Cuando era adolescente, tuve una serie de experiencias que me convencieron de que había tenido una vida pasada.
Dado que aún no pertenecía a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, comencé a buscar una explicación para dichas experiencias.
A menudo, aquello implicaba reunirme con personas que nunca conocí pero que podía “recordar”, o escuchar una idea completamente nueva que sentía que ya había oído antes.
A medida que investigaba, me parecía que la reencarnación era la única explicación para esto, sin embargo, en mi corazón sabía que esa no era la respuesta correcta. Algo no encajaba.
Pero si esa no era la respuesta, ¿cuál era?
Cuando tenía 16 años, comencé a investigar la Iglesia de Jesucristo. Ahí aprendí que de hecho sí existe una explicación para esta sensación de que había tenido una vida pasada.
Las creencias de los Santos de los Últimos Días se centran en el plan de salvación. Este plan tiene a la expiación de Jesucristo como el centro de todo.
Mientras que la reencarnación no tenía cabida para Jesús y no tenía correlación con las enseñanzas de la Biblia, este plan sí tenía una naturaleza bíblica e incluía al Salvador.
La razón por la que a veces escuchaba una verdad y la reconocía como algo familiar, aunque fuera algo nuevo, era porque en realidad lo había escuchado antes, no como otra persona en otra vida, sino como yo misma, pero en espíritu.
Esta vida antes de la mortal ocurrió con Dios en lo que llamamos la vida preterrenal. Él creó nuestros espíritus y nos permitió morar con Él por un tiempo antes de venir a la Tierra.
No sabemos mucho sobre ese periodo ni cuánto tiempo vivimos allí, pero sabemos que fue un tiempo para aprender acerca de Dios y Sus verdades, para moldear nuestra personalidad y nuestros valores, y para tomar algunas decisiones sobre nuestra vida futura.
La Biblia habla sobre esta preexistencia:
“Antes que te formarse en el vientre, te conocí; y antes que nacieses, te santifiqué; te di por profeta a las naciones”. (Jeremías 1:5)
Dios conocía a Jeremías tan bien que sabía que sería digno de ser llamado como profeta. Lo sabía porque cuando vivíamos con Él, lo conocimos y nos llegó a conocer.
Jeremías parece haber sido tan excepcionalmente valiente en su vida preterrenal que Dios sabía que incluso cuando perdiera la memoria de este tiempo especial, seguiría siendo el hombre que había sido antes de nacer.
La Biblia nos dice que una vez vivimos con Dios y nos promete que algún día podremos regresar a Él.
“El espíritu vuelva a Dios, quien lo dio”. (Eclesiastés 12:7)
Esto significa que no teníamos un cuerpo, aunque en otros aspectos éramos como somos ahora.
En la preexistencia teníamos albedrío, es decir, podíamos tomar nuestras propias decisiones para nuestro futuro. Cuando Dios nos reunió para decirnos que estaba creando un planeta para que viviéramos en él, exclamamos con alegría.
Dios le hizo a Job una serie de preguntas que no necesitaba responder porque Él sabía dónde había estado Job antes de nacer. Él fue uno de los hijos de Dios que exclamaron con gozo al escuchar el plan, al igual que todos nosotros.
“¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes entendimiento. ¿Quién dispuso sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel?
¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?”. (Job 38)
La mayoría de nosotros entendimos el plan de Dios. Él planeó que recibamos un cuerpo y una familia, que tengamos experiencias y pruebas que nos ayuden a alcanzar nuestro potencial divino, y que encontremos y elijamos a Dios.
Había riesgos, por supuesto, como siempre los hay cuando intentamos crecer y progresar. Él equilibró la justicia con la misericordia al prometernos un Salvador que vendría voluntariamente a la Tierra, expiaría nuestros pecados y moriría por nosotros, resucitando de entre los muertos para vencer las ataduras de la muerte.
Jesucristo se ofreció a ser ese Salvador. Aunque la gracia permitiría que todos nosotros resucitemos y podamos arrepentirnos, necesitaríamos acceder voluntariamente a la plenitud de la expiación.
Esto implicaría aceptar a Jesucristo como nuestro Salvador y guardar los mandamientos de Dios:
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. (Mateo 7:21)
Hubo a quienes no les gustaron los riesgos que se presentaban. Lucifer trató de convencer a todos de rechazar el plan de Dios y, en su lugar, elegirlo a él como el Salvador.
Sin embargo, él quería hacerlo de una manera que no requiriera sufrimiento ni sacrificio de su parte. Su idea era obligar a todos a ser obedientes y a aceptarlo como su Salvador, eliminando así el riesgo de fracaso.
Por supuesto, también eliminaba el propósito de venir a la Tierra. Nuestra fe no sería probada ni tendríamos un crecimiento personal.
Un tercio de los espíritus optó por lo que pensaron que era el camino seguro y eligió seguir a Lucifer.
Si bien seguir el plan de Dios era opcional, el plan en sí no lo era. Si alguien quería venir a la Tierra, debía aceptar los términos de Dios. Por esta razón, Lucifer fue expulsado de los cielos (Isaías 14:12) y sus seguidores se fueron con él.
Perdieron la oportunidad de venir a la Tierra y se les negaron las bendiciones de la expiación que rechazaron. Privados de la felicidad eterna, su único objetivo es hacernos tan miserables como ellos.
Es por eso que Satanás, como ahora se le conoce a Lucifer, trabaja arduamente para hacer que fracasemos en nuestra misión.
El resto de nosotros, empezamos a venir a la Tierra. Se borraron nuestros recuerdos de la preexistencia. Sin embargo, de vez en cuando, Dios nos permite tener un vistazo a esa vida mediante el Espíritu Santo a fin de ayudarnos a saber quiénes éramos una vez y qué nos comprometimos a hacer.
Esta es una de mis partes favoritas del evangelio porque realmente enfatiza cuánto nos ama Dios.
Antes de enviarnos a la Tierra, el Padre Celestial pasó tiempo con nosotros, preparándonos. Me tranquiliza saber que Dios realmente nos conoce, no solo como alguien a quien observa desde la distancia, sino como alguien con quien hemos hablado personalmente.
Él sabe quiénes fuimos y lo que podemos llegar a ser.
Asimismo, también me dice cuánto nos ama Jesucristo. Él también nos conocía y cuando expió nuestros pecados, lo hizo por alguien a quien conocía y que amaba.
Aquello nos brinda la promesa de que cuando dejemos este mundo, no tendremos otra vida terrenal, sino a una vida celestial, una vida para la que nos preparamos ahora.
La reencarnación no es verdadera y no encaja con el plan eterno de Dios. No nos ofrece algo tan poderoso como la vida en una existencia preterrenal en la misma presencia de Dios.
Esa vida es nuestra promesa de que realmente somos hijos e hijas literales de Dios y que Él nos conoce y nos ama.
Fuente: LdsBlogs