Las pandemias nos dejan perplejos.
Después de que la ansiedad se minimiza, el sufrimiento se aplaca y los que han fallecido han sido enterrados, nos quedamos con interrogantes que pueden causarnos preocupación.
Las enfermedades epidémicas con frecuencia parecen atacar indiscriminadamente, quitando la vida de jóvenes y ancianos, sanos y vulnerables, hombres y mujeres, justos y malvados.
“¿Dónde está Dios en una pandemia?”, se preguntó un sacerdote jesuita en un editorial del New York Times a fines de marzo de 2020 cuando el COVID-19 se apoderó de la ciudad. “La respuesta no la sé”, escribió el padre James Martin.
No obstante, él creía que tanto los cristianos como los no cristianos podían encontrar consuelo en el ejemplo de Jesucristo, que eligió venir a la tierra y entrar en un mundo de sufrimiento, y quien constantemente buscó a los enfermos y a los afligidos durante Su ministerio para bendecirlos.
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¿Es un castigo?
Los personajes religiosos de épocas pasadas no vacilaron tanto como el padre Martin en responder a aquella pregunta cuando las pandemias de ese entonces afectaban a la humanidad.
Sus respuestas a menudo se centraban en la idea de que una pandemia aparecía para castigar a los pecadores. En una época saturada de religión y antes de los estudios que tenemos sobre los gérmenes y la medicina moderna, esta creencia tenía un tremendo poder explicativo.
José Smith y los santos se enfrentaron a estas preguntas cuando una epidemia de cólera azotó los Estados Unidos en los primeros años de la Iglesia. La epidemia comenzó en la India en 1826, apareció en Canadá en junio de 1832 y gradualmente se abrió camino hacia los Estados Unidos, esparciéndose generalmente por vías fluviales.
Mientras miles fallecían, el pánico y la ansiedad se extendieron entre las masas.
“Cada nueva historia se suma al sentido de alarma general existente; y ante tal sensibilidad febril, demasiada ansiedad es generada”, informó un diario (Detroit Courier, July 12, 1832).
Aunque la pandemia se mitigó en 1834, los brotes más pequeños continuaron. Los predicadores confiaban en que Dios había enviado la enfermedad para castigar a los pecadores.
La epidemia de cólera
Los Santos siguieron la noticia de la propagación del cólera con profunda preocupación. En julio de 1832, José Smith le escribió a William W. Phelps que “el cólera estaba tomando la vida de centenares de personas en la ciudad de Nueva York” y estaba “haciendo estragos” en otras ciudades del este de los Estados Unidos.
José también compartió información de una carta que había recibido de su prima Almira Mack Scobey, que estaba visitando a unos amigos en Detroit:
“El cólera está arrasando esa ciudad a un grado alarmante, cientos de familias están huyendo al campo y las personas del campo han destruido los puentes y detenido toda comunicación e incluso han disparado a los caballos de las personas que han intentado cruzar el río por cualquier motivo”.
La enfermedad era “tan maligna que frustraba la habilidad de los médicos más eminentes”. Las personas tenían motivos para temer.
La enfermedad atacó rápida, violenta y despiadadamente. Quienes la padecían experimentaban “un dolor tormentoso en los intestinos”, así como vómitos, “sed insaciable, tensión en los tendones, las pantorrillas y en los brazos” y fiebre (T. H. Pollard, “Asiatic Cholera and Cholera Morbus”).
Debido a la diarrea y los vómitos, la enfermedad podía provocar una deshidratación grave y la muerte en cuestión de horas.
Una epidemia entre los Santos
José Smith y los Santos enfrentaron el cólera de la manera más trágica, justo al final de la expedición al Campamento de Israel (conocida más adelante como Campo de Sión).
En 1833, los miembros de la Iglesia fueron expulsados del condado de Jackson, Misuri. En los primeros meses de 1834, José había dirigido un grupo de más de 200 hombres, acompañados por un número menor de mujeres y niños, desde Ohio hasta Misuri en un intento por ayudar a los Santos a regresar a sus hogares.
Después de llegar a Misuri, José recibió una revelación en junio de 1834, informándole al campamento que el Señor había reconocido su sacrificio pero que aún no había llegado el momento de reclamar sus tierras en el condado de Jackson.
Cuando la expedición comenzó a disolverse y prepararse para su regreso, el cólera los azotó.
Según Heber C. Kimball:
“Alrededor de las 12 de la noche comenzamos a escuchar los gritos de los que fueron tomados por el cólera y cayeron ante el destructor; incluso los que estaban de guardia cayeron al suelo con sus armas en la mano”.
Durante los próximos días, los miembros del campamento lucharon contra la enfermedad, pero la enfermedad se extendió a la comunidad de Santos que vivían en el condado de Clay, Misuri.
Trece miembros de la expedición murieron a causa de la enfermedad; Sidney Gilbert, uno de los líderes de la Iglesia en Misuri, también murió. La víctima más joven fue Phebe Murdock, de seis años, hija de un miembro del Campamento de Israel, que se estaba quedando con la familia Gilbert.
La mayoría de los miembros del campamento respondieron al brote con humildad, fe y servicio. Al igual que los líderes religiosos de antaño, que entraban en las habitaciones de los enfermos, poniéndose en peligro, los hombres del Campo de Sión atendieron a los enfermos. Ahí no hubo distanciamiento social.
Joseph Bates Noble registró que pasó casi dos días “vomitando y arrojando con fuerza, con calambres de la cabeza a los pies de la manera más potente con una fiebre ardiente en [sus] intestinos”.
Al ver su intenso sufrimiento, Brigham Young, Joseph Young, Heber Kimball y varios otros lo rodearon y oraron por su recuperación. Noble registró:
“Nunca antes había experimentado tales manifestaciones de la bendición de Dios como en aquel momento. Por la fe de mis hermanos que se ejerció para mí, me levanté y con su ayuda me vestí”.
Al ver el sufrimiento de aquellos que se habían unido desinteresadamente al Campamento de Israel para rescatar a los Santos de Misuri, José Smith se sintió afligido. Cuando su primo Jesse Smith murió de cólera, José se lo tomó “muy mal”, según James H. Rollins, un amigo de Jesse que vivía en Misuri, “ya que los padres del muchacho le habían confiado su cuidado a él sin dudarlo”.
Aunque el mismo José contrajo la enfermedad, siguió ayudando a los necesitados. Joseph Bates Noble registró:
“José Smith y muchos otros se esforzaron con todas sus fuerzas para reprender al destructor y continuaron haciéndolo, hasta que el Señor le dijo al [cólera] que se fuera”.
Como la mayoría de los cristianos que se han enfrentado a pandemias a lo largo de la historia, a José Smith y a los Santos les preocupaba que Dios hubiera enviado la enfermedad para castigarlos.
En camino a Misuri, muchos en el campamento se habían quejado de manera constante. El 3 de junio, José se subió a una carreta y dirigiéndose a los hombres les dijo que el Señor no estaba complacido con sus “murmuraciones y su falta de humildad” y que estaba preparando “un severo azote”.
“No podré evitarlo”, dijo José a los miembros del campamento. “Mediante el arrepentimiento y la humildad y la oración de fe, el castigo podrá ser aliviado, mas no podrá ser desechado por completo” (George A. Smith, Memoirs, 26–27).
Tratando de procesar esta información, George A. Smith, de 16 años, primo del Profeta, creyó que aquel azote llegaría por manos de los enemigos de los Santos, quienes aparentemente amenazaban con atacar la expedición en todo momento. Sin embargo, mas adelante George llegó a creer que la profecía de José no se cumplió por la espada, sino con el cólera.
Otros hombres del Campo de Sión, incluido José por un un tiempo, pensaron que la enfermedad era un castigo del Señor.
José Smith y los demás Santos trataron de comprender lo que les estaba sucediendo, sin embargo una visión de José le mostró que las personas que habían fallecido se encontraban en el cielo, lo que sugiere que su sufrimiento y muerte no eran un castigo por sus pecados.
Un futuro brillante
Cuando tratamos de responder el “por qué” de los muchos desafíos que enfrentamos en la vida, nos damos cuenta que “ahora vemos por espejo, oscuramente” (1 Con 13: 12). acciones humanas contingentes, y cuál es el papel de Dios y Jesucristo.
No sabemos cuáles son los propósitos de Dios, pero, incluso sin saber algunas cosas, podemos, al igual que José y los primeros Santos, orar y procurar las bendiciones del sacerdocio y servir a los demás cuando enfrentemos esos desafíos.
En la Conferencia General de abril de 2020, los líderes de la Iglesia, frente a un auditorio vacío pero hablando con los Santos de los Últimos Días de todo el mundo, buscaron brindar ánimos a todo aquel que estuviera escuchándolos con expresiones de simpatía y con mensajes de esperanza.
Sus mensajes no fueron apocalípticos, ni hablaban de los castigos de Dios. Más bien, nos invitaron a mirar hacia el futuro y hacia Jesucristo. Como dijo el presidente Russell M. Nelson:
“De modo que, en tiempos de profunda aflicción, como cuando una enfermedad alcanza proporciones pandémicas, lo más natural que hacemos es recurrir a nuestro Padre Celestial y a Su Hijo, el Maestro Sanador, suplicando que manifiesten Su maravilloso poder para bendecir a los habitantes de la tierra”.
Los miembros del Campamento de Israel habían aprendido la importancia de volverse a Dios en su momento de aflicción, tal como se nos ha aconsejado en la actualidad.
Fuente: ldsliving.com