el Élder Keeler.

Un día, cuando me encontraba lejos, en una reunión de liderazgo, el Élder Keeler y otro misionero nuevo se encontraron con una encantadora mujer en la puerta, pero no sabían suficiente alemán para conversar con ella. Sin embargo, dijo que sintió una impresión espiritual muy fuerte de que esa mujer se uniría a la Iglesia algún día.

De hecho, estaba tan emocionado por ella que olvidó anotar su nombre, o su dirección. Solo sabía que su apartamento se ubicaba en algún quinto piso de nuestra gran área, donde había residenciales de muchos pisos. Estaba seguro de que reconocería su nombre al lado del timbre. Entonces, al siguiente día, subimos y bajamos escaleras durante horas, pero no pudimos encontrarla. Cuando dije que debíamos regresar a trabajar, las lágrimas brotaron de sus ojos y su labio inferior comenzó a temblar. Dijo, “Pero, Élder Hafen, el Espíritu en verdad me habló sobre esa mujer”. Murmuré que quizá el Espíritu le dijo que anotara su nombre y dirección.

Entonces, para enseñarle una lección, lo llevé a subir y bajar más escaleras. Después de una o dos horas, la encontramos, Renate Wolfart. Cuarenta años más tarde, Marie y yo junto a su esposo, Frederich, y todos sus hijos estuvimos en el Templo de Frankfurt, Alemania. Vimos con lágrimas cómo Frederich, ahora un sellador del templo, sellaba a su hija menor a su esposo. Esa es una lección que no olvidaré: Nunca pierdas de vista “lo ideal”.

La mejor respuesta a el vacío de dudas es seguir avanzando hacia la tercera etapa, donde no solo vemos lo real y lo ideal, también nos aferramos a cada perspectiva, con ojos y corazones bien abiertos. Al ver a través de las lentes de esta simplicidad más allá de la complejidad, podemos actuar incluso cuando deseamos tener más evidencias antes de decidir qué hacer. Por ejemplo, podemos darnos cuenta de la importancia de aceptar un llamamiento en la Iglesia cuando sentimos que estamos demasiado ocupados como para aceptar más responsabilidades. O, podemos seguir los consejos de la Primera Presidencia, incluso cuando no comprendemos las razones detrás de esos consejos. O, cuando los demás a nuestros alrededor critican esos consejos. Podemos darles al Señor y Su Iglesia el beneficio de la duda acerca de nuestras preguntas sin respuestas.

La elección de creer en esta etapa se diferencia mucho a la obediencia ciega. Mejor dicho, es un tipo de obediencia consciente y segura. En lugar de pedirnos que dejemos a un lado las herramientas de una mente instruida y crítica, esta actitud nos invita utilizar esas herramientas, junto con nuestra confianza en lo ideal, para que podamos mejorar la situación actual, no solo criticarla. Llamémosle a esto, fe instruida.

En una ocasión, G. K. Chesterton distinguió a los “optimistas”, “pesimistas” y “mejoradores”, una comparación que corresponde más o menos a la progresión de Holmes, que va de la simplicidad temprana a través de la complejidad hasta la simplicidad madura. Llegó a la conclusión de que, con demasiada frecuencia, tanto los optimistas como los pesimistas solo ven un lado de las cosas. Por lo tanto, ni el optimista extremo, ni el pesimista extremo son de gran ayuda para mejorar la condición humana, ya que las personas no pueden resolver problemas a menos que estén dispuestas a reconocer que existirán esos problemas mientras se mantengan lo suficientemente fieles para hacer algo al respecto.

Chesterton dijo que el peligro del optimista excesivo es que “defenderá hasta lo indefendible. Es el defensor del universo, dirá, ‘Mi cosmos, bueno o malo’. No se inclinará mucho a modificar las cosas; se inclinará más a dar una especie de respuesta oficial de los miembros superiores a todos los ataques, calmando a todos con promesas. No lavará el mundo, sino que lo blanqueará”.

Por otro lado, Chesterton dijo que el peligro del pesimista “no es que castigue a dioses y hombres, sino que no ama lo que castiga”. Al ser el supuesto “amigo sincero”, el pesimista no es realmente sincero. “Oculta algo, su sombrío placer es decir cosas desagradables. Tiene un deseo secreto de herir, no solo de ayudar… Usa el conocimiento que se le permitió [con el fin de] fortalecer al ejército, para disuadir a las personas de unirse a él”.

Para ilustrar a los “mejoradores”, Chesterton hace referencia a la lealtad de las mujeres.

“Algunas personas tontas comenzaron la idea de que las mujeres, por respaldar a su propia gente a través de todo, son ciegas y no ven nada. [Esas personas] difícilmente habrán conocido mujeres. Las mismas mujeres que están prestas a defender a sus hombres en las buenas y en las malas… son conscientes de la debilidad de sus excusas o la densidad de sus pensamientos… El amor no es ciego; eso es lo último que sería. El amor es una entrega, y cuanto más entregado, es menos ciego”.

Una entrada del diario de mi padre, Orval Hafen, ilustra a los “mejoradores” de Chesteron. Fue más allá de un idealismo inocente; sus ojos estaban completamente abiertos a las realidades incómodas. Sin embargo, también superó la complejidad de ser consumido por el realismo. Ahora, su perspectiva madura y más completa le dio una forma de simplicidad que le permitió pensar y actuar productivamente, subordinando lo que vio con los ojos totalmente abiertos a lo que sintió con todo el corazón.

Un amigo de mis padres fue llamado como obispo de su barrio y dijo que no podría hacerlo si mi padre no era su primer consejero. Antes, mi padre había servido como presidente de una estaca durante diez años y se sentía muy estresado con múltiples obligaciones. Entonces, escribió, “si es posible, deja pasar de mí esta copa”. Sabía que el trabajo en el obispado podía parecerse a “una rutina continua [sin] alivio”. Y, “en algunos aspectos, no [era] lo suficientemente humilde y no [tenía] el espíritu de oración suficiente; no siempre [había] estado dispuesto a [someterse] incuestionablemente a todas las decisiones de la Iglesia”.

Sin embargo, debido a que no sentía que podía “decir que no a ningún llamamiento de la Iglesia”, escribió, “no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Decidió dar lo mejor de sí, a pesar de saber que podría “irritarse por las interminables reuniones”. Pero, “la obra de la Iglesia será primero. No será difícil para [él] pagar [su] diezmo y asistir con regularidad, ya que [ha] estado haciendo eso”. No obstante, “[tendrá] que ir al templo con mayor frecuencia” y “[familiarizarse] mejor con los miembros del barrio e [interesarse] realmente en ellos”, con la esperanza de que “sea posible que sientan lo mismo por [él]. Quizá, en [su] forma débil, [tendrá] que tratar de vivir tan cerca del Señor como esperamos que lo hagan las Autoridades Generales”.

Mi padre era un hombre discreto y sincero, que todavía tomaba seriamente sus ideales. Su actitud hace que desee ser tan manso así como mi educación me ha enseñado a ser tenaz.

La historia de Holly nos da otro ejemplo de alguien que pasa de la simplicidad inocente a través de la complejidad a la simplicidad fija. A la edad de dieciocho años, Holly era muy activa en la Iglesia, pero de una manera “automática”. Luego, alguien la convenció de que las mujeres debían poseer el sacerdocio. Estaba tan convencida de esta idea que renunció indignada a su membresía en la Iglesia. Unos años después, su compañera de habitación de la universidad recibía las charlas con los misioneros. Holly decidió sentarse a escuchar las charlas. Su corazón se conmovió y decidió orar por primera vez en años.

Tan pronto como dijo las palabras “Padre Celestial”, su helado corazón comenzó a derretirse. Comenzó a llorar. En ese momento, sintió una tierna conexión con su Padre Celestial que, durante los siguientes días y semanas, la llevó a descubrir una relación con Él que no había conocido antes. La denominó “cercanía”. Pronto, Holly se volvió a bautizar. A medida que estudiaba y oraba, su “cercanía” a Él se profundizaba. La terquedad se convirtió en confianza. Luego, dijo con respecto a sus problemas anteriores, “Confío en Él. Él sabe lo que está haciendo”.

El profeta Alma sabía todo con respecto a estas tres etapas: enseñó que la fe en Dios es un proceso, no un acontecimiento, y requiere gran esfuerzo y paciencia. Como se registra en Alma 32, al principio, nuestro simple deseo de creer lo suficiente como para ejercer los primeros pasos de fe, no produce un conocimiento perfecto. En realidad, “no podemos saber” con certeza sobre la veracidad de las palabras de Alma hasta que hagamos la prueba y sembremos la semilla en nuestros corazones.

A medida que la semilla crezca, expandirá nuestros corazones e iluminará nuestras mentes hasta que sea muy real para nosotros. Pero, no hemos terminado.

Cuando nos topamos con las primeras sorpresas de la complejidad, debemos atender a la semilla de fe que ha germinado con mucho cuidado, para que cuando el sol queme demasiado, la pequeña planta no se marchite. Por su naturaleza, la fe puede y vencerá la oposición que, a veces, es totalmente fulminante. Especialmente, en el calor de esas pruebas, debemos recordar ver hacia adelante “con los ojos de la fe” en el momento en que podamos participar libremente del fruto del árbol de la vida, la recompensa por nuestra diligencia y longanimidad.

Cuando lleguemos al árbol de la vida, no habrá más espacio entre lo real y lo ideal. Habremos resuelto nuestras complejidades mediante un proceso de refinamiento difícil pero lleno de fe a través del cual, en simplicidad pura y sabia, lo real y lo ideal se convierten en uno.

Notas
La Fe no es ciega - icon